jueves, 29 de agosto de 2013

Misión cumplida.


En 40 años no habías podido quitarte la idea de la cabeza. Aquel feto nacido muerto que te presentaron no era tu hijo. Tu hijo era otro y estaba donde no debía de estar. Ahora has leído noticias y el murmullo se ha convertido en tormenta. El médico te informó, aunque intentó disuadirte. Cuando te abrochaste el último botón de tu blusa de viuda, la decisión estaba tomada. Conseguiste sin dificultad sacar los restos de aquella tumba y el primer ADN fue concluyente. Tus suposiciones eran ciertas. Ahora te quedaba un largo camino, pero tu marido te había dejado las blusas de viuda y un buen dinero. 

Las gestiones de los abogados y de un par de detectives que contrataste, te llevaron a una segunda tumba. Para abrirla vinieron unos funcionarios judiciales que, apiadados, te dijeron unas palabras de consuelo. Tu no contestaste nada y, a pesar del terrible calor, te abrochaste el último botón de tu blusa. Tampoco el ADN dejó lugar a dudas. 

En un sótano de los juzgados, te enseñan los legajos del juicio. No se supo quien lo mató. Hay un papel con pautas, recortado con tijeras y letras de titulares de periódico pegadas en él. Y te enseñan también las tijeras, las que recortaron el papel y las letras y con las que desgarraron su yugular y el cayado de su aorta. No te cupo duda de que había sido una mujer, otra mujer, la que había hecho el trabajo por ti. Dejó su firma en aquel mensaje de letras de periódico: "Me cago en la madre que te parió". Fue entonces cuando te diste por satisfecha y te abrochaste, esta vez para siempre, el último botón de tu blusa negra.

martes, 20 de agosto de 2013

Regalo de bodas.

El  obús  te dejó inservible de medios para abajo y te condenó a la silla de ruedas.  La guerra ya no te quería y te devolvió al pueblo con la etiqueta de mutilado grabada en la frente. Sin embargo, tenías como recompensa aquella buena pensión, codiciada en años difíciles. Posiblemente fue por éso por lo que te rondaron algunas mujeres. Te decidiste por una, la más compasiva, tal vez incluso cariñosa.


El cura no te quería casar. Eres un mutilado a todos los efectos, no lo olvides. Te ayudó el médico, quizás también por compasión.  Celebraste tu boda. Aquella madrugada te levantaste como pudiste y limaste cuidadosamente la punta de la bala. Sabías que solo tendrías una oportunidad. Eras un novio ridículo en aquella silla de ruedas y, aunque alguien la engrasó, sus mecanismos chirriaron camino del altar. Luego los amigos, los antiguos conmilitones, te llevaron a casa. Disimularon, pero pudisteis oír sus risitas irónicas mientras te dejaban en la alcoba a solas con ella.

Tu mujer se sentó en el borde de la cama esperando algo. Miraste fijamente tus zapatos ortopédicos en aquellos pies inútiles. Luego la miraste a ella y pusiste el libro de familia encima de la mesilla.
- Te voy a hacer el regalo de bodas que te prometí.
Entonces sacaste tu pistola del cinturón, metiste el cañón en tu boca y dispareste. Curiosamente, uno de los fragmentos de material encefálico que salpicó la pared, tenía una rudimentaria forma de corazón.

lunes, 12 de agosto de 2013

La Carretera de Santa Catalina se viste de negro.

Habías dado un buen paseo hasta el bar Marilín. Caía la tarde cuando llegaste y pediste un café solo, el último del día. Estuviste hablando con las dos hermanas que lo regentan, amigas tuyas. Se te pasó el tiempo sin darte cuenta. Fue entonces cuando la madre de aquellas sacó de la cocina un conejo recién muerto y se dispuso a desollarlo. Llevaba el cuchillo de cocina en la mano derecha y lo dejó descuidadamente en la barra, junto a tu taza de café. Pudiste ver los ojos vidriosos del animal y sin saber porque un escalofrío de fiebre te recorrió el espinazo. Apagaron la luz del expositor de las tapas y aquel escalofrío te hizo ver las salchichas y las morcillas no como algo apetitoso sino como una especie de restos cadavéricos. Reparaste que eras el único cliente del bar y que las tres mujeres te estaban mirando. Su sonrisa había dejado de ser amigable y comprendiste que te tenías que ir. Dejaste el euro precipitadamente junto al cuchillo y saliste a la carretera de Santa Catalina. La puerta se cerró inmediatamente detrás de ti con dos giros de la llave que sonaron con estruendo. Nadie respondió a tu despedida y, en cambio, te pareció oír unas risas desagradables dentro. Y aunque salías al exterior, tuviste la impresion de que aquel cerrojazo te encerraba en un ámbito agobiante y oscuro.

Se había hecho completamente de noche y la Costera Sur pareció amenazarte con su sombra. Enfrente, la gasolinera estaba apagando también sus luces. Lamentaste no haber traído el coche. El agradable paseo de ida se había vuelto una pesada caminata. No te apetecía andar en aquella noche que se te antojo oscura y peligrosa. Tenías pesadas las piernas y aquel escalofrío seguía arriba y abajo del espinazo. Te empezó a doler la cabeza. "¡Qué raro - pensaste - a mi nunca me duele la cabeza! Por un instante quisiste llamar a la puerta del Bar Marilín. Eran de confianza. Le dirías que te sentías mal, que te dieran un vaso de agua y que te ibas a sentar un rato hasta que se te pasara. Pero no te apetecía ver desollar a aquel conejo ni volver a ver sus ojos vidriosos.


Miraste el reloj. Aun era temprano. Te imaginaste el Thader y la Nueva Condomina llenos de gente, El Corte Inglés del cual salían todavía clientes con sus bolsas de la compra de última hora. Pero nada de éso te quitaba el escalofrío. Podías esperar al autobús. Sí, claro, al bus 6 le quedaba el último viaje de Murcia a La Alberca y te dejaría en la puerta de casa. La parada está muy cerca y llegaste a ella con una ligera sensación de alivio. Encendiste un cigarrillo pero, al dar la primera bocanada, te empezaron a zumbar los oídos. No, no era zumbido, era el viento suave en las hojas de los limoneros, de los naranjos y las palmeras. Pero ese ruido tantas veces oído como agradable ahora te resultaba siniestro. Te pareció oír que algo o alguien no habitual estaba recorriendo las acequias y los carriles. Algo o alguien que veía en la noche y que estaba al acecho.


Con otro suspiro de alivio, viste venir el autobús. Distinguiste perfectamente su rótulo luminoso: "6A La Alberca por Gran Vía". ¡Ya está -pensaste- se acabó el problema! Pero, por si acaso, te adelantaste un paso dentro del asfalto y levantaste bien el brazo derecho. Querías hacerte completamente visible. Te diste cuenta entonces que el conductor no refrenaba la marcha, ni encendía los intermitentes. El autobús pasó de largo a pesar de que agitaste enérgicamente la mano y solo soltó una especie de bufido neumático que te sonó a burla. Pero otra idea salvadora te vino de pronto a la cabeza a pesar del dolor que cada vez parecía ser mayor. Llamarías a un taxi. Si, claro, un taxi ¿Cómo no se te había ocurrido antes?  Te registraste el bolsillo de la camisa. Tenías casi 20 euros, suficientes para pagar la carrera. ¿Por qué te preocupabas tanto? El bus 6 iba ya de recogida, por éso no paró pero no tendrías ningún problema para que viniera un taxi. Le darías una dirección fácil, en la carretera de Santa Catalina, en el bar Marilín, enfrente de la gasolinera. Era solo aquel escalofrío, aquel ruido del viento lo que te agobiaba.


Sacaste la BlackBerry y la activaste. Se iluminó la pantalla y el teclado, había buena cobertura...¿Ves? Todo va bien, todo va bien...Marcaste el número del radio taxi y al momento una voz femenina ta dijo que te mantuvieras a la espera. Te dejó con el allegro de la sinfonía nº 40 de Mozart. Esperaste. La voz te insistía de vez en cuando en que te mantuvieras así. Al rato, la música cesó y la voz adqurió un tono de disco rayado : "por favor, permanezca a la espera...por favor, permanezca a la espera...por favor, permanezca a la espera..." Con angustia, cortaste la comunicación. No te quedaba más remedio que seguir andando. 


Pero tus miedos eran absurdos. Estabas a menos de 2 km. de El Charco. Aun yendo despacio, no tardarías ni 20 minutos en llegar. Empezaste a caminar y subiste el pequeño tramo empinado del puente de El Regerón. Sabias que el cauce estaba lleno de cañas y te lo imaginaste también lleno de ratas en busca de comida. Has pasado cientos de veces por aquí y estarían las mismas ratas. Todo son tonterías. Ya queda la cuesta abajo y un corto tramo. Posiblemente, cuando llegues a El Charco, todavía estará abierto el Willow. Te tomarás otro café y le comentarás entre risas tu ridícula aventura a la amable camarera francesa.

Las farolas encendidas te marcan perfectamente el camino. Solo tienes que seguir la carretera...solo tienes que seguir la carretera...solo tienes que seguir la carretera...

Fue alguien madrugador, al bajarse del primer bus 6, el que vio tu cadáver encogido junto al poste de la señal de parada. Las manos crispadas y lívidas, sostenían la BlackBerry. El juez no tendría ninguna dificultad para saber quien fue el último que te llamó ni el forense en diagnosticar la causa de muerte. Algunos pasajeros curiosos, junto con el conductor, se apearon también. Una mujer llamó a un taxi porque, con el incidente, se le hizo tarde. Enseguida vino una ambulancia y el coche de la policía. ¡Qué bien te hubieran servido hace pocas horas cualquiera de estos vehículos! Pero ahora estabas ya muerto.

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Efectivamente, a partir de ahora, este blog acogerá relatos negros. Era necesario el cambio. El lado amable de Mr. Hyde ha encontrado acomodo en Guapamurcia, un simpático magazine del Internet provinciano. Pero Mr. Jekill quiere también expresarse y cuando la luna llena hace aparecer la bestia, los relatos se vuelven siniestros y oscuros. Ahora, este "Carretera de Santa Catalina" que se quedó bastante mustio reverdece o, mejor dicho, ennegrece con un contenido un tanto bizarro y, sin embargo, con hondas raíces en la literatura entre las que no puedo por menos que señalar los "Romances de Ciego", los que narraban los crímenes abyectos para una España profunda. 

Ha sido muy reciente el momento en el que me propuse escribir relatos negros. Quizás solo sea afición transitoria y el filón se acabe pronto. Ahí está el reto. Debo, ante todo, agradecer su aportación a la persona que abrió esta puerta para mi. Mi amigo Francisco Sempere Sánchez es, hasta ahora, virtual. Pero espero tener pronto el placer de conocerle personalmente tomando café en alguna terraza de El Charco. Y el olor de la bebida se mezclará con el del cigarrillo y el de la pólvora del último disparo de su Smith & Wesson, cuyo cañón aun humea. Es autor de la novela "36 metros bajo tierra" que leí con grata adicción y de una serie de microrrelatos en negro que también publica en Guapamurcia. Nunca pensé que yo pudiera seguirle pero, ha sido tanto el tirón de éstos, que algo en la inspiración cambió y empezaron a afluir ideas a la mente. Por lo tanto y haciendo solo justicia, quisiera dedicarle a él esta nueva etapa del blog. 

Y junto a él, es irremisible dedicársela a mi mujer, gran amante (del género) y mi primera lectora. Es una maravilla haber convivido con ella, convivir ahora y seguir conviviendo hasta que la muerte y la pensión nos separen.
Así que, amigos míos, solo me queda desear que os gusten estos relatos. Pero ¡tened cuidado! No olvidéis que, a pesar de su aspecto idílico, algo extraño ha empezado a crecer por entre los limoneros, los cañizos y las palmeras de la carretera de Santa Catalina.