domingo, 24 de febrero de 2013

¿Quién inventó la cama?


Sí, ¿quién inventó la cama? La cama de nacer, la de crecer, la de la siesta y el sueño, la del descanso, la de las resacas, la de la concupiscencia y las separaciones ominosas, la de los desayunos domingueros, la de los hospitales, la de la enfermedad y la decrepitud, la de morir al fin. La cama que cobija al orinal y, si llega el momento, la bolsa de la orina, esa bolsa que me agacho a rebuscar, entre sábanas y barrotes, para ver que tal va la diuresis. Porque alguien la tuvo que inventar. Un benefactor de la humanidad, un genio, un Arquímedes que también dijo ¡Eureka! Lo de los inventores de las cosas siempre ha sido un saber con mucho predicamento. De niño, yo admiraba a Edison porque inventó la luz y quería imitarle inventando algo tan espectacular como, por ejemplo, la velocidad. En su momento, se me explicó que la luz no es un invento humano y que propiamente lo que hizo Edison fue poner a punto la lámpara de incandescencia, una manera de aprovechar la energía eléctrica para producir luz. Así que convine con mis mentores que el genio americano inventó la luz eléctrica y llegamos a un entente. Luego, por esas cosas que vas leyendo, me enteré de que el tal Edison era un tipo pesetero, que le gustaba rentabilizar económicamente sus logros y que se peleaba agriamente con otros científicos. El golpe de gracia fue cuando supe que tuvo que ver con el desarrollo de la silla eléctrica. De forma tal que hoy el inventor de la luz no me cae en gracia pero no por éso dejo de agradecerle que la bombilla penda del techo e ilumine con comodidad y limpieza. De niño también, metido como estaba en el mundo de la medicina, admiré mucho a Fleming porque inventó la penicilina. Precisamente ahora que escribo esta entrada, he sentido la malsana curiosidad de mirar por los recovecos de Internet a ver si Fleming también era pesetero o no era una buena persona. Pero, de momento, no lo voy a hacer y quédese éste como paradigma de genio solo preocupado por el bien de la humanidad. Sí hay que decir, siquiera sea como digresión, que recuerdo la época en que la calle madrileña que lleva su nombre era zona de prostitución y de actividades nada edificantes. Parece ser que el pecado se acogió al amuleto de quien había remediado el castigo que, para la carne, tenía la vida perdularia. Pero de ninguna manera esta asociación es achacable a Fleming e incluso el estar cerca de la miseria y debilidad humana lo hace más grandemente filántropo. Y para cerrar un triángulo de inventores, digo también que otro de los científicos admirados en la infancia era, ni más ni menos, que Wernher von Braun, el que diseñó las bombas volantes V-1 y V-2 que cayeron sobre Londres. Era cosa de novelería, de los tebeos de guerra y, porque de niño, no se tiene clara la diferencia entre el bien y el mal y sin duda, nuestra tendencia innata es a la belicosidad y a la explosión.

Nuestra tendencia innata también debe ser a descansar lo más plácidamente posible y a dormir cómodamente. Y digan lo que digan los Kamasutras tanto clásicos como actuales y algunas que otras extravagancias, la mejor postura para el sexo es la “del misionero” sobre mullido lecho. Por éso, es muy de agradecer y muy de alabar el que alguien inventara la cama. Una cama con cuatro patas, con cabecero y piecero, con somier, colchón, sábanas, mantas y colchas. Para empezar a saborearla ¡qué gusto da fumarse un cigarrillo sentado en su borde y meditabundo! Antes del nazismo saludable, el de las V-1 y V2 de von Braun, era mi primera providencia cuando llegaba a la habitación de un hotel. Para descansar del viaje, tanteaba la cama para hacerme una idea de que tal de buena compañera sería y luego me sentaba en ella con la tranquilidad de que ya no habría esos terribles chinches que me contaba mi padre de los catres de las pensiones de postguerra. Encendía el cigarrillo, ponía el cenicero (normalmente llamado a ser distraído a la ida) en la mesilla y con aquel ritual sencillo tomaba posesión por dos o tres días del habitáculo.

Si se busca información al respecto, no encontramos nada que no sepamos. Que si el hombre primitivo amontonaba hojas, que si los egipcios, que si los romanos. Nada que no sepamos porque seguimos viendo a ese hombre que ya no es primitivo que se acomoda entre cartones y frío en el retranqueo de una fachada que le resulta amigable o, en el mejor de los casos, en el cubículo de un cajero automático. Y este golpetazo de la insolidaridad humana puede hacernos pensar que, al igual que ocurrió con Edison, quizás el inventor de la cama no fuera una buena persona, que lo hizo por dinero para satisfacción de ricos y poderosos cuyos criados dormían sobre paja. Y sin embargo, quienquiera que fuese, no podemos negarle nuestro agradecimiento cuando nos acogemos al “lecho donde yago” que dijo Machado.


Todavía se ven por la ciudad esas horribles tiendas de decoración recargadas y de mal gusto y es frecuente encontrar bustos en ellas. Entre el paragüero, el espejo para la entrada y esas figuritas tan cursis de porcelana en las que una joven melancólica sostiene una palomita, hay un busto de no sabemos quien. He llegado a la conclusión, tras diversos razonamientos que no hace al caso exponer aquí, que alguno de estas figuras sin nombre es la del inventor de la cama que sigue en un incomprensible anonimato. Por éso y en vista de que las altas instancias no hacen nada para homenajear a este prócer, he decidido hacerme con uno de estos bustos, un modelo barato que imite mármol, que inmediatamente pasará a ser el de Federico de Varsovia. Luego, en uno de los stand que arreglan zapatos, hacen copias de llaves y graban placas de bronce, me haré confeccionar una que rece sencillamente: “A Federico de Varsovia, inventor de la cama. La Humanidad agradecida”. Pegada la placa a la base del busto, ya solo queda entronizarlo en el jardincito. Como dudo mucho que el alcalde de Murcia quiera venir a la inauguración del monumento, bastará con una fiesta familiar y una sencilla barbacoa de choricitos y panceta y vino discreto del Makro. Y luego, con la conciencia tranquila y el estómago sonriente, a dormir la siesta. En la cama.

domingo, 17 de febrero de 2013

Maravillas del diseño.


Mesones, ventas, posadas y demás hostelería siempre ha habido y la literatura, aun la más vieja, está llena de ejemplos. Y todos estos establecimientos han ido evolucionando más o menos hasta el hotel tal y como lo conocemos en la actualidad, con su ritual entre amigable y envarado. Sin embargo, no se bien como eran todo este tipo de establecimiento cuando yo era niño. Entonces yo no viajaba fuera de entornos familiares aunque creo haber estado ocasionalmente en algún hotel u hostal o cualquiera que fuera su categoría administrativa, en Madrid y en Sevilla pero no guardo ninguna memoria de aquello. Ya más mayorcito, tendría unos 11 o 12 años, me llevó otra vez mi padre a Madrid en lo que fue mi primer viaje “touristico”  y de entonces si me acuerdo del hotel de medio pelo donde nos alojamos y de cómo llegamos a la capital en tren de vapor que nos llevó hasta la antigua nave de la estación de Atocha, lo que hoy es un supuesto jardín tropical. Era verano y mi padre me hizo vestirme estrambóticamente con una especie de sahariana o guayabera sobre la camisa porque, me dijo, Madrid sigue siendo la capital de España y aquí no se puede ir como en el pueblo. Luego vería que todos los niños y mozalbetes iban con manga corta pero él no mudó su plan primigenio porque, en cierto modo, era un look de diseño y éste, como veremos luego, es muy importante.

Mi padre no tenía ni buscado ni reservado hotel porque entonces no se tenían estos hábitos y el viajero se fiaba de su intuición y apelaba a su buena suerte. Pero cuando yo ya fui médico, tuve mi dinerito, me casé y empezamos a viajar con regularidad, una de las primeras providencias fue hacernos de una guía de hoteles que renovábamos todos los años. Y sobre aquella guía en papel, parca y austera, estudiábamos las propuestas del itinerario, seleccionábamos y hacíamos la reserva por teléfono. Pasados los años, disponemos ahora de Internet donde todo este proceso se hace on-line y rápidamente. En el ordenador se ven los hoteles, sus fotos, sus características y sus ventajas. Me hace gracia la que se encuentra a veces de “gay friendly” pero vayamos a lo verdaderamente escabroso y complicado porque ¿qué quiere decir éso que se lee con cierta frecuencia de “hotel de diseño”? ¿es que todos los hoteles no han sido estudiados y diseñados por un arquitecto y montados y decorados con mejor o peor gusto?

En buena lógica, es de suponer que este apéndice de “de diseño” da a entender un carácter diferenciador y, lógicamente, positivo. Y este carácter no es lo mismo que bonito, coqueto, original, espectacular, grandioso, majestuoso o lujoso. Parece que todo el mundo debiera de tener claro que quiere decir lo de “de diseño” como si éste fuera un concepto de ley natural o innato al conocimiento humano. Y, sin embargo, yo a ciencia cierta no se, con total exactitud, específica y concretamente, de que me están hablando las guías electrónicas. Y si me acojo a la experiencia, no salgo mejor parado. Algunas veces he cedido a la tentación y me he alojado en un hotel “de diseño” para encontrarme como único elemento catalogador con engorros, incomodidades, artilugios incoherentes y adivinanzas de esfinge. Por ejemplo, que en vez de un funcional interruptor de la luz con sus dos posiciones estándar on y off, me las tenga que ingeniar con un artefacto que tamiza, orienta, gradúa, difumina y colorea de forma tal que nunca tengo la iluminación a mi gusto.


Reconozco que una de las pocas cosas por las que quiero ir a Nueva York es para ver el bolígrafo Bic exhibido en el MOMA como pieza de museo. Una auténtica exaltación al diseño. Pero paulatinamente voy haciéndome de la opinión de que la sutil esencia de éste se agota en si misma. Una silla, un vestido, una taza de café son de diseño y basta. No hay nada más en la trastienda. Y me convencí de esta opinión cuando el otro día, en el bar Talula, vi que uno de las expositores de las tapas era también de diseño y yo no observé más que una vulgar, corriente, anodina y funcional vitrina acristalada. Mi coche oficial, no el macarra, tiene unos letreritos mínimos junto a las ruedas delanteras en los que si el paseante se digna agacharse puede leer “Design Giugaro. Y ayer tuve la oportunidad de fotografiar uno de estos adminículos en una situación insólita ya que el vehículo tuvo que servir, por imprevistos de última hora, de coche de la novia de una amiga de Marta. Que nadie piense que es un haiga. No pasa de la mesocracia pero, eso sí, como el vestido de la novia, la vajilla del banquete, la vitrina expositora del Talula y el sayo que me colocó mi padre en Madrid, es de diseño. Y ahí queda todo.

domingo, 10 de febrero de 2013

De la farmacia y la churrería.


Enfrente de la farmacia de la carretera de Santa Catalina, han puesto una churrería. Digo han puesto porque no tengo recuerdo de que este negocio artesano estuviera allí y llevo viéndolo hace un par de meses como mucho. La razón social del establecimiento sanitario es “Ortega y Briones” que no deja de tener un cierto empaque. Ahora con las multinacionales y las franquicias, los nombres de las tiendas adquieren un cierto timbre monocorde y en todas partes te encuentras con los mismos rótulos. A las razones sociales de antaño, frecuentemente formadas por los dos o tres apellidos de los socios, le cabía una impronta más peculiar, más individulizada e incluso, a veces, más fastuosa. Causaba cierto impacto cuando se añadía un toque familiar tal como “González, Manjón e Hijos”, “Algarín Hermanos” o algo más alejado en la genealogía al modo de “Noguera y Sobrinos”. Se sobreentendía siempre que detrás de estos apellidos había personas que eran buenos negociantes, ingeniosos y emprendedores. También recuerdo el lustre que le daba a mi calle de niño el reclamo que hizo instalar mi tío abuelo Antonio, donde rezaba en letras entrelazadas un tanto art decó: “Casa Comesaña. Tejidos, Calzados y Coloniales”. Y colonial era aquel café y aquella azúcar que se vendía a granel envolviéndolo en papel de estraza que el dependiente plegaba con gestos al mismo tiempo ágiles y mayestáticos.

Con el paso del tiempo, quizás ya sólo sean las farmacias las que mantengan esta razón social de apellidos a buen seguro ilustres. Y así nos lo dice la de la carretera de Santa Catalina: “Ortega y Briones”. En cambio, la churrería que han puesto enfrente, tiene un nombre más coloquial, más de andar por casa y se llama simplemente “El Abuelo”. No se trata de un local fijo ubicado en los bajos de una casa, sino de una industria ambulante cobijada en un remolque donde se acomodan sacos de harina, bombonas de butano, garrafas de aceite y la máquina que hace salir la masa para ser convertida en churro tras caer en la inmensa  e hirviente sartén. Tampoco es tienda diaria sino solo de los fines de semana. Así que sábados y domingos por la mañana, aparecen el coche que arrastra el remolque y se colocan en el arcén, justo enfrente de la farmacia. Ignoro como conseguirán los churreros este prodigio de tener siempre reservado este trozo de asfalto, exactamente el mismo, ni unos metros más al norte o más al sur. Y allí quedan farmacia y churrería y entre ellas pasa la barahúnda del tráfico, el bus 6 y algún que otro coche de los muertos del Tanatorio “Arco Iris”. Asia a un lado, al otro Europa y allá al frente el puente de la autovía de Cartagena.


Sin saber exactamente por qué, me ha parecido curiosa esta vecindad. De todas formas y en líneas generales, no es cuestión baladí el tema de las vecindades. Ni mucho menos. “Grande consuelo es tener la taberna por vecina” se dice en la “Cena Jocosa” de Baltasar del Alcázar, poesía que viene en todas la antologías escolares y en las de la llamada cultura general pero que no parece tener vida propia. Teóricamente, la taberna es una buena vecina pero estoy seguro de que no todo el mundo estará de acuerdo con este aserto por razones obvias. Y si la vecindad es de dos negocios, la cosa se complica aun más porque, a las razones de la proximidad y el roce estrictamente humano, hay que unir consideraciones comerciales y de un adecuado reparto de la clientela. Desde este punto de vista, no parece que deba haber ningún reparo, si los negocios considerados y vecinos son una farmacia y una churrería. Impensable que pueda haber competencia. En la farmacia venden medicinas y en la churrería, churros. Por enrevesado que se sea, no es creible que pueda haber el más mínimo conflicto.

Según dice la propaganda que recibimos los médicos e incluso los profanos, las medicinas son productos sujetos a la más elevada I+D+i. Siempre me ha hecho gracia este trinomio que ha venido a sustituir al ya obsoleto I+D y nunca he sabido exactamente que es lo que quiere decir. No es que no sepa de que palabras son iniciales la I, la D y la otra i que es fino escribirla en minúscula. Lo que se me oculta en su esencia intrínseca, su valor verdadero, su última utilidad y, por consiguiente, he llegado a la conclusión de que, en realidad, no hay ninguna, ni esencia, ni valor, ni utilidad. Son una de esas tantas cosas que los vividores del cuento repiten en sus filminas y que la gente se queda tranquila cuando las ve porque hay cosas que creemos obligadas como que salga el león de la Metro cuando empieza la película. Bien, los medicamentos están sujetos a la I+D+i y los fabrican obreros con monos, escafandras y guantes esterilizados que portan pipetas y aparatos de medida muy rigurosos. Los churros, en cambio, los fabrica un churrero o churrera con un mandil blanco y los proverbiales palos de madera. Es una industria artesana y solo el arte y la experiencia dicta cual es la adecuada proporción de harina y agua, cuanta la temperatura del aceite y cuanto el tiempo de fritura.

Así que quedémonos tranquilos. La farmacia “Ortega y Briones” dispensa con tan exquisita profesionalidad como amabilidad los fármacos específicos y la churrería “El Abuelo” expende unos que suponemos deliciosos churros. Todo en amor y concordia y buena vecindad. Yo, por mi parte, me felicito por esta novedad de la carretera de Santa Catalina. Porque por allí seguiremos pasando los fines de semana, camino de la ciudad, y me será grato olisquear, siquiera sea brevemente, el olorcillo de los churros recién fritos sabiendo que, justo enfrente, esta el olor también agradable de las pomadas y embrocaciones que tanto alivian las rodillas doloridas.

domingo, 3 de febrero de 2013

El termómetro (post experimental)


Tiene esta entrada de hoy una connotación experimental. Los experimentos salen bien o salen mal e intuyo que la inmensa mayoría pertenecen a este segundo grupo. El destino último e inexorable de los que salen mal es la papelera, entendiendo ésta como aquel depósito donde se acumula a la espera de la destrucción final todo aquello que no pudo llegar a buen puerto, lo que sólo quedó en el ingenio, tal vez iluso, tal vez torpe, de quien lo diseñó imaginándoselo como ente vivo y funcionante. Pertenecerían también a este grupo condenado e irredento de la papelera, las cartas de amor que nunca se echaron al buzón, las entradas para el cine que se rompieron en dos porque, a última hora, la chica declinó la invitación, el soneto a Cristo Crucificado o a la amada etérea escrito en una cuartilla que no abandonó jamás la habitación donde se redactó porque los versos eran ramplones y los tercetos chirriaban, la proclama para colocar en la puerta de entrada del edificio que se consideró demasiado conflictiva, las pareados para la despedida de soltera que después se encontraron carentes de gracia a con insulsa picardía. También hay experimentos más contundentes como aquellos misiles que, a falta de un circuito electrónico más imaginativo, carecen, al final de poder de masacre que se le suponía y se les hace explotar, sin pena ni gloria, en medio del mar, como cohete fuera de tiesto de una feria pueblerina.

Me imagino que será también ingente, la cantidad de entradas de blogs que nunca llegan a publicarse y que se borraron de manera irreparable de las memorias de los ordenadores. ¡Que nadie se engañe ni sueñe inútilmente! No hay paraíso ni infierno a donde vayan a parar estas páginas. No hay cementerio de los elefantes donde algún aventurero pueda encontrar este tesoro. Así, cuando voy por la palabra 280 del post, no sé a cierta cierta si éste llegará a publicarse. Porque, repito, lo estoy escribiendo como un experimento. Tengo una idea clara de lo que quiero contar pero aquella parte de mi intelecto, de mi volición, aquella que mantiene el discurso encarrilado y aquella que se encarga de controlar los últimos y finos procesos neuromusculares que consiguen que palabras coherentes aparezcan en una pantalla de proceso de datos, aquellas todas, están transidas y mustias. Me ha estragado la enfermedad durante la última semana y no es cosa aquí de contar miserias ni casos clínicos. Solo echarle la culpa al virus o a cualquier otra miasma de las que se levantan con el invierno y con el frío. Y baste saber que hubo fiebres y dolores, mareos y desaplomos, estornudos sin cuento y mocos sin abasto de pañuelos, estómagos desfarfalados y miembros aniquilados. Tanto sería mi mal, que el humo del cigarrillo atufaba el seso y lo más malo de lo peor, alguna glándula repelía el vino considerándolo indeseable y olvidando concordias y lujurias tan recientes. Y como digo que este post es experimental y de dudoso destino último, me permito expresar aquí que, libre de taninos, tartratos, polifenoles, antocianinas y sulfitos mi caca se ha vuelto de un precioso color y aspecto, marróncito claro de consistencia semipastosa que recuerda a la de un sano y sonriente bebé.

Pero yo no quiero esa caca saludable. Ni quiero tener que ponerme el termómetro aunque, hombre civilizado, comprendo que forma parte de un ritual que dice mucho sobre la evolución de nuestra enfermedad. Y de esto quería hablar, de que los termómetros suelen morir en su viaje inaugural como el Titanic. Tal vez fuere más ilustrativo decir que su cortejo apareatorio es muy breve, brevísimo y el himeneo queda consumado en un primer acto sin prolegómenos. Es cierto también que, a cambio de ésto, pueden tener luego una vida funcionarial extremadamente larga. Es cosa de imaginarse el hogar en paz y buena salud. Nadie está malo y nadie echa de menos el termómetro. Pero un día, ora el abuelito, ora el nietecito, empiezan a decir que se encuntran mal, que tienen mal cuerpo, que les duele la cabeza, que tienen escalofríos. “Debes de tener fiebre. Vamos a ponerte el termómetro”. Pero ¡ay! no aparece el sencillo instrumento. Se rebusca por los cajones en vano, se hace memoria y se recuerda que el último se rompió, o se estropeó o se le dejó a una vecina y nunca más volvió. Así que hay que mandar a una expedición a la botica de guardia para que compre uno nuevo. Ya es un chisme digital, dotado de un sensor en un extremo y de una pantallita en el otro. El enfermo se lo coloca en la axila, se espera un tiempo prudencial y se procede a su lectura: “38,3...¿lo ves? Tienes fiebre”. Así que el pobre termómetro, en su primer uso, ya ha marcado el mal, la enfermedad, la fiebre.

Naturalmente que cabe objetar con cierta razón que el termómetro está hecho para éso, que ése es su fin último y su destino final. Pero pienso que debe haber muchos otros aparatos, innumeros sistemas de medida, que no marquen lo anormal, lo raro, lo peligroso, lo patológico en su primer acto de servicio. Sin salir del ámbito médico, sería raro que un electrocardiógrafo, nos registre, por salir de su caja de embalaje y colocar los electrodos, los signos inequívocos de un infarto. Y ¿a quien en el primer viaje con su coche nuevo a estrenar le saltan el ABS, el BAS, el EDB, el ESP y el TCS?. Y volviendo al termómetro, es de suponer que si éste es de uso casero, estará ya mucho tiempo sin marcar fiebres o hipertermias pero ya con un hálito de precoz consumación, como la mariposa del gusano de seda, fecundada casi por salir del capullo.

Y concluye el experimento que consistía en ver si un ser humano de normales cualidades podría escribir una entrada de blog con la(s) neurona(s) enmustiada(s). Aquí queda y debe publicarse porque, en realidad, las ideas, triviales, geniales, vulgares, gloriosas, tienen vida propia independiente de quien las sacó a la luz.