viernes, 31 de diciembre de 2010

Saturnalia.

Si no fuera por la Nochevieja, el 31 de diciembre sería un día anodino. Encajado en plena Navidad, la celebración no pasa de ser una fiesta pagana y, por tanto, carente del discreto encanto de las festividades religiosas. Es cierto que hoy la liturgia hace memoria de San Silvestre que fue un Papa que vivió justo en el momento en que el cristianismo dejó de ser ilegal (tan ilegal como pronto lo será el fumar) para pasar a estar protegido por el Poder que en aquel entonces no esnifaba cocaína por la sencilla razón de que no la conocían. Pero posiblemente el santo sea más conocido por dar su nombre a las carreras pedestres que se celebran en numerosas localidades como Murcia, donde se corre una media maratón popular. Es cierto que tampoco es muy popular su antitético Urbano del cual el santoral recoge dos, también Papas, aunque uno de ellos es solo Beato. Así pues los llamados Silvestre celebran hoy su onomástica, justo el día antes de que la celebremos los Manolos. Tengo dos pacientes, el uno Silvestre y el otro Manolo y me cuentan que un año se juntaron en la Nochevieja y hasta las doce de la noche comieron y bebieron por cuenta de Silvestre y, a partir de esa hora, bebieron y comieron por cuenta de Manolo.

Parece ser que no hay ninguna constancia histórica de que Jesús de Nazaret naciera un 25 de diciembre. La celebración de la Navidad en esta época es invento de la primitiva iglesia para sustituir a las Saturnalia. Eran éstas unas fiestas no ateas pues se festejaba en ellas al dios Saturno, pero si paganas a la luz de este neologismo que empezó a usar el cristianismo a comienzos del siglo IV. Durante las mismas, se trastocaba el orden social y era costumbre hacer regalos. Las Saturnalia se celebraban en torno al solsticio de invierno. De hecho, me ha llegado alguna felicitación deseándome felices fiestas del solsticio de invierno no se si por zafia interpretación de la progresía o por la torpe pedantería de quien acaba de aprender algo en la Wikipedia. Tampoco es de orden natural que el año deba comenzar el 1 de enero. Nada hay en las crujías del firmamento que impela a que sea así. Creo que fue Julio César a quien se le ocurrió la idea y, desde entonces, todo el mundo lo ha visto bien. Eso sí, cuando la Revolución Francesa, yo propuse que el año comenzara el 1 de Vendimiario y se aceptó la idea pero tuvo poca duración la cosa como otras tantas ideas mías.

Durante mi juventud era amigo de la Nochevieja y la celebraba cual Saturnalia, con abundancia de bebida. Con las costumbre morigeradas de la madurez y más adicto de misticismos e introspecciones ruidosas que de embriagueces alcohólicas, la fiesta ha dejado de tener encanto para mi. Por simple cortesía veré lo del reloj de la Puerta del Sol sin tomar las uvas, cosa que me resulta costumbre pagana (no hay constancia de que lo hicieran ni Julio César ni San Silvestre) y, por tanto, aburrida. Y también por nostalgia porque me recuerda a cuando se inventó la televisión. La retransmisión de las campanadas tenía para los niños pueblerinos un encanto de exotismo y lujo de oropeles en blanco y negro, hoy ya perdido. Y también para esperar la llamada de mi madre quien tiene a gala ser la primera en felicitarme por mi santo, costumbre que compartía con un enfermo, Juan "el Campanero", ya desgraciadamente muerto.

Pero siempre nos quedará la palabra a pesar de la mudanza de costumbres. Y digo ésto porque quiero acabar esta entrada con el comienzo del evangelio de Juan que hoy se lee en las iglesias. Hermoso, críptico, terrible y esperanzador como todo año que empieza:



In principio erat Verbum, et Verbum erat apud Deum, et Deus erat Verbum.
Hoc erat in principio apud Deum.

 Omnia per ipsum facta sunt, et sine ipso factum est nihil, quod factum est;
in ipso vita erat, et vita erat lux hominum,
et lux in tenebris lucet, et tenebrae eam non comprehenderunt.

domingo, 26 de diciembre de 2010

Aguilandos y belenes.


Ayer, día de Navidad, fuimos a misa a la iglesia de Los Alburquerques donde se venera a Nuestra Señora de Loreto. Es un templo huertano, sencillo y digno, de nueva construcción, que sustituye a la vieja ermita, restaurada pero desacralizada. Se encuentra junto al puente de la autovía de la carretera de Santa Catalina y allí el coro y los musicos parroquianos tocan y cantan el aguilando durante la Navidad.

Y de estos parroquianos, algunos son enfermos míos. Me acuerdo de José y de Rosa, de Rosarito, de otro José ya fallecido aunque viven su mujer y sus hijos, de Martín, de Francisco y toda su familia y de Ana que vive al lado del bar Marilín. En el mapa sanitario, estamos en terreno fronterizo con el Centro de Salud, ya ciudadano, del Infante. Quizas en años pretéritos, antes de la Seguridad Social, es posible que hubiese pleitos entre médicos con territorios colindantes en el maremagnum de caseríos que era (y en parte sigue siendo) la huerta de Murcia. Pleitos tendentes a conseguir una mejor "cuota de mercado", mayor número de igualas o de pagos en especie propios de una economía escasa y campestre. Posiblemente, se pondría fin al litigio, señalando una acequia o un carril como separación. De hecho, me acuerdo ahora que, recién llegado a Murcia, me dieron en las dependencias municipales una cuartilla escrita a máquina y con letras medio borradas que señalaba la circunscripción de los 23 distritos sanitarios existentes entonces en la ciudad y su amplio alfoz. Pero aunque bien guardado ¿dónde estará ahora ese documento?

En los nuevos tiempos, en los que soy un médico socializado e informatizado, que funciono con tarjetas sanitarias con banda magnética y junto a ambulancias a las que no les arredra intrincarse por carriles estrechos, sin miedo a la acequia que va por el borde, emboscada entre cañas y donde bien puede meterse una rueda si te orillas demasiado, puedo ir a misa tranquilamente a Los Alburquerques y oír el aguilando. Cante éste que, como popular, es monótono tal vez pero con un gran encanto y musicalidad. Vimos también un poco el Belén mientras esperábamos para saludar a José y a Rosa que cantan en el coro. Allí estaba, en un lateral de la nave, con sus casas, sus figuras, su río de agua que realmente corría, sus luces intermitentes y ¡cómo no! sus bancalicos de tierra de labor, con sus caballones y sus maticas. Tengo que reconocer que me aburre un poco mirar los belenes, especialmente aquellos en los que hay que hacer cola y luego se va circulando uno detrás de otro como en un museo. Quizás en la madurez haya perdido su impacto buscar al pastor que está orinando, equivalente local del caganer, o estemos acostumbrados a la crueldad de los soldados de Herodes que matan a los Inocentes. En todo caso, el belén participa de la estética de la Torre Eiffel de palillos de la que hablaremos alguna vez y, como tal, solo necesito cinco minutos para apreciarla.

Así que, visto sucintamente el Belén, saludamos a José y a Rosa y nos deseamos mutamente feliz navidad. Luego a la ciudad a tomar café en Drexco y fumar allí uno de los últimos cigarrillos legales. La orquestina callejera formada por el teclado, el violín y el acordeonista que toca los tangos a la parisina, hoy interpretaba las consideradas "páginas inmortales" como el tedioso "Ave María" de Schubert lo cual no dejaba al acordeón emplearse a fondo como cuando tocan canciones briosas. Y ésto, unido al mucho frío, tiñó la mañana burguesa de cierta languidez, por lo que nos vinimos pronto a casa a buscar la comida, aderezada con los restos de la Nochebuena. Y abierta la botella de vino, hubo Paz y después Gloria.

viernes, 24 de diciembre de 2010

Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad.


Esta foto es de la calle por la que llego hasta El Charco, bien en coche, bien andando. Es la calle de El Estanco, un curioso local del que hablaremos algún día. El Charco puede ser destino final del paseo dominical para tomar café o el aperitivo en Willow o bien el hito donde se inician los viajes largos. Luego vendrá la carretera de Santa Catalina y, al llegar a la rotonda de El Alías, la conexión con la autovía que va a la ciudad y al mundo.

He elegido esta foto, aparentemente triste, quizás pueblerina, para felicitaros la Navidad y desearos un buen año 2011 en esta mañana previa a la Nochebuena. La luz del final, tiene el encanto de la estrella de los pastores o de la que guió a los Reyes Magos. Indica el camino a seguir aunque la meta esté aun distante. El objetivo es ese, el mensaje navideño es ese: seguir, continuar, avanzar porque la luz de la esperanza y de la ilusión sigue brillando.

Y ¡cómo no! este punto, ahora señalado por las luces brillantes, indica también que, de regreso, hemos llegado a casa. Y ése también es el deseo: que a todos os resulte placentero volver a casa, que haya siempre un lugar de reposo, de tranquilidad y de amor.

Con el amable permiso de su autor, os dejo de regalo la segunda parte del poema de mi compañero Pascual López cuyo inicio ya apareció en otra entrada. Escrito después de la reciente muerte de su madre, es, sin embargo, un canto a la esperanza y a la ilusión


II.- YA ESTÁN LAS GRANADAS EN SAZÓN (10/12/2010)

Ya están las granadas en sazón
y está volando tu sonrisa. Huérfano
me siento de tus manos, de tu voz, de tu aliento
y de tu pequeño cuerpo:

“¡Marujica…!” Silbando por la plaza viene,
entrando por la puerta
para buscar tus besos. ¡Tan pequeña
como eres!,¡tan presente de vida
y tan presente de sueños!.

“¡Marujica…!” Silbando por la puerta entra,
y salís por la misma puerta,
abrazados
en una amanecer de lunas, sonrisas y recuerdos.

Y os dejo también la foto del Belén de casa, sencillo y austero porque los niños nos hemos hecho ya grandes. ¡Feliz Navidad!

domingo, 19 de diciembre de 2010

Un susto.

Observé hace un par de días con aprensión que una foto de la última entrada de este blog se había borrado. En su lugar, aparecía un recuadro blanco con un enigmático signo de interrogación en el centro. No me llamó la atención pues se insertó de manera no ortodoxa. Pero luego me llevé un susto cuando vi que otras fotos de otras entradas se habían igualmente borrado siendo sustituidas por el inconsistente recuadro blanco. No pude por menos de acordarme de esas historias ominosas en las que las letras empiezan a borrarse en los libros. No me refiero a la pérdida de color de la tinta propia del paso del tiempo. Es el borramiento absoluto, la pérdida total e irreparable de las letras que van dejando en las páginas espacios blancos y aparentemente virginales, algo debido solo a un hado malicioso, a un duende travieso o, lo que es peor, a la llegada inexorable del fin de los tiempos.

Recuerdo también una historia que leí siendo muy joven, casi adolescente. En ella, se apagaban una detrás de otra las estrellas. Tenía esto que ver con los ordenadores que entonces se llamaban cerebros electrónicos. Una de las pruebas de mi examen después del PREU, examen previo y necesario para el ingreso en la Universidad, consistía en redactar el resumen de una conferencia. La que en aquella ocasión se nos dio a los examinandos, trataba sobre estos cerebros electrónicos y como su advenimiento iba a trasformar al mundo. El ponente nos repartió para nuestra ilustración tarjetas perforadas que era el lenguaje de programación que entonces entendían los IBM. Esta tarjeta la guardé y, posiblemente, deba estar en alguna parte. Será cosa de buscarla pero ya como pieza de museo. El caso y a lo que vamos es que aquellas máquinas innovadoras eran percibidas por los visionarios como engendros del demonio, susceptibles de caer en manos desalmadas y originar calamidades sin cuento. En todo caso, algo contra natura que haría tambalear los cimientos de la sociedad y el orden establecido. De aquella época recuerdo también una peliculilla televisiva  cuyo argumento narraba como un cerebro electrónico llegaba a irrogarse la cualidad exclusivamente humana de enamorarse y lo hacía de la ingeniera que lo creó. Como el tal ingenio controlaba todo el edificio de laboratorios y oficinas se dedicó, ni corto ni perezoso, a eliminar a los rivales humanos en la carrera hasta el amor de la ingeniera con métodos domóticos tales como hacer que se desplomara un ascensor.

Así pues, aquel ordenador que terminó con las estrellas había cumplido su misión y tenía que ocurrir el fin del mundo. El enlace anterior lleva hasta el cuento que leí pero me parece que se trata de una versión resumida. Había en la lectura en papel mayor relato, mejores diálogos. Posiblemente se hayan ido borrando las letras, como las fotos del blog. O no. Quizás en los años transcurridos desde que leí la historia por primera vez, haya sido mi mente de neuronas biológicas la que haya agregado espontáneamente detalles sabrosos al original. Dejémoslo estar y no elucubremos más. Lo importante es que algún día, posiblemente ya esté ocurriendo, se irán borrando las letras de los libros. Primero será en los libros olvidados, en los que hace años que no salen del estante, en los que nunca ha leído nadie, en los que incluso conservan su envoltura de celofán. Por eso nadie se dará cuenta del desastre. Pero luego será en los libros de uso cotidiano, en los manuales universitarios, en los best seller, en los vademécums de los médicos, en los códigos de los jueces y en los leccionarios de los altares. Pero no será solo la tinta china, la tinta de imprenta la que se borre. También se borrará la e-ink y se irán perdiendo letras de los e-books, de los millones de blogs y demás parafernalia que aparecen en las pantallas de los ordenadores. Luego, paulatinamente, una a una, se irán apagando las estrellas.

Pensaba yo en todo ésto mientras miraba los recuadros blancos con un signo de interrogación en el centro donde antes había una foto. Luego las fotos reaparecieron. Todas menos la que fue insertada de modo no ortodoxo. Era pues, un susto, una falsa alarma. Desisto de tratar de reinsertar la foto que aun no aparece pues deben de ser aceptados estos designios de los hados informáticos y el porqué fue insertada de modo no ortodoxo no debe decirse aquí.

De todas formas, llegará el día y la hora. Porque lo escrito no tiene que ser eterno. Más aun: no puede ser eterno. Su destino último es la fragilidad de lo etéreo, la caducidad de lo deleznable y la debilidad de lo fatuo. Flor de un día o de diez mil años, da igual. Luego el paulatino pero grande colapso, el retorno a la nada del papel blanco o la pantalla con todos sus millones de píxeles mostrando el mismo tono de gris. Después, una a una, se irán apagando las estrellas. Yo estaré aquí para verlo, sentado delante del ordenador o tomando café en el bar Marilín, quizás cruzando el puente del Regueron. Y así podré recordároslo: "Ya os lo decía yo..."

domingo, 12 de diciembre de 2010

Traslados.

Yo vine a Murcia en virtud de un concurso de traslado. Vine engañado por el B.O.E. porque, en la lista de vacantes, anunciaba que había cinco en la ciudad, una ciudad que me era desconocida y que yo creía metropolitana y compacta. Si hubiese sabido la verdad, que iba a ir a parar a una entonces oscura pedanía, no hubiese venido. Y así me habría perdido para toda la eternidad La Alberca, Santo Ángel, El Charco, la Carretera de Santa Catalina, El Reguerón, el Bus 6 y el Bar Marilín. De todas formas, me vine voluntariamente. Digo ésto ahora que hay movida con los traslados de médicos. No entraré en los entresijos de las disposiciones oficiales, ni en las entretelas de las campañas sindicales, ni en cómo afecta el traslado a la vida profesional y aun familiar de muchos compañeros. Ésto lo hacen con acierto blogs amigos como el Desembarco de la Flota. Yo voy a otra cosa, a otra faceta más íntima y personal, la visión del que no se mueve nunca, la del que, con casi total seguridad, se jubilará o, Dios no lo quiera, se morirá en el mismo puesto que ahora desempeña.
En este último traslado, se han tenido que marchar del Centro de Salud de La Alberca dos grandes compañeros: Pascual López y Paco Sarabia. En la escasa tertulia por las premuras del tiempo, pudimos hablar de religión, de música, de poesía y de whisky que es, por tanto, hablar de todo. Compartimos el aseo de caballeros, el mechero y la copa de vino que es, por tanto, compartirlo todo. Ellos se fueron y yo me quedo. Ya van para 26 años ininterrumpidos los que llevo en La Alberca, en la misma consulta, en la misma briega. Durante este tiempo, son ya muchos los médicos, los enfermeros y enfermeras y mucho el personal administrativo que han llegado, han pasado y se han ido. No los recuerdo a todos, sería imposible. De algunos me han llegado recuerdos, saludos, referencias. De otros nada, el olvido. Hay quien ha estado un tiempo largo, meses, años quizás. Otros pocos días, un solo día incluso. Es muy posible que haya a quien ni siquiera llegué no ya a conocer, sino tan solo a ver cruzándome con ella o él por algún pasillo, alguien cuyo conocimiento me hurtó el destino, dos vidas que se acercaron milimétricamente y no se tocaron.
Repito que no entro en consideraciones laborales ni en injustas circunstancias, ni hago una loa a tener plaza fija, ni me circunscribo a las profesiones sanitarias Solo comparo la trayectoria vital del que, voluntario o forzoso, se mueve mucho con la del que, como yo, se afinca al mismo camino de ida y vuelta, la del que va en el barco de puerto en puerto con la del que en el mismo muelle del mismo puerto, despide día tras día a los que se marchan. Comparo las vivencias y sentimientos del que mira y conoce mundo, paisajes, almas y cuerpos en un largo recorrer de veredas con las del que se sienta todos los días en el mismo banco, bajo el mismo árbol y espera que la vida pase por delante de él. Comparo y no se con cual quedarme. Porque, de entrada y pensando fría y racionalmente, las dos trayectorias vitales son incompatibles. Cabe pensar que tengas una larga vida en años y que dediques la primera parte de ella a viajes y aventuras del trotamundos y la segunda a la madurez quieta del paseo reflexivo. Es cierto. Pude falsear mi edad y apuntarme de grumete en un barco o incluso en La Legión. Pude, simplemente, ser médico inquieto y haber llevado mi ciencia y arte a “tierras de misión”, haber tomado el pulso y la tensión oyendo la caída del agua en el Iguazú o los rugidos de los leones cerca del Kilimanjaro. Pero el B.O.E. siempre ha sido benévolo conmigo y me concedió sus favores. Me otorgó tempranamente plaza en propiedad y luego me engañó ladinamente para que me viniese a Murcia y ya me quedé enredado en las palmeras, me acostumbré a comer habas y encontré bueno como ninguno el café de La Meseguera, del Willow o del bar Marilín. Y ahora que se acerca la Navidad, me gusta canturrear el Aguilando como hacen en la iglesia de Los Alburquerques, la de la carretera de Santa Catalina.
Pero he aprendido a ver los distintos matices del mismo amanecer entre los mismos tejados, a ver el mismo árbol en primavera y en otoño, a recorrer las mismas calles bajo la lluvia de abril y el sol de agosto. He conocido casas ya viejas, luego un solar y luego un moderno edificio, la mudanza de los locales, hoy supermercado, mañana bar y pasado tienda de ropa. Y mi sombra ha barrido las novedades de las losetas o del asfalto sobre el mismo punto de la tierra, mi sombra quizás ya menos esbelta y un tanto engordada. Y, sobre todo, me he empapado hasta la filigrana del devenir de las personas. He contado los años para que el niño se haga hombre y, aquel que conocí de hombre, ahora sea sencillamente viejo y aun desgraciadamente decrépito. Y hubo muchos vivos que ya son muertos y las cruces con sus nombres se cuadriculan en mi memoria como en esos tan bonitos como tristes cementerios militares.
Y quiero pensar y así lo deseo que todavía quedan muchos años. Que conoceré otros bares, otras tapas y otros cafés. Que coincidiré con otros muchos compañeros de trabajo, algunos por tiempo largo, otros por solo unos días, el tiempo justo saber los hijos que tiene, de un hola y un adiós. Que atenderé en largas consultas a los mismos enfermos y que otros nuevos vendrán, cada uno con su cara, con su cuerpo, con sus lamentos y con su alegría. Pero ya, casi con total seguridad, bajo el mismo árbol y sentado en el mismo banco. Porque así se decidió en la noche de los tiempos cuando se encendieron las estrellas y se forjó el destino de cada hombre.

domingo, 5 de diciembre de 2010

La planilla.

La mañana dominical ha amanecido fría aunque menos que la de ayer. Nubarrones pardos, según la típica expresión poética, que dejan caer una fina llovizna. A pesar de eso, he prescindido del coche y ido andando hasta El Charco disfrutando del día otoñal aunque los días otoñales debieran disfrutarse en París. Inasequibles al desaliento, en el Willow montaban la terraza esperando el probable sol de después del mediodía. Las sillas, que han pasado la noche en la calle, encadenadas y cubiertas con un plástico, estaban siendo limpiadas para quitarles los últimos restos de agua.
Pero ahora, vuelto a la bodega y a la espera de la expedición a “El Tiro” para empezar a ver que le pedimos a los Reyes Magos, tengo frío. Y éso que la bodega está más cerca del infierno. No es para dar pena a nadie porque, por supuesto, no la merezco pero tengo frío. El matriarcado enciende la calefacción al comienzo de la tarde porque a primera hora debe airearse la casa y la gran pantalla del Mac no da calor. Escribo con el chaquetón puesto y solo me falta la bufanda y los mitones para parecerme a los artistas pobres y bohemios o al escribiente Bob Cratchit explotado por Scrooge. Tenía que escribir sobre otras cosas pero haré solo esta breve entrada. En cambio, cuadricularé la planilla de las guardias, una de mis misiones en el Centro de Salud. No necesito para ésto inspiración y puedo hacerlo frotándome las manos y con la mente en blanco pues se trata de un trabajo mecánico y rutinario. Y ¿por qué no necesito pensar? Fácil respuesta: porque voy a decir la verdad. La planilla se hace inexorablemente colocando a cada uno justo el día que le corresponde. Nunca ha habido piedad para los pocos que han sugerido alguna trampa, normalmente para que le toque la guardia indebida a un sustituto.
No hay mentiras, pues, en la planilla. No puedo decir lo mismo de este blog donde todo debe ser a mi mayor gloria de gamberro, incumplidor, mala persona y canalla redomado. Y éso cuesta trabajo y el frío me ha descolocado. Diremos mentiras en otro momento porque hasta en el amor las hay.