miércoles, 1 de mayo de 2013

Campanadas en la noche (A propósito del 2 de mayo)


El 2 de mayo de 1808 todas las campanas de Madrid tocaron a rebato.Éso supongo porque lo de los cañonazos y los trabucazos lo tengo claro. También supongo que el alcalde de Móstoles las mando voltear cuando redactaba su bando para llamar a la sublevación en toda España. Antes las campanas se utilizaban para estas cosas y daba miedo oírlas. Afortunadamente, ya solo suenan para las misas y los fastos festivos y patronales y en la época de los tanatorios y las muertes en el hospital, ni siquiera le doblan a los difuntos. Tampoco hay clamores de gloria por los niños que se iban al cielo como cuando la mortalidad infantil era terrible, muchas veces por simple deshidratación, y los angelitos iban al cementerio en un ataúd blanco. De mis primeros tiempos de médico rural, recuerdo que muy de mañana sonaba el toque que anunciaba que alguien había muerto en la madrugada. Yo ya sabía quien era y me apresuraba a levantarme porque pronto vendría algún familiar a solicitar el certificado de defunción. Muy vagamente recuerdo también que durante toda la noche de difuntos doblaban las campanas. Niño entonces, pensaba que era penosa y triste obligación pero luego supe que los mozalbetes se iban a la torre bien provistos de bebida y comida para que el frío no les hiciera desfallecer del esfuerzo de tirar del badajo. Pero ya era tarde porque la costumbre desapareció postconciliarmente antes de que pudiese disfrutar de ella. Y aunque no fue un 2 de mayo sí lo pareció aquella tarde en que se corrió el rumor que unos misioneros venidos a adoctrinarnos querían llevarse a la Virgen al pueblo de al lado y los vecinos se amotinaron. Tocaron las campanas y el esquilón a rebato y tanto tocaron que de éste se desprendió el badajo que cayó sobre la cabeza de alguien produciéndole lo que luego supe llamar una herida inciso-contusa que mi padre suturó según arte. Pero también entonces era niño y no pude disfrutar de los hechos.

Sin embargo, ya bien grande, he oído las campanadas en la noche y doy fe de que es de los más alarmante y miedoso que pueda imaginarse. En medio del silencio y del sueño, sin previo aviso, sin nada premonitorio, te despierta el ruido inusual y estridente. Tardas un poco en reaccionar y en el sopor de la duermevela no sabes bien qué estás oyendo. Luego ya lo tienes claro: las campanas que tocan a fuego, un repiqueteo que, muchos años después, puedo reproducir perfectamente. Ante este toque, todo el mundo debía movilizarse. Ni siquiera los niños estaban exentos pues había que formar una cadena humana para transportar los cubos de agua. Luego vinieron los incendios forestales en la cercana sierra y hasta allí íbamos con entusiasmo. Y siendo médico mi padre me instruyó en que no debía acudir hasta las llamas porque mi puesto ahora estaba en el hospital de sangre para asistir a los posibles heridos. Pero todas estas costumbres fueron decayendo con la modernidad y los bomberos profesionales y, paralelamente, con la poca pericia de los campaneros espontáneos. La última vez que oí tocar a fuego, una noche de verano en la que estábamos sentados en las terrazas de los bares de la plaza, el tañir de las campanas fue aburrido, desganado y breve y el comentario fue unánime: “es que no dan ganas de levantarse para ir a apagar el fuego”

cosa así deja una congoja del fin del mundo pero, faltas de campaneros idealistas, las campanas ya no suenan como antes. Ya hace muchos años que no las oigo en la madrugada y, posiblemente, ya no las volveré a oír. Ahora las noticias, las alarmas y las convocatorias vuelan con instrumentos más rápidos y eficaces y siguen dando miedo como ese tañir en medio de la noche que avisaba del “enemigo”. Pero yo me quedo con las campanas en el recuerdo y no dejaré de subir hasta la espadaña la próxima vez que vaya a mi pueblo. Y de vuelta al bar, me tomaré una castaña pilonga y una copa de vino en compensación de aquellas noches de ánimas que no disfruté.