jueves, 17 de octubre de 2013

Dos puertas.


Subiste los dos tramos de escalera con bastante agilidad para tu edad. Pero ahora te enfrentabas a la duda. Ya antes de entrar en el edificio, sabias que tu objetivo estaba en la segunda planta, pero no recordabas la letra. Tenias la buena costumbre de memorizar estos detalles, evitando papeles y posibles pistas. Pensabas que, una vez en el rellano, tu memoria y tu instinto te harían reconocer la puerta correcta, pero no fue así. Bajaste hasta la entrada. Habías visto allí unos niños jugando. No te gustaba la cercanía de éstos mientras trabajabas pero tu eres un profesional experimentado y asumes estos detalles.

Le diste a los críos un nombre pero no acertaron a responderte. Te dijeron un par de alias que no conocías. Quien te encargó el trabajo debería haberte facilitado este detalle, pensaste. Sobre todo, sabiendo que te enviaban a un barrio donde todos se llaman por el mote. Volviste a subir los dos tramos de escalera, oscuros y húmedos. Tenias dos puertas ante ti casi iguales. Una más clara y otra de un color caoba improcedente. Las dos con sus mirillas vidriosas. En cuanto llamaras al timbre, un ojo te escudriñaría por ella. Si te equivocabas y te reconocían, estabas perdido.

No tenías mucho tiempo para pensar. Tu intuición, de la que tanto presumes y que tantas veces te había sacado del peligro, no te ayudaba. Acariciaste tu arma para tratar de conseguir confianza y, por fin, te decidiste. Llamaste a un timbre y, casi al momento, el ojo rastreó la mirilla. Te abrió una mujer.
- Carmen...¿es aquí?
- No, Don Manuel, es ahí enfrente...pero ¡qué bien que haya venido usted! A mi madre le ha dado un trastorno. Íbamos a llamar a la ambulancia pero...ya que está usted aquí...

Te habías equivocado irremisiblemente. Cuando desenfundaste tu Littmann Master Cardiology, supiste que aquella mañana el café te lo tomarías frío.

miércoles, 2 de octubre de 2013

El estilete romo.


Te gustaba acariciar el estilete romo mientras pensabas o, incluso, si estabas aburrido. Lo hacías girar entre los dedos o recorrer pequeños tramos sobre la mesa. Era un instrumento sencillo pero útil que te servía para ver dentro de las heridas. En cambio, aquella noche en el bar jugueteabas con el vaso de vino esperando que llegaran un par de amigos. Cuando éstos aparecieron, empezó también a llover pero no fue obstáculo para que la conversación se animara y las rondas se sucedieran.

Pasada la medianoche, la lluvia arreció y empezó la tormenta. Al primer trueno se fue la luz como pasaba siempre en el pueblo. Os quedasteis de pronto a oscuras pero el camarero estaba acostumbrado a encontrar el petromax en estas condiciones sin más ayuda que la llama del mechero. Encendió el aparato y lo colocó sobre el mostrador, junto a las botellas. La iluminación se hizo tenue, con sombras alargadas y fantasmales. Tan tenue que permitía que el resplandor de los relámpagos se metiera por la ventana y centelleara en los vasos que seguían su ritmo impertérrito.

Uno de los amigos se asomó para ver caer la lluvia y sentir su estrépito. El reloj de la torre de la iglesia dio una campañada. Y de pronto un "¡mira...mira...! espantado os alarmó. Fuisteis todos a la puerta para ver como dos sombras negras cruzaban la plaza bajo el desplome del agua. Dos mujeres de riguroso luto, cogidas del brazo, con pañuelos en la cabeza, con faldones empapados, iban a buscar a alguien. Fue peor el relámpago que os sacudió el espinazo que el que chasqueó en el cielo. Un miedo irracional, el espasmo de lo inevitable hizo que el camarero bajara la mecha del petromax y vosotros os fuerais corriendo asegurando que mañana pagaríais.

Ya en casa, te dejaste caer en el sillón. Estabas seguro de que pronto tendrías visita pero el sopor del vino hizo que te adormilaras. No recuerdas cuanto tiempo pasó hasta que los aldabonazos en la puerta te despertaron. Al abrir, te encontraste con la pareja de la Guardia Civil. Traían los capotes chorreando agua y las gotas de lluvia resbalaban por el charol de los tricornios, por los mosquetones y por sus narices. Es mejor que no haya intermediarios, pensaste.
- No hemos tenido más remedio que llamarte a estas horas, te dijeron, ha pasado algo gordo.

Mecánicamente, te pusiste el chaquetón y cogiste tu maletín de primeros auxilios. Pero, en esta ocasión, sabias que solo ibas a necesitar el estilete romo. Las heridas de los navajazos son angostas pero lo suficientemente profundas.