domingo, 28 de octubre de 2012

De barras y altas mesas.


Resulta que en las barras de los bares (discúlpeseme el cultismo redundante) siempre se ven y se oyen cosas interesantes. Antes de la última vuelta de tuerca del nazismo saludable, cuando se podía fumar en ellas, se veían y se oían aun más cosas interesantes. Pero ahora los actores de este interés se tienen que ir fuera con el cigarrillo y nos perdemos su acrobacia o su juego malabar. Hace pocos días, vi algo que me llamó poderosamente la atención por impactante. Era una mañana sabatina sin guardia por lo que podía estar, a éso de las 11, en la barra del bar de conveniencia que tiene montado El Corte Inglés en el sótano. Pedí un café solo que allí es el más caro que pago en la ciudad, tanto como 1,45 euros. Lo acompaño con un vaso de agua que me sirven del grifo pero con dos cubitos de hielo. Cuando se han derretido bastante y ya solo son escarcha de charco de invierno, cojo uno de ellos con la cucharilla y lo echo en el café, consiguiendo así que se enfríe, aunque se agüe, hasta su punto óptimo. Es un ritual inamovible y en éste estaba cuando llega una señora, se coloca a mi lado y pide una tapa de ensaladilla rusa. La camarera le pregunta que si desea algo más y la señora le contesta que no. Así que allí, al seco, se comió a pequeñas hincadas de tenedor su tapa y no solo fue al seco sino al palo seco porque se ayudaba de los cuscurros de pan crujiente. Todo ésto me pareció extraño porque me resulta harto desagradable comerse la ensaladilla rusa y los cuscurros  que, al masticarse forman una mezcla pastosa proclive al añusgo, sin una bebida, siquiera fuese un vaso de agua con dos cubitos como el mío. Luego pagó con un billete de 50 euros que la camarera pasó por el detector de falsa monea, recogió la vuelta, fuese y no hubo nada. Pero a mi me tuvo entretenido el café pensando que tenía que haber algún por qué para esta anómala manera de tomarse la ensaladilla rusa, por qué que, posiblemente, nunca jamás sabré.

Así que concluimos que las barras de los bares son harto entretenidas pero ¿qué pasa en el Congo? Si, éso ¿qué pasa en el Congo? Pues por este motivo, hay veces que me veo compelido a sentarme en la terraza. Sentarse solo en una terraza de bar tiene un algo de desabrido, de flor marchita e incluso de voyeur oportunista. Es cierto que todos y todas los que nos sentamos en la tal terraza, acatamos una ley tácita que dice que allí se está no solo para tomar el sol o resguardarse de él, sino también para ver y ser visto por lo que el posible voyeurismo es mutuamente consentido y no debe considerarse pecado ni aun venial. Había sentido para mis adentros este cierto hálito de soledad y desamparo pero no se me había ocurrido explicitarlo ni formar con él un corpus doctrinario hasta que coincidí con un artista en la mesa de fumadores del Willow. Hablo de esas mesas altas, para estar de pie, que ahora abundan en el exterior de los bares, junto a la puerta. Son una tierra de nadie, un istmo entre el dentro y el fuera, una barra ectópica o una embajada de la terraza propiamente dicha. A veces, estas mesas pueden ser útiles. Aunque estar allí tomando el café puede darte un cierto aspecto de pasmarote, se goza de la agilidad de la barra y de las ventajas de la terraza. El cenicero bien lleno de colillas como único adorno dice bien a las claras quienes nos reunimos en torno a ellas y en este estado de confraternidad, es frecuente que estas mesas se compartan con desconocidos.

Digo que, hace pocos días, me llevé mi café a la que hay junto a la puerta del Willow y allí ya se encontraba un señor aparentemente sexagenario, de melena canosa hasta los hombros y luenga barba también canosa con look desaliñada. Le saludé y tras un cierto silencio, me ofreció un cigarrillo abriendo una pitillera. Se lo agradecí pero le dije que no tenía costumbre de fumar hasta terminar el café. El señor barbudo insistió en que lo tomara y lo guardara para luego. Roto el hielo, le comenté al compañero: “¿Usted se acuerda de donde se ponían antes los obreros el cigarrillo?”. Y uniendo la acción a la palabra, me lo coloqué afincándolo detrás de la oreja derecha. Allí lo retuve hasta que, terminado el café, me dispuse a fumármelo. Miré distraídamente la marca y vi unas letras junto al filtro que no me resultaron conocidas por lo que le pregunté al ya amigo por ellas. Entonces me dijo que era tabaco de liar, que él compraba los canutos ya preparados con su filtro y los rellenaba valiéndose de una maquinita. Por unos instantes, me quedé algo mohíno. Dado el aspecto poco convencional del compañero, pensé en la posibilidad de algún maligno aditivo en la picadura pero disipé la prevención, lo encendí y lo saboreé sin contratiempos.

Y en la conversación de circunstancias, vine al conocimiento de que mi compañero de tabaco era pintor artístico (recalcó lo de  artístico), que vivía en El Palmar pero tenía su estudio en la carretera de Santa Catalina. Desde su domicilio, llegaba hasta El Charco en autobús, se tomaba un café en el Willow y luego cogía el 6 hasta sus pinceles. Y él fue quien hizo la apología de aquella mesa en que nos servíamos y constató que, para estar solo, la terraza era un tanto desangelada. Convine con él en esta apreciación y, por último, le rogué que me permitiera invitarle a su café a lo que me dijo que ya estaba pagado. Con éstas nos despedimos, deseándonos mutuamente un pronto nuevo encuentro.

No es que me desviva por este nuevo encuentro, pero no tengo más remedio que elogiar esta mesa alta con vocación callejera. Trotamundos inamovible a donde vamos a dar los pensativos, los filósofos pedáneos, los artistas domingueros y los admiradores de la cotidianidad callejera para formar academia de los grandes saberes y las grandes incógnitas que no pasan a la historia.