lunes, 28 de noviembre de 2011

La aceituna rellena de Alcoi.

Con la brevedad de lo bueno y de la precariedad del dispositivo móvil que uso. Pero es necesario venir a Alcoy para visitar la casa madre de las aceitunas rellenas de anchoa. !Gran invento como pocos el que tuvo lugar aquí! El paradigma de la tapa, la plenitud del aperitivo, el acompañamiento ideal de la cerveza. Así que me fotografío orgulloso en el reclamo de la fábrica El Serpis y hago mío el goce de tan sencillo alimento. Y no son necesarias bonitas palabras. Quedénse éstas para los fabricantes desoficiados (y normalmente falsos) de bonitas palabras. Porque los ramplones solo queremos hacer nuestro trabajo y premiarnos luego con la hermosa sencillez y la gula venial de la caña y el esplendor del platito de aceitunas rellenas.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Días de libre disposición.


En su día, me perdí irreparablemente los días de nupcialidad. Me refiero al permiso que la providencia estatal, de la cual dependía y dependo, concede a aquellos de sus empleados que van a contraer nupcias. Yo no sabía que aquella benignidad existiese. Y ¿cómo lo había de saber si era poco más de un mozalbete que se casaba por amor? No acudí, por tanto, a ningún sindicato ni de clase, ni amarillo, ni horizontal, ni vertical ni llamé, a través de operadora, a ninguna oficina ministerial y espesa para que me informasen. Bastante tenía con llamar, con toques de nudillo comedidos, a la ventana de la que ahora es mi mujer, ventana debajo de la cual aun salía la toma de tierra del telégrafo. Pero ésto de la toma de tierra y sus colaterales es un detalle harto importante que merecerá su propio post cuando convenga. Baste por ahora repetir que perdí irreparablemente los días de nupcialidad.
Es cierto que la culpa no es totalmente mía sino que en la comisión del delito participaron buenos amigos. Digo que, en la ignorancia de que existían quince días de permiso para el evento boda, decidí solicitar mi mes de vacaciones reglamentarias. Me dirigí al Ayuntamiento de mi pueblo, donde los amigos actuaban, para que me mecanografiasen la proverbial instancia. Y uno de ellos, ya desgraciadamente muerto, me aconsejó: “¡Pon que te vas a casar!”. “Hombre, mire usted, no hay que poner éso porque me corresponde un mes de vacaciones y no tengo que dar explicaciones”. “Pues tu pon que te vas a casar porque si no, no te las dan”. “Pero ¿cómo no me las van a dar si es mi mes de vacaciones?”. Así las cosas y pensando inocentemente que no tenía nada que perder accedí y, entre todos, redactamos una tan bonita como emotiva instancia en la que rogaba a la superioridad correspondiente que tuviera a bien concederme un mes de vacaciones para ir a casarme con objeto de formar un hogar y recibir los hijos que me mandase Dios para el engrandecimiento de la Patria. Pero, el día antes de partir hacía Salamanca en el traqueteante 2 CV, llegó quien me había de sustituir que resultó ser el también amigo Luis Jesús, compañero de Facultad aunque de un curso posterior, quien, en la convidada de la barra de bar me comentó: “Me han dicho en Sanidad que a ver si se te va a ocurrir luego pedir los quince días de nupcialidad”. Pero yo oí aquello como zumbido de moscas y me limité a pedir otra ronda.



Ahora, más viejo, más miserable y mezquino, casado ya para siempre y curtidamente condecorado con muchos trienios, rememoro con un crujido de dientes aquella pérdida tan inmensamente notoria y convengo conmigo mismo en que la sociedad en general y mi empresa en particular tienen una enorme deuda que pagarme. Así que, con total tranquilidad de conciencia, me tomo los días de libre disposición que, en venganza, me corresponden. Tampoco ahora acudo a sindicato alguno. Me limito a mirar una planilla, sabiamente dispuesta en el tablón de anuncios, por el Coordinador del Centro de Salud que es mi superior inmediato.  Sabidos los días de que dispongo y mediante un programa informático, solicito uno y otro más. Es de admirar la grandísima lista que se despliega cuando activas donde dice “Tipo de permiso deseado”. Supongo que allí vendrá también “Nupcialidad” pero no quiero ni mirarlo para no volver al rechinar de dientes. Aprendida la lección, ni que decir tiene que, en el apartado “Observaciones” no hago constar nada, ni que me voy a casar ni que tengo que acudir a un evento, sea boda, bautizo o comunión. Los días son míos, me los deben con creces y punto.
Sé que estas mejoras, estos logros, estos disfrutes y estos devengos, son el último eslabón de la lucha de idealistas, soñadores y entusiastas. Pero ¿quién piensa ahora en ellos cuando ya sobre sus cenizas se sientan acomodados oficinistas? Yo aporté mi grano de arena a la lucha al perder mi permiso de nupcialidad y con éso basta. Así que en los días de libre disposición, si no hay que acudir a parte alguna, me dedico a pasear por la ciudad, a tomar café tranquilamente o a comprar vino y aceitunas rellenas en el supermercado de “El Corte Inglés”, ésto es, a no hacer nada práctico.
Y a propósito de lo práctico ¿qué he oído de unos sobres que había que utilizar hoy?

domingo, 13 de noviembre de 2011

La gasolinera, el destierro y la espuma de la cerveza


La buena costumbre de colocar el coche de forma que el costado donde está la boca de carga del carburante coincida con el surtidor no me la enseñaron los jesuitas. Supongo que sería porque entonces los adolescentes no teníamos coche. Pero hago la maniobra tomando está prevención para evitar tener que alargar la manguera en exceso y para que ésta no roce y ensucie la carrocería. Creo que en este blog se ha hablado de la gasolinera de la carretera de Santa Catalina pero, en realidad, a donde yo más acudo a repostar es a la que está a la entrada de Algezares, recorriendo para ello un breve tramo de la Costera Sur. Lo hago por tres motivos, el primero de los cuales es que su lavadero me resulta más cómodo y sencillo. El segundo es que dispone de un moderno aparato para darle aire a los neumáticos. Es cierto que cuesta un euro utilizarlo ( 25 céntimos por rueda) pero su manejo es fácil y el manómetro, digital y automático, se supone que exacto. El último y más irrelevante es que el servicio es asistido y digo irrelevante porque llevo bien lo de ponerme los guantes de plástico con cierta prosopopeya, como cuando voy a explorar heridas, supervisar curas o ¡ay! realizar un tacto rectal y servirme yo mismo manejando con soltura el boquerol.
Conocí los surtidores manuales de gasolina, los que disponían de dos cilindros verticales y aforados de cristal. El operario giraba una manivela para cargar los cinco litros de cabida de cada cilindro y se veía como el líquido, inflamable, viscoso y mate, de un color oro viejo como el de algunos vinos, subía de nivel burbujeando. Luego se accionaba otra vez la manivela para hacer que la gasolina se vertiese en el depósito. También se usaba una manivela para arrancar el motor, tras cebarlo, atrasar el encendido y cerrar el estrangulador. Recuerdo perfectamente aquel artilugio y aun el agujero en el que se introducía hasta el cigüeñal y luego supe que, si el chaffeur era poco hábil o demasiado confiado, la arrancada provocaba su giro intempestivo, golpeando la muñeca y produciendo una fractura de Colles. Era la época en que los trasiegos de gasolina de depósito a depósito eran frecuentes, dada la precariedad del servicio. Para ello, el chaffeur se servía de un tubo de goma por el que aspiraba con la boca consiguiendo que el líquido fluyese. Luego venía el sonoro escupitajo para eliminar los restos.
Por curiosidades del recuerdo, tengo asociadas las gasolineras a la pena de destierro y a la espuma de la cerveza. Estando en el colegio de los jesuitas, ya al final del bachillerato, llegó un compañero nuevo. Posiblemente omitiendo detalles sustanciosos, mi padre me contó la historia. El padre del compañero regentaba un taller mecánico y una gasolinera anexa. De manera quizás adelantada a la época, este hombre colocó allí un par de chicas. El caso es que iba a repostar un marquesito que empezó con la manía de decirle galanuras y requiebros a las chicas. No sé si se propasó, pero el padre de mi compañero le advirtió de que fuera más comedido y, como quiera que el marquesito no le hizo caso, terminó propinándole una bofetada. Hubo el consiguiente juicio y el defensor de la honra de sus empleadas, terminó condenado a destierro a una distancia mínima de 30 kilómetros. Se mudó la familia y así es como vino a parar a mi clase el nuevo compañero. Cuando llegó el día de la fiesta del pueblo de origen, los desterrados quisieron celebrarla en el exilio y nos invitaron a su casa a algunos amigos. Allí me sirvieron una cerveza pero, al irla a echar en el vaso, el compañero me preguntó: "¿Cómo la quieres? ¿Con espuma o sin espuma?". Yo era un bebedor novel, totalmente inexperto -quizás fuese la primera cerveza que bebí en mi vida- y no comprendí el alcance y transcendencia de la pregunta. Salí del paso como buenamente pude pero aun recuerdo al amable compañero sin saber que hacer con el cuello del botellín posado sobre el borde del vaso.

Pienso en todo ésto en la mañana otoñal, cuando el sol ya despunta sobre la Costera Sur, cuando voy camino de la gasolinera de Algezares con mi coche macarra discretamente maqueao. Allí asisten también, como en la del padre de mi compañero de colegio, unas chicas muy eficientes y amables que manejan con igual pericia la boca de carga y el boquerol como la tarjeta de crédito. Las veo atractivas con su mono de trabajo, su chaleco reflectante y sus botas de reglamento. Ya todo es moderno, los surtidores, el lavadero, el manómetro del aire de los neumáticos. Y esa tienda donde, además del lubricante y el líquido del radiador, venden desde pan a periódicos. Y pienso también que ya en la literatura médica no figuran los golpes con la manivela de arranque de vehículos como mecanismo de producción de la fractura de Colles. Todo éso ya es historia y pieza de museo.
Desgraciadamente, quizás solo siga siendo actual la figura del marquesito. Me imagino que estas chicas de la gasolinera habrán tenido que aguantar alguna que otra impertinencia de esa nobleza a quien el título se lo ha dado el diablo y los malos instintos. Así que, probablemente, algún día me encontraré con otro desterrado por causa de una bofetada. Y como nos haremos amigos, me invitará el día de la fiesta de su pueblo. Ya no hay ningún problema: sé perfectamente lo que tengo que decir cuando me pregunte si la cerveza la quiero con espuma o sin espuma.

domingo, 6 de noviembre de 2011

La Gran Tribulación del Tranvía de Murcia.


El pasado día 1 de noviembre fue festivo. Se conmemora a Todos los Santos que en el Cielo son. En la liturgia católica, una de las lecturas de la misa es el pasaje del Apocalipsis (Ap 7, 9-17) donde el autor nos narra como, en su visión, ve a una inmensa muchedumbre vestida de blanco y un anciano le explica que esos son los que han salido de la Gran Tribulación. Deseoso, pues, de tener yo también un tan grande tribulación, decidí montarme en el tranvía de Murcia para que me llevase hasta el estadio de la Nueva Condomina y el centro comercial de igual nombre, juntos los dos el uno del otro. Así que el objetivo era, ni más ni menos, que coger el tranvía en la Plaza Circular, ir hasta el destino citado y regresar con bien. Todo en la misma mañana de cementerios, tumbas y flores. Ana, previamente avisada y entrenada, me acompañaría en la aventura.


El tranvía de Murcia es una de estas bonitas obras de la grandilocuencia y la providencia municipales. De momento, funciona la línea 1 que tiene un curioso trazado en U y puede llevar al viajero desde las Universidades (la UMU y la UCAM) hasta el corazón de la ciudad y, de ahí, a la Nueva Condomina. Los trenes y las marquesinas de las paradas son de un bonito color verde manzana y la catenaria y sus soportes ofrecen un contraste de esbeltez y modernidad a juego con las seculares palmeras huertanas. Aunque de vocación pedánea, nada hay en este montaje de ingeniería que haga presuponer desgracias, descarrilamientos, electrocutamientos, túneles que se hundan o puentes que se desmoronen. Pero el avatar de los grandes viajes siempre esta dispuesto a darnos alguna sorpresa. Quizás sea por éso por lo que Ana se presentó a la hora - las diez de la mañana - y lugar convenidos, comiéndose a dentadas una manzana, concepto tan bíblico como el de la Gran Tribulación. Mirados y estudiados concienzudamente horarios, paradas y precios y las distintas admoniciones en castellano e inglés, fuimos hasta una terraza de la Plaza Circular a desayunar sin querer pensar en que bien podía ser el último. Y, dentro de esta actitud preventiva, no dejamos de llevarnos el botellín de agua por lo que pudiera pasar en los secarrales que teníamos que atravesar.



De vuelta a la parada, el panel luminoso nos informa de que el próximo tranvía pasará dentro de quince minutos por lo que, para aprovechar el tiempo, nos vamos andando hasta la siguiente, de nombre “Marina Española”. Allí sacamos los títulos de transporte en la máquina expendedora por 1, 35 euros cada uno. Y ya se aproxima el tranvía tocando la campana, se para, abre sus puertas neumáticas y, sin vacilación, lo abordamos. Una voz de mujer va cantando las paradas y, en cada una de ellas, se detiene el tren y vuelve a abrir y cerrar sus puertas con gran parafernalia de pitidos y mecanismos que chascan. Recuerdo, y alguna se me olvidará, “Los Cubos”, “Churra”, “Príncipe de Asturias”, “La Ladera”...y así hasta “Estadio Nueva Condomina” donde la voz de mujer añade “final de trayecto”. Descendemos ilusionados a un andén de cemento en cuyo extremo dos grandes y férreos topes indican bien a las claras que ahí se acaban las vías y el mundo conocido con ellas.



El centro comercial está solitario y aburrido, las tiendas cerradas y el interior desierto. Afortunadamente, ya empiezan a funcionar bares y terrazas y nos tomamos un bien merecido café con su cigarrillo por mi parte. Podemos incluso comprar unos divertidos donuts rellenos y de colorines fantasiosos. Y vuelta al tranvía que ahora espera anacrónicamente junto a una rambla mientras el sol calienta las catenarias de 700 voltios de corriente continua. Para hacer fotos de este paisaje arisco y bonito, decidimos ir andando hasta la parada del “Thader” por carreteras y vericuetos, por puentes sobre la autovía y por aceras desastradas, en un compendio de estos contrastes entre urbe y campo que son tan frecuentes y gratos en Murcia. Conseguido el reto, esperamos junto a un curioso paso de peatones que une el andén con un terraplén después del cual se supone que estará el fin del mundo por lo que solo es de esperar que vengan por ahí zombies o extraterrestres. Ya  llega otra vez el tranvía, ya abre sus puertas y ahora nos montamos en la primera fila, junto a la cabina del piloto. Aunque un tanto precariamente, durante el trayecto de regreso, estuve observando sus manipulaciones en el puesto de mando blindado, cómo modificaba la velocidad con una palanca deslizante de diseño aeronáutico, cómo el velocímetro llegó a marcar 50 km/h y qué botón oprimía para tocar la campana. Y no dejé de sentir cierta conmiseración al ver que estaba atado, cual galeote, al panel metálico de su izquierda, con una gruesa cadena que, aunque azul y extensible, no dejaba de ser una gruesa cadena. Algo tendrán que opinar de ésto los sindicatos ferroviarios. Y de regreso a la Plaza Circular terminó, con bien y paz, lo que no fue la Gran Tribulación que nos prometíamos sino una divertida y barata excursión.




El tranvía de Murcia tiene previsto extender sus líneas en un futuro. Pero sus vías y sus catenarias no se tenderán sobre la carretera de Santa Catalina. No sé si ésto me agrada o no. Me hubiera gustado cogerlo cerca de casa o incluso que pasara por mi puerta describiendo esa curva mayestática que ahora traza el bus 6. Pero, pensándolo bien, me conformo con éste que hace más ruido, se bambolea más y en el que todavía algunos viajeros vejetes hablan con el conductor.