Del farolero del Polo Norte me habló mucho Antoine de Saint Exupéry sobre todo un tarde del invierno austral cuando coincidimos en el destartalado barracón que hacía las veces de cantina y resguardo en el improvisado aeródromo de Comodoro Rivadavia. Era la época en la que la ciudad crecía gracias al petróleo y a la construcción de un oleoducto. Hasta allí llegábamos, a llevar sacas de correo, en aviones de alas sujetas con tirantes de acero que guiábamos gracias a nuestro instinto y a las luces de la costa. Me dijo que era, el farolero, un hombre rígido y cumplidor y que, en 37 años de servicio, nunca se le había pasado encender o apagar el farol que tenía a su custodia justo en su momento. El farol ardía durante los seis meses de noche e iluminaba el terreno helado a los pocos transeúntes, evitando que tropezaran en una grieta o que se los comiera un oso como a Favila. Pero, en cuanto el sol asomaba por el horizonte, el farolero apagaba la luz de aceite para que ésta no se gastase infructuosamente. De todas formas, me enteré hace poco de que el hombre del Polo Norte, ya mayor, se había tenido que comprar en Anchorage una moderna PDA. En sus 4 gigas de memoria, solo había dos mp3 asociados a sendas alarmas: el himno americano "The Star Spangled Banner" para el momento de encender el farol y la "Canción de Cuna" de Brahms para el de apagarlo.
De Saint Exupéry aprendí también a llevar los pantalones bien altos y bien sujetos con el cinturón para lo cual es necesario un tiro generoso y una larga cremallera o botonera. Mis hijas me afean ésta costumbre por considerarla antiestética y anticuada pero yo no les hago caso porque encuentro más elegante y cómodo llevarlos así.
Y tanto nos fascinó la figura de este farolero del Polo Norte que quedamos convenidos para acudir a saludarlo y presenciar como encendía o apagaba el farol. Pero luego Saint Exupéry desapareció trágicamente y yo, por mi parte, decidí hacerme médico. Me compré un dúplex y, para ayudar a pagarlo, tuve que vender mi último avión, un precioso Junkers trimotor. Ahora está colocado, para que sirva de reclamo, en un merendero de carretera y los niños juguetean tontamente con las hélices mientras sus padres comen carne a la brasa acompañada de vino con gaseosa.
Pienso en ésto mientras paso junto a las moreras que flanquean el puente del Regueron, árbol que sería impensable en el Polo Norte. Supongo que ya nunca podré ir allí pero, si he de ser sincero, no siento pena. Realmente me fastidiaría tener que sacar los gruesos abrigos de piel de oso que ya ni se donde están guardados cuando ahora lo que me apetece es ponerme el traje de baño en cuanto llegue a casa. Pero antes tengo que completar mi paseo con un café en el Bar Marilyn donde los limones y el jamón están ahora aderezados con la bandera española por mor del Mundial de Sudáfrica y en una pizarra, también abanderada, están las apuestas de la porra de los clientes. Así que, olvidando las penurias del Polo Norte, me intereso por el estado de la selección nacional. Y digo que me alegraré si gana este campeonato España y su bandera pero, el paseante de Santa Catalina a la mañana siguiente de la final, se levantará y preguntará ¿Quienes hemos ganado?
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