domingo, 30 de octubre de 2011

Mi funciones en "El Corte Inglés" ( y II )


La semana pasada conté lo de aquella memorable ocasión en la que me pidieron fuego cuatro veces. Pero luego vino el corralito de fumadores y después nos arrojaron a la calle. No me quejo. Ahora, cuando voy a “El Corte Inglés”, fumo debajo de la marquesina. Por suerte, se coloca cerca un acordeonista callejero y el tráfico de las gentes es entretenido. La música da un tinte bohemio al cigarrillo y los paseantes parecen padecer nostalgia de tiempos mejores. Además, mi pose de pasmarote mirón, debe atraer al público por lo que, en bastantes ocasiones, hago de informador desinteresado. Se me acerca una señora bien. Yo, por lo que pueda pasar, doy una larga calada de humo pero se limita a preguntarme que dónde está el edificio “Alba”. “Al final de esta calle, a la derecha, señora”. Me da las gracias, se despide y, por ahora, ahí queda la cosa. Viene ahora un señor que dice ser turista y que, de camino de Benidorm a Málaga, ha decidido entrar en Murcia para conocerla. Me pide información sobre que monumentos o cosas bonitas pueden verse en la ciudad pero se apresura a añadir que ya ha visto la Catedral, el Casino y que ha llegado hasta una plaza redonda con una fuente muy grande en el centro. Así que me veo en un brete porque, en realidad, ya no hay más que ver, no, al menos, para un turista desoficiado, que sólo va a pasar dos o tres horas aquí. Pero, en parte por amor a la tierra y en parte porque me daba pena de aquel pobre hombre, le sugerí que se acercase a ver los restos de muralla de la plaza de Santa Eulalia. Se lo dije sin convicción: no deja de ser un tanto cruel mandar a los curiosos a que anduvieran un buen trecho bajo el sol para ver cuatro piedras y más cruel hubiera sido invitarlos a visitar el Museo “Ramón Gaya”, provinciano y enclenque. Quizás la mirada intuitiva de aburrimiento, que echó la niña que le acompañaba, alertó al turista quién meditó mi propuesta durante unos segundos para preguntarme entonces que donde se podía comer barato y bien. Le alabé esta sabia decisión y le informe lo mejor que supe.
Y cuando ya voy a dar por terminado el cigarrillo, se me acerca un hombre mayor que viste pantalones cortos y una camisa que lleva con los faldones por fuera. “¿Aquí hay servicios?” y señala la puerta del gran almacén. Entre profesional y maliciosamente le iba a decir: “La próstata anda jodida, ¿eh, compañero?” pero me abstuve y le contesté servicialmente: “Si señor. En todas las plantas, menos en la primera”. No pareció convencido: “Bueno, voy a entrar a comprarme unos pantalones cortos como éstos”. “No tiene usted que comprarse nada. Usted entra, busca los servicios, hace lo que tenga que hacer y se va tranquilo y en paz”. Debe ser grande su necesidad o su turbación, pero se queda dubitativo y, casi sin despedirse, se pierde entre la barahúnda de potenciales clientes.
Ahora sí. Ahora ya he terminado el cigarrillo y me acerco hasta el gran cenicero dispuesto providencialmente junto a la puerta de entrada. Se trata de un receptáculo metálico provisto de cuatro patas. Allí hay arena dorada con pequeñas dunas lo que lo dota de cierta estética zen, de esos jardincitos aburridos para el cuento, ciertamente chino, de la meditación. Y en esa arena, espiritual y mística, se clavan cómodamente las colillas para que la última brasa muera asfixiada. Así lo está haciendo, de espaldas a mí, una mujer o, al menos, éso creería cualquier observador apresurado. Yo me dispongo también a usar el cenicero, me sitúo junto a la mujer y ahora veo que, en realidad, es una colillera. Ha escogido buen sitio, ahí donde la cosecha es buena. Por una parte, las colillas son grandes ya que mucha gente tira el cigarrillo que venía fumando por la calle a medias. Por otra parte, como basta semienterrarlas, quedan enhiestas y no aplastadas contra el suelo. La colillera es una chica joven y no parece especialmente mal vestida o desaseada. En el puño izquierdo, cerrado con suavidad, sin apretar, lleva las colillas que asoman entre los dedos. Un impulso repentino me obliga a decirle: "¿Quieres un cigarrillo?". Ella me mira muy seria y no contesta. Posiblemente, no se fía de un desconocido supuestamente amable. Abro el paquete y le doy unos cuantos Chester que coge con la mano derecha. Ahora sonríe con dientes blancos: “¡Dios te bendiga!”, me dice. Yo le digo adiós y me apresuro a irme porque estoy confuso y la situación me resulta violenta, sin saber exactamente que es lo que debo hacer o decir.
Cumplidas, pues, mis funciones en “El Corte Inglés” es hora de recoger el coche y venirme a casa. Y luego, durante el aperitivo, me pregunto si la señora bien encontraría el edificio “Alba”, si el turista se acercó hasta las cuatro piedras de Santa Eulalia o decidieron irse a comer al “Cónsul”, si el buen hombre de los pantalones cortos encontró favorables los aseos y, sobre todo, con quién compartiría la colillera los Chester de la ignominia.

domingo, 23 de octubre de 2011

Mis funciones en "El Corte Inglés" ( I )

Pues no es que los corralitos de fumadores fueran, en puridad, aburridos pero si es cierto que los que allí entrábamos éramos, poblacionalmente hablando, un grupo más homogéneo que los ocupantes del salón general. En éste, se convivía o se coexistía con todo el mundo y con todas las edades, en particular con niños y aun con bebés. Y así pasó lo que pasó. En aquel tiempo, no había hecho yo más que encender el cigarrillo cuando entra por la puerta de la cafetería de “El Corte Inglés” una familia compuesta por un abuelito, una abuelita, un papá, una mamá y un bebé de sexo ignorado pero el detalle no hace al caso. Ocupan una mesa cercana a la mía y con gran prosopopeya se disponen a darle el biberón al bebé. Todos a una deciden que es necesario calentar el agua acudiendo a la barra para que el servicial camarero meta el frasco de la tetilla en el microondas. El abuelito se ofrece voluntario con gran entusiasmo: “¡Yo voy, yo voy, yo voy...!” y así lo hace volviendo al pronto con el agua caliente. La mama prepara la leche con el justo número de medidas de polvo mientras el bebé espera pacientemente. Cuando a mi me parece que ya está todo dispuesto compruebo que falta un importante requisito: comprobar que la temperatura de la leche es la idónea. La mamá procede amorosamente a echarse una gotitas en el dorso de la mano y exclama: “¡Está caliente, está caliente, está caliente...!”. Luego el papá repite la acción y dice también: “¡Está caliente, está caliente, está caliente...!” Le toca el turno a la abuelita que hace y dice lo mismo. Así que, más decidido, el abuelito interviene. Se echa las gotitas en el dorso de la mano pero, no contento con ésto y para superior dictamen, da unas suaves lamidas con la punta de la lengua y exclama: “¡Sí, sí, sí...está caliente, está caliente, está caliente...!”. La infinita misericordia de Dios quiso que, en aquel punto, terminase el cigarrillo y pude apagar la colilla para salir de la cafetería abandonando al bebé a su triste suerte.
Y en aquel tiempo también, ocupando el mismo lugar, enciendo el cigarrillo y, al punto se me acerca una señora: “¿Me da fuego, por favor?”. Hombre caballeroso, me levanto, acciono el encendedor y acerco la llama a su cigarrillo. Esta gesto me supuso perder una calada del mío pero la di por buena. Al poco de sentarme, se me acerca un señor. “¿Tiene fuego, por favor?”. Pues bueno, me levanto y hago lo mismo que con la señora con lo cual pierdo otra calada. No habrían pasado diez segundos cuando se allega a mi mesa un vejete tal vez algo demenciado: “Dame fuego, hijo”. Bastante mohíno, me levanto por tercera vez y accedo. El vejete puede encender su cigarrillo y se queda ramoneando cerca de mi mesa. Y hasta él se viene un chico joven con el cigarrillo en los labios y oigo que le dice: “¿Me puede dar fuego, por favor?”. “No hijo, lo siento, yo no tengo fuego pero ese señor -y su dedo tembloroso me señala- si tiene...”. Veo con espanto que el chico joven se dirige hacia mi por lo que pierdo la paciencia y lleno de justa cólera, me levanto de un salto, vuelco la mesa y la silla, tiro la colilla del cigarrillo que había ardido tan infructuosamente y el encendedor al suelo, me meso los escasos cabellos y digo a voz en grito de forma que pudo oírme toda la cafetería: “¡¡No, ni hablar, se acabó, este señor ya no le da fuego a nadie más. Un cigarrillo perdido que no me habéis dejado fumármelo en paz...!!” Todos miran estupefactos, los camareros quedan petrificados con la bandeja en la mano y el croissant se queda inmóvil junto a la boca goteando café sobre la camisa. Un silencio de muerte se adueña del salón y yo lloro convulso y con grandes lagrimones y, aprovechando la coyuntura, me voy sin pagar.


Y dejo detrás de mí, en la cafetería, una neblina lánguida y tristona, la neblina que siempre rodea a los proyectos empezados y fracasados.

sábado, 15 de octubre de 2011

La caca del elefante.


Pues sigamos hablando de A.B. a quién dejamos en el post anterior enfrentado a como identificarse ante le severa voz que, detrás de la puerta, así se lo exigía. Resumo diciendo que A.B. fue conmilitón mío en el colegio de los jesuitas y luego en la Facultad de Medicina de Sevilla y hago gracia de cuánta aventura hubo y de cuántas veces anduvimos nocherniegos por calles y callejuelas para acabar acostándonos a las claras del día, casi siempre con el regusto del fracaso, regusto que en un principio es amargo pero al que luego te acostumbras. Vayamos a lo serio e importante. Los jesuitas nos explicaron a ambos la diferencia entre verdad lógica y verdad ontológica. El temita se las trae y da para mucha literatura. Desde Platón a Descartes, pasando por San Agustín, tres figuras del pensamiento a quién es obligado citar cuando se escribe de estas cuestiones tan abstrusas. Así que, según mi recuerdo y entendimiento, queda definida -aunque solo sea a los meros efectos de su ocurrencia en este blog- la verdad lógica cómo la adecuación del pensamiento a la realidad y la ontológica cómo la adecuación de la realidad al pensamiento. ¡Qué nadie se me devane los sesos intentando comprender! Y menos si está abstemio en la mañana plácida del fin de semana. Porque estas cosas son para hablarlas en la barra del bar, con un buen compañero de fatigas y siempre y cuando que no haya confidencias de por medio. Sólo la regular sucesión de cañas puede dar la fluidez mental y la necesaria verborrea concomitante como para enfrentarse a semejante drama del conocimiento humano. Y contando con un camarero servicial e inteligente que actúe de moderador sin dejar por éso de llevar la cuenta de las consumiciones. De momento, baste saber que la verdad lógica es la que podemos tener los humanos mortales y la ontológica sólo le es dada a Dios Todopoderoso.
Sin embargo A.B., en un alarde de osadía, se irrogó la potestad de poseer la verdad ontológica, según su propia y verídica declaración, lo cual le permitía tener asertos sin fundamento ninguno para el resto de la humanidad. Por ejemplo, afirmaba como cosa absolutamente cierta, que los pisotones de las cabras son extremadamente dolorosos. A la lógica pregunta de: “¿Te ha pisado a ti alguna?” contestaba con un no rotundo y añadía que tampoco sabía de nadie que hubiese sido pisado por una cabra para contar y ponderar la experiencia. Pero nada de ésto era óbice para que la verdad absoluta de las dolorosas pisadas del montaraz animal se mantuviese. Yo, ente racional, trataba de divagar contemplando que, dado que existen los llamados caminos de cabra, era de suponer que ésta tuviese las pezuñas muy duras de tanto transitar por ellos y que de ahí se podía inferir que sus pisadas a un pie humano fuesen muy traumáticas. Él refutaba como baladí mi razonamiento y volvía a insistir que aquello era cierto y que debía ser creído por ser verdad ontológica.
En otras ocasiones, viniese o no a cuento, A.B. explicaba que la caca de los elefantes huele muy mal. Cómo por instinto y para alejar esa peste evocada, encendíamos a la par y en libertad un cigarrillo aprovechando la misma cerilla. Tras la primera calada, le preguntaba que si la había olido alguna vez y el volvía a contestar con un no tan rotundo como el anterior y proseguía comentando que en ningún libro de Historia Natural iba a encontrar semejante información. Yo volvía a ejercer de abogado del diablo, tratando de hacerle ver que, seguramente, no era un problema de calidad sino de cantidad. Esto es, el elefante debe hacer mucha cantidad de caca y, por tanto, el mal olor se extendía más y era cuantitativamente más intenso. Pero A.B. mantenía su aserto diciendo que, si en la balanza de la Justicia o en la del mercader de Venecia, se pesaban 50 gr. de caca de elefante y la misma cantidad de la de cualquier otro animal, incluido el humano, la primera emitía un olor inconmensurablemente peor que la segunda. “Aunque fuera la mierda de esa niña mona que está ahí” y señalaba a la chica del otro extremo de la barra, añadido éste que, aunque hiciera gráfico lo considerado, tiene un tinte machista execrable pero, dada la edad y las circunstancias, es digno de perdón.
Cabe preguntarse ahora, pasados ya muchos años, porqué A.B. no empleaba su supuesto conocimiento de la verdad ontológica en cosas y asuntos más sustanciosos que saber que la pisada de una cabra es dolorosísima o que la caca del elefante es la que peor huele. En realidad, estos asertos encajarían en el llamado saber popular, que no hay que confundir con frases hechas y lugares comunes. Aunque ellos no lo sepan, pienso que muchas personas con las que me cruzo también están poseídas de la verdad ontológica y que, por tanto, adecuan la realidad a su pensamiento, cosa ésta grave si la citada persona posee algún título de dominio sobre mi o sobre el grupo. Bueno será entonces que reivindiquemos la verdad lógica, que nos enteremos de lo que pasa a nuestro alrededor y adecuemos nuestro pensamiento a esa realidad constatable. Es más triste, por supuesto, y nunca sabremos si la tierra es redonda o si gira alrededor del sol, pero sin duda, viviríamos mejor los unos con los otros.

sábado, 8 de octubre de 2011

Y...¿quién es Yo?

Me lo contó A. B., amigo y compañero de Facultad, nada más verme por los patios docentes o tal vez en la cafetería o en uno de ésos descanso entre clase y clase que muchas veces se prolongaba más de lo que marcaba el bedel. Había ido a visitar a un tercer conocido a quien llamaremos A. V. al hospedaje donde paraba. Describió el lugar como lóbrego y de poca confianza. No se si exageraba porque A. B. era amigo de exagerar. Quizás su expediente académico no fue tan brillante como merecía su inteligencia porque exageraba también en los exámenes del saber médico, escribiendo que la enfermedad cursa con dolores muy intensos cuando, en realidad, eran solo intensos o que el mal causaba hemorragias copiosísimas aunque eran solo copiosas o que el afectado quedaba tetrapléjico, si bien solo permanecía con hemiplejía.
El caso es que ponderó durante largo tiempo cómo y cuánto de oscuro y miserable eran la calle barriobajera, el portal de acceso y la escalera de subida. Debía de ser grande la necesidad que sentía de ver a A. V. porque, a pesar de todo ello, decidió llamar al timbre de la vivienda. El timbre sonó y una voz de mujer desde dentro preguntó: "¿Quién...?". En este punto de la narración, A. B. bajaba la voz como recurso escénico que hiciese más evidente la zozobra que sintió en aquel momento pues no sabía cómo identificarse. Entonces se limitó a contestar: “¡Yo...!”. Pero la voz de mujer del interior fue inclemente y contraatacó con una pregunta más mortal y sibilina que las que hacía la esfinge de Tebas: “Y...¿quién es Yo?”. No recuerdo ya si decidimos dar el descanso por terminado pero hasta aquí llega la historia. Si A.B. llegó a ver aquella mañana a A.C. en lo que hemos de suponer era lúgubre mechinal y qué asuntos se trataron en aquel encuentro, me es desconocido.
Pero queda para el recuerdo y la actualidad, la transcendencia de la pregunta de la desconfiada maestresa. La frase “Y...¿quién es Yo?” la repito con frecuencia para mis adentros o incluso en un susurro cuando contemplo o intuyo la lucha para afianzar la personalidad. A veces nos sentimos privados de ella o, en todo, caso es tan frágil y huidiza como la de A. B. ante aquella puerta siniestra. Sentir que Yo es alguien es gran deseo humano. Algunos quieren más, quieren ser importantes, o ricos, famosos y poderosos. La mayoría nos conformamos con nuestra propia, aunque sencilla, identidad. Pero no la que nos otorga el D.N.I o el pasaporte o la tarjeta de afiliación al Sistema Público de Salud, sino la de individuos únicos e irrepetibles entre toda la magnitud del Universo y, por tanto, perfectamente reconocibles cuando decimos “soy Yo”.
Y queda lo más peliagudo: queremos que Yo sea eterno o, al menos, inmortal. El miedo a la muerte es fundamentalmente el miedo a que Yo se desvanezca en polvo. Porque aunque la Humanidad agradecida decida poner una placa o erigir una estatua de bronce, aunque quede el recuerdo, Yo quisiera ser Yo siempre. Unamuno le gritaba a las piedras de Salamanca: Di tú que he sido...”. Tal vez lo sigan diciendo esas piedras que recorro camino del cigales del Crespo pero yo no lo oigo, entre otras cosas porque hay momentos en los que me apremia más el vino que las melancolías de santones. Además, ya la madurez, afortunadamente, me permite tener mis propias melancolías. Las ideas se fueron y se irán los pensamientos, los deseos, los logros, las inquietudes, los fracasos y los abandonos. Y ahora, recién muerto Steve Jobs, miro a esta pantalla del Mac de los afanes o paso el dedo por el iPad y pienso que también deberían decirme de Jobs lo mismo que la piedra dorada de Salamanca de Unamuno. Pero están ahí, silentes, porque también la madurez me permite ser un visionario e incluso un esteta
Así que Yo escribe estas líneas, se toma un café o se bebe una copa de vino. Y ve enfermos a los que trata de curar y pasea por la carretera de Santa Catalina. Y ahora tengo claro que la peliaguda pregunta de la maestresa tiene una sola y contundente respuesta. “Y...¿quién es Yo?” Pues Yo. Y tengo claro también que Unamuno, Jobs y un servidor, somos tocayos. Si se nos pregunta qué quienes somos, basta con que respondamos: ¡Yo...!