sábado, 30 de octubre de 2010

Control policial.

Ayer había un control policial en la carretera de Santa Catalina. Justo en la bajada del puente de la Autovía, en dirección a Murcia. Allí está Autoferro, tienda de motos, donde compré la Daelim. Me costó solo 120.000 pesetas, barata porque las hacen en Corea. Fue gracioso y elocuente el vendedor. Dado que yo quería pagar a plazos u obtener alguna rebaja o simplemente regatear por obligación, le pregunté algo así como : "Bueno...y ¿para pagar ésto...? Y me contestó escuetamente: "Muy sencillo: usted me da 120.000 pesetas y se lleva la moto." Y, de manera fácil me hice con el scooter que luego utilizó Antonio más que yo para ir a la Facultad de Espinardo por caminos extraviados.

Digo que había control policial, pero como marchaba en dirección hacia La Alberca,  no me pararon. Menos mal, porque llevaba una saca de Pall Mall de contrabando. Pero, aunque soy un tipo duro, acostumbrado al fragor de la consulta, no dejó de darme un vuelco el corazón. Y me acordé de la mejor definición del eretismo cardiaco. Se le oí a un paciente joven que me dijo que sentía lo mismo "que el que se ha tomado un par de copas y ve a la Guardia Civil".

jueves, 28 de octubre de 2010

Runner y Goodbyeman

El uso correcto de las preposiciones es difícil. Lo es en castellano y lo es en inglés. Así, tengo que escribir que este blog se redacta normalmente "on a Mac" y creo que uso adecuadamente la preposición inglesa. Pero a donde yo quiero ir a parar es que, en primera instancia, lo que me gustaría es que su redacción estuviese hecha en un muy buen castellano. Por éso, los términos en otras lenguas serán escasos. Hoy, sin embargo, me he visto obligado a recurrir al inglés paupérrimo que conozco para bautizar a dos personajes. Lo he hecho así porque tengo que reconocer, sin que ésto sirva en absoluto de menoscabo para el español, que el inglés tiene cierto encanto para los motes o nicknames. A falta de conocer los verdaderos nombres o apodos de los personajes, quedan bautizados a los solos efectos de su ocurrencia en este blog, como queda dicho en el título de la entrada.

Runner, evidentemente, corría. Corría por toda la carretera de Santa Catalina de sur a norte y de norte a sur. Como el bus 6, iba desde El Charco al Alias y viceversa como un Sísifo pedáneo en un eterno ir y venir, en un viaje de mutuos retornos que no parecía tener fin. Corría atléticamente, como le hubiese gustado a Miguel Ángel verlo para esculpirlo. La cabeza erguida, el mentón prominente, la vista en el horizonte, el tórax poderoso en enérgicas respiraciones, los puños cerrados, piernas y brazos nervudos de musculatura a  punto de ser disecada, los antebrazos flexionados 90º en acompasados movimientos de biela de locomotora, la zancada enérgica y justa, golpeando el asfalto del arcén sin descanso y levantando luego el pie para que el talón buscara la nalga. Todos los usuarios de Santa Catalina lo veíamos en su inacabable y rápida carrera a diario y diariamente y no parecía recorrer otro espacio físico que el de esta carretera. No se sabía a ciencia cierta por qué corría ni si, aparte de hacer ésto, tenía otra misión en la vida. La leyenda urbana que se tejió en torno a él, aseveraba que se estaba preparando las oposiciones a bombero. Pero un día, desapareció.

Goodbyeman, evidentemente, decía adiós. Decía adiós con la mano -que es tanto como decirlo en todos los idiomas- a cuanto coche pasase por su observatorio de la carretera de Santa Catalina, ubicado en torno a la gasolinera y el bar Marilín. Daba igual su cilindrada y potencia, el color de su carrocería o el número de puertas y no importaba que fuese el coche de la policía o el carro de los muertos. Y decía adiós con convicción y sin desaliento, lo mismo en verano que en invierno, hiciese frío o calor, sin importarle que le respondiesen o no. Parece ser que su cerebro se resquebrajó con la edad y que su insanía mental le condujo a este sano vicio de decir adiós impenitentemente. Aunque nunca hablamos una palabra, me hice amigo suyo. Cuando ya iba llegando a su lugar de aposento, refrenaba un tanto la marcha del coche, lo buscaba con la vista a ver si estaba a la derecha o a la izquierda y, al pasar a su altura, nos intercambiábamos el saludo con la mano y la sonrisa. Quiero pensar que llegó a identificarme, a mí o a mi coche pero ya nunca lo sabré porque un día Goodbyeman desapareció.

Ninguno de estos dos hombres forman ya parte del paisanaje de la carretera de Santa Catalina. Goodbyeman se fue para siempre. Runner, si es cierta la leyenda, conseguiría su plaza de bombero. A veces, los médicos coincidimos con éstos pero, si un día encontrara al antiguo opositor, no reconocería en el hombre de uniforme ignífugo y casco rojo al de la camiseta, calzonas y bambos. Lamentablemente, no tengo fotos de ninguno de los dos. Así que pego en el blog aquellas de los sitios que les eran propios: las casas por las que andaba Goodbyeman, al lado de los "Vinos Gallego", la gasolinera donde ahora venden hasta las ínclitas Pastillas Juanola, junto a la carpa de los coches de ocasión donde se empleaba a fondo Runner y la cruz desolada que da nombre al carril. La próxima vez que vaya al bar Marilin, rezaré en ella por el eterno descanso de Goodbyeman, para que dotado de alas de ángel, siga diciendo adiós a los cometas y a las estrellas fugaces y ¿por qué no? para que San Juan de Dios, proteja a Runner del fuego y, sobre todo, para que si algún día me tiene que salvar de él, no le falte el fuelle a los pulmones que tanto ejercitó.

domingo, 24 de octubre de 2010

Teoría gastronómica.

Sostengo a ultranza una arriesgada teoría gastronómica que formulo a base de preguntas y respuestas. Hela aquí: "¿Dónde comerás la peor paella? En Valencia. ¿Y la peor ternera? En Ávila. ¿Y el peor cocidito? En Madrid. ¿El peor marisco? En O Grove. ¿La peor fabada? En Asturias. ¿El peor jamón? En Jabugo. Y las peores sardinas ¿dónde las comerás? Pues desde Santurce a Bilbao. ¿Y dónde se freirá con peor aceite? En Jaén. ¿Dónde te partirán el peor queso? En El Roncal. Y las peores raciones de pescaíto frito ¿dónde las comerás? Pues en Málaga" Y así podríamos seguir con varios ejemplos más pero creo que lo dicho deja a las claras el alcance de la teoría. Es, desde luego, una teoría provocativa. Lo sé y no tengo ambages en reconocer que busco abiertamente la provocación. Pero soy rebelde con causa y tengo un motivo interesado. No es, por supuesto, que quien se sienta aludido profiera zafios insultos contra mi persona sino que, antes por el contrario, decida invitarme con gastos pagados a su patria chica para que pruebe ora la paella, ora el jamón, sea el marisco, sea la fabada y así me convenza de que estoy errado y me retracte públicamente. Sería un periplo gastronómico y goliardesco por las tierras de España, sin soltar un euro, en busca de la verdad y del acierto del gourmet. Pero hasta que ésto ocurra, si es que ocurre, repito que sostengo a ultranza lo ya expuesto
Pero la teoría da para más y trasciende de su esencia gastronómica para adentrarse en la cotidianidad de la vida. Cual corbacho del Arcipreste de Talavera, sirva de reprobación no del amor mundano sino de un pecado aun peor, el de aquellos/as que viven del cuento. De entrada, la restauración tiene mucho cuento y éso que queda tan bien de que "a mi casa no se viene solo a comer" sirve para que el simple prescinda del paladar y halle bueno lo que le sirvan y coma por la parafernalia y alegorías con las que se lo presentan. Y así, por el mero hecho de estar en Valencia, hemos de encontrar buena la cutrepaella o excelente la mierdafabada solo por padecerla a orillas del Cares. Pero si los cuentistas fueran solo cocineros y maitres la cosa no pasaría de ahí. A comer a casa y todo resuelto. El/la cuentista abunda y arraiga en televisiones, periódicos, radios,  revistas y demás media pero también es fácil evitarlos. Quienes en verdad fastidian son los/las que acuden a tu lugar de trabajo a contarte algo verdaderamente interesante. Desertores de la trinchera por las más escabrosas vías de escape, con mucho tiempo, café y despacho, vienen a decirte con la apoyatura de slides tan vistosas como fútiles, cómo tienes que hacer las cosas, a ti que te encuentras enfangado en el trabajo sucio. Sonrisa aparentemente servicial y afable que se torna en rictus y visajes si osas aguarles la fiesta. Buscan que te quedes con mal sabor de boca, entristecido, porque eres un pesetero que trabajas por dinero y ellos son artistas que y visionarios que tratan de que el mundo funcione mejor. ¡Qué se los lleve el diablo como a la cutrepaella y a la mierdafabada!
Y que el diablo no nos traiga la desilusión. Que nadie recorra ninguna ría desde algún Santurce a algún Bilbao buscando las sardinas del ensueño, la magia y la perfección ¡Cuantos viajes perdidos y cuantas travesías inútiles! Se busca lejos o, en todo caso, fuera y no se encuentra y todo queda en oropeles y quincallería.
Y se acabaron las filosofías baratas, porque hay que volver a la paella para decir que ayer comimos la familia con los primos de Salamanca un rico arroz a banda en el "Único29", en la carretera de Santa Catalina, muy cerca de El Charco. Y ¿cómo estaba el arroz? Pues éso, un arroz a banda, como el mejor del mundo.

domingo, 17 de octubre de 2010

Soy un gamberro

Me he echado por amigo pandillero a Antonio Villafaina, uno de los autores del excelente blog Salud y otras cosas de comer. En un mensaje me decía que para escribir un blog había que ser un poco gamberro. Estoy de acuerdo por que no deja de ser un desatino escribir con la intención de que otra persona pierda su tiempo leyendo lo escrito. Claro que es muy posible que el autor piense que lo escrito es bueno y que la humanidad necesita leerlo como también el gamberro piensa que su acción incivil resulta, cuanto menos, graciosa u original. Ésto podría ser hipótesis pero creo rigurosamente cierto que, tanto la escritura de un blog como la gamberrada, tienen un mucho de deshago o exabrupto, el uno mental y el otro físico.

Nadie lo diría al verme pero lo confieso: soy un gamberro. Debajo de mi aspecto de formalidad, correctamente vestido, con corbata y chaqueta, con los puños de la camisa impolutos y los zapatos exquisitamente lustrados, hay un vándalo y un atracador de bancos. Pero casi nunca he ejercido como tal porque han vencido en mis decisiones el control de la buena sociedad a la que pertenezco y una natural torpeza para ciertos equilibrios y habilidades físicas que requiere la vulgar gamberrada. De niño, solo recuerdo que iba con los amigos a tirar bombillas fundidas a casa de alguna anciana. Se trataba de hacerse con la bombilla ya inservible, conjurarse el grupo, elegir la víctima propicia, llegar hasta su puerta, abrirla de malos modos y de sopetón y el que llevaba la bombilla, lanzarla con decisión contra el suelo del portal. La ampolla explotaba (o implotaba que no lo tengo claro), uniéndose el ruido del proceso físico al de los cristales rotos. Luego era la huida en desbandada dejando atrás los improperios, insultos y maldiciones.  La que ahora es mi mujer, que vivía sola ejerciendo de maestra rural, sufrió la pueblerina broma por parte de los quintos. Recién llegada de su Salamanca natal y no acostumbrada a estas bravatas rurales, quiso hacer intervenir a los Cascos Azules hasta que los compañeros le explicaron que era costumbre ancestral y que debía tomárselo con sentido del humor.

Me hubiese gustado romper una bombilla encendida, de las del alumbrado público, de una pedrada. Es una gamberrada exquisita, un sutil acto vandálico. Al amparo de la noche, por la callejuela, se ve la luz débil de la lamparilla, fijada a la pared mediante un sencillo soporte metálico dotado de una tulipa. Pero la bombilla está ahí, indefensa, al alcance de la piedra. Se busca una apropiada, de tamaño idóneo, ni muy grande ni muy chica. Quizás incluso ya se lleve en el bolsillo porque la mala intención se abrió paso en la mente cuando el pie tropezó un rato antes con la piedra adecuada. Se sopesa, se tantea, se toma puntería y el tiro sale exacto para golpear el frágil cristal. El ruido de la explosión (o implosión), el de la piedra rompiendo los cristales y golpeando la tulipa y luego el de aquella al caer al suelo. Y ahora, el silencio y la oscuridad, un perro que ladra y unas risotadas ahogadas. El acto destructivo perfecto ha consumado en unos segundos. Pero ¡ay! yo soy torpe. Nunca supe tirar piedras con precisión. Posiblemente, si hubiese intentado romper una bombilla, habría fracasado al primer intento, la piedra cayendo al suelo sin alcanzar su objetivo. Y al segundo, y al tercero...Y ya todo pierde su gracia y yo quedaría mohíno y avergonzado y los remordimientos se abrirían paso en la conciencia porque nos arrepentimos más de las malas acciones fracasadas que de aquellas en las que hemos logrado el objetivo aunque éste sea maligno.

Ya no hay bombillas de incandescencia en el alumbrado público. Ahora son altas farolas con lámparas de descarga en vapor. Muy difícil alcanzarlas con una piedra no solo para mi sino tal vez también para un gamberro experto. O quizás, ya no está de moda. Desisto, pues, de retomar el tema. Ahora preferiría hacer shoefiti, actividad ligada a múltiples leyendas negras pero que puede reconducirse como arte tribal y espontáneo. Pero estamos en las mismas: ¿seré capaz de lanzar con precisión las zapatillas anudadadas por los cordones? ¿Quedaran airosas y estéticamente colgando de los cables de la luz? Lo más seguro es que cayeran una y otra vez al suelo, dando tiempo a que acudan los municipales y me digan éso de "pero a usted no le da vergüenza..." Tampoco puedo incendiar un contenedor de la basura sin grave riesgo de quemarme las manos. Y me gustaría ¡claro está! pintar grafitis pero mis dotes pictóricas son escasas, o ir con la motillo echando leches con el tubarro metiendo metralla pero seguro que me rompería la cabeza al primer frenazo. Como le dije al también excelente bloguero Enrique Gavilán, he pensado que algun grafitero experto me decore la puerta de entrada de mi consulta e incluso alguna pared de ésta. Pero dudo de que mis superiores me den permiso y de que mis pacientes vean éso como acto propio de la sensatez y cordura que se le supone a un médico.

Así que no tengo más remedio que refugiarme en este blog y hacer gamberradas con la escritura. Dejar libre el pensamiento y las ideas y reclamar ese aire canalla que tan bien viene en un mundo edulcorado y de puñaladas traperas con guante blanco.

martes, 12 de octubre de 2010

L@s burr@s o los/as burros/as. ( y II )

Es cosa sabida que los burros se alimentan de paja. Cuento siempre ésto cuando denosto la fruta que alguna compañera come plácidamente en el descanso breve. Le digo que su intestino no podrá digerir bien un alimento tan rico en celulosa, cosa que no le ocurre a aquellos animales porque, providencialmente, en su flora intestinal existen unas bacterias capaces de degradar la celulosa y hacerla asimilable. De ahí, le aclaro, que los burros puedan comer paja. Con lo cual le amargo la manzana de Blanca Nieves que estaba ingiriendo a dentelladas como era mi maligno objetivo. Y si estamos entre hombres y surge el tema, no me resisto a contar un chiste canalla, como no me resisto a contarlo en este blog. A pesar de su registro grueso, lo escribo con cariño y con la delicadeza que me merecen sus humildes protagonistas.
En la España de la postguerra estaban dos pastores que pasaban largas temporadas en la soledad de los campos, días, semanas, meses quizás. Uno de ellos, algo mayor, acude de vez en cuando a un lugar excusado para entregarse al vicio solitario como consuelo de su forzoso celibato. El otro, un adolescente, un niño casi, lo ve alejarse, no sabe a donde va ni lo que hace. Pero un día se atreve y le pregunta:
- Fulano ¿por qué te vas tú solo de vez en cuando? ¿Y qué es lo que haces?
El pastor mayor se da cuenta de que ha llegado el momento transcendental en el que debe transmitir a su compañero ciertos conocimientos de supervivencia y camaradería. Así que le da unas sucintas explicaciones y lo manda al lugar excusado. A pesar de su bisoñez, el mozalbete tiene éxito en su primera experiencia y vuelve nervioso, rubicundo, atacándose de manera azorada la camisa y ciñéndose los pantalones.
- ¡¡Fulano...!! ¿ésto qué es...? ¿ésto qué es...? 
Y el otro, entre risas, le contesta: 
- Eso es una paja, hombre...
- Pues si ésto es paja, los burros comen dulce membrillo....
¡Los burros comen dulce membrillo...! No encontró el infeliz algo mejor a que comparar su placentera experiencia que a aquel postre y merienda, manjar exquisito para los niños del hambre. Por eso, el chiste trasciende de su burdo encanto y tiene para mi incluso un valor etnográfico, como el de esos museos aburridos que hay en bastantes pueblos.
Y a mi pueblo del que yo era su médico rural, llegó una vez un infausto personaje. No venia en burro pero él parecía serlo aunque se presentó como un “inspector”. Vino a decirme que yo “no estaba haciendo las cosas bien” algo inaudito en mis pésimas condiciones de trabajo, con la penosidad de estar solo, alejado, aislado y en guardia permanente. Le contesté que consideraba una putada su visita y que no era bien venido a mi casa. Entonces se ruborizó visiblemente y comprendí que no, que no era un burro sino un ser humano que hacía lo que sabía para sobrevivir. A pesar de eso, le hice un gesto que equivalía a darle el cabestro para que arrease. Heredero de este personaje, son quienes ahora censuran el Internet en las consultas por lo que será bueno dejar constancia en esta entrada de mi adhesión en cuerpo, alma y blog al movimiento en pro del libre acceso, cuyos manifiestos pueden verse en otro blog de un compañero y también amigo facebookciano
Hace ya mucho tiempo que no veo a un burro. Ni siquiera por la carretera de Santa Catalina. Más aun: afirmo rotundamente que no pasan burros por la carretera de Santa Catalina. Y ¿cómo estoy tan seguro de ésto? Elemental: porque no veo ni huelo sus boñigas. Por supuesto, ningún enfermo viene ya en burro a mi consulta. No encontraría pilón para que abrevara, ni argolla para atar el cabestro. Me alegro de que sea así, de que puedan sacarse las llaves del coche y el móvil, incluso la Blackberry, del bolsillo cuando les pido que se tumben para explorarlos. Me alegro por los hombres que tienen su ir y venir más cómodo y por los burros, antes muchas veces maltratados y humillados. Algunos de mis pacientes son camioneros. Van a Holanda y Alemania o pasan el túnel bajo el Canal de la Mancha, como yo voy al Bar Marilín. Ya no hay arrieros como los que en su tiempo pasaron por la carretera de Santa Catalina, como los que ensalzó como nadie Atahualpa Yupanqui en una de las canciones más emotivas que conozco. Y ahora tengo el pesar de no haber reparado en los asnos de mi infancia y mi juventud, en el de la noria, en el de la panadería, en los dos que llevaron a mis antiguos pacientes a que les tomara la tensión. Pero sé que es mejor así y que ahora la lucha y el recuerdo debe ir dirigido a que nadie cumpla el papel de aquellos burros.

domingo, 10 de octubre de 2010

L@s burr@s o los/as burros/as. ( I )

Pido disculpas por emplear la curiosa notación del título pero es que hoy toca hablar de burros, animales a los que, con razón o sin ella, se les atribuye la cualidad de la estolidez, la misma que, en mi opinión, gozan los/las que abusan y fuerzan y hacen gala de usar esta innecesaria y ya periclitada grafía en sus escritos. El caso es que, tratándose de burros, el sexo tiene gran importancia porque el paradigma de cosa larga es el parto de una burra y, por otra parte, la magna erección del garañón arrecho y sus rebuznos amatorios es uno de los espectáculos más grandiosos que puede ofrecer la naturaleza. Hablar de burros da para mucho y he de decir, ante todo, que el tema me vino a las mientes por haber visto una foto de una amiga virtual y facebookciana, en la que aparecía con uno de estos animales.
Es obligado, al empezar, tener un recuerdo para el burro de la noria. Alcancé a ver en perfecto funcionamiento uno de estos artilugios en la huerta de unos tíos de mi pueblo y me gustaba contemplar el exacto ritmo de los cangilones volcando el agua que luego iba a regar por manteo tomates y melones. El control de esta agua, una vez en el suelo, se hacía con acertados golpes del zacho o, simplemente, abriendo y cerrando surcos con la punta de la bota. La verdad es que entonces hice poco caso del burro y apenas lo recuerdo en su eterna circulatoria, uncido al palitroque que accionaba el ingenio y con los ojos vendados. Pero resulta que aquellos mis tíos también eran panaderos y bien el mismo u otro burro accionaba con su tracción de sangre los cilindros que laminaban la masa. Tampoco le presté atención a este burro pero en, buena lógica, es de suponer que llevara los ojos igualmente vendados para evitar el mareo de orbitar en torno a un eje. Esto es, el burro entraba en la panadería con la misma naturalidad que las personas. Pero eran tiempos pretéritos donde había que aceptar las limitaciones de la precariedad y se aceptaba como natural esta convivencia de hombres y animales. Alcancé también a ver la sustitución del burro de la noria por una bomba mecánica accionada por un motor de explosión y el de la panadería por maquinaria eléctrica para mover la laminadora y la amasadora. Estos modernos aparatos liberaron al hombre de depender del burro y al animal del castigo de dar vueltas con los ojos vendados. Pero esta ceguera quedó para el recuerdo como en la sevillana de mi juventud que amonestaba cruelmente a la mujer veleidosa:
“ya vendrá algún forastero
que no conozca tu historia
con los ojos bien tapáos
como el burro de la noria”
El poeta extremeño Luis Chamizo hace una conmovedora alusión a las burras en su magnífico poema “La nacencia”:
“Qué pensara la burra
si es que tienen las burras pensamiento” 
Y es que esta burra estaba siendo testigo del parto de una mujer, en medio de la noche, en medio del campo, como paren las ovejas “sin comadres ni méicos”. Mi padre, como médico rural, asistió a partos en casas donde los animales estaban a pocos metros. Yo le acompañé algunas veces de mozalbete. No he olvidado como me enseñó a palpar la presentación, empuñando un huevo y tocando su polo con el dedo a través del círculo del pulgar y el índice semicerrados. Y en aquellos partos de madrugada se podía intuir la presencia de la burra, quizás dormida, quizás pensando ante el inusual ajetreo, si es que tienen las burras pensamiento.

Y cuando yo también fui médico rural a veces los enfermos llegaban a la consulta en burro aunque ya eran los años en que empezaban a abundar las motos y los coches. Recuerdo a un pareja que hacía vida en el campo y que llegaba al pueblo de vez en cuando para aprovisionarse y, de paso, consultar al médico. Iban y venían en sendos burros que dejaban en la puerta de casa, con los cabestros ("cabrestos") atados a la reja de la ventana. Fueron unos adelantados que quisieron aprender a tomarse la tensión para su autocontrol. Como entonces no había estos aparatos automáticos de ahora, los que le suelen regalar los yernos a las suegras, solo se podía emplear el método auscultatorio de los ruidos de Korotkoff. Así que les compre un aparato y un fonendo sencillitos y les expliqué teórica y prácticamente como habían de proceder. Al despedirse, muy contentos con su nuevo juguete, y camino ya de los burros que esperaban pacientemente, el hombre me estrechó la mano y, posiblemente correspondiendo a una insinuación de su mujer, me vino a decir algo así como que estaba seguro de mi confidencialidad y de que todo aquello quedaría entre nosotros. Yo no comprendí nada y mi enfermo dio, con rodeos y palabras vagas, unas explicaciones por las que llegué a la conclusión de que aquella buena paraje consideraba lo de poseer y usar unos articulos que, para ellos, eran exclusivos del médico, como algo rayano en la ilegalidad, una especie de intrusismo ilícito. Pienso que algún contacto con contrabandistas de secano o incluso con el maquis rural durante su juventud de postguerra, algún encontronazo tal vez con la Guardia Civil, les había vuelto susceptibles ante el posible rigor de la Ley. Les tranquilicé como pude pero, con cierta malicia por mi parte o por ganas de darme importancia, no les dejé absolutamente claro que no, que no era para nada ilegal poseer un esfigmomanómetro y un fonendoscopio para un uso privado. Así que conjuré con ellos que todo quedaría en la intimidad del secreto profesional y les dejé marcharse me imagino que guardando furtivamente los útiles delictivos en las alforjas, junto con el pan y las latas de sardinas.

sábado, 2 de octubre de 2010

El tablón de anuncios y la poesía.

Según la tradición, Lutero clavó sus 95 tesis en la puerta de la iglesia del palacio de Wittemberg el 31 de octubre de 1517. Otros historiadores afirman que el reformador se limitó a enviar sus tesis a un determinado número de personas y que no se expusieron en puerta ninguna porque de ésto no queda constancia. Pero también hay quien dice que sí las colocó y, que si no hay constatación histórica del hecho, es porque se trataba de algo habitual: allí se ponían comunicados de toda índole concernientes a la Universidad. Yo hago buena esta segunda opinión porque me acuerdo perfectamente de lo que sucedió y de que aquellas puertas de iglesia hacían las veces de nuestros actuales tablones de anuncios. Será bueno dejar constancia también de que las tesis se difundieron en quince días por toda Alemania y en dos meses por toda Europa. Así que nadie se maraville, sin motivo, del Internet, del móvil y de otras mandangas modernas.

Los tablones de anuncio se secularizaron y adoptaron una forma estándar. Un rectángulo más o menos grande de madera sobre el que se fijan por diversos procedimientos los papeles u objetos que constituyen el anuncio en si. En mis tiempos de estudiante, los tablones de anuncio de la Universidad estaban protegidos por un cristal corredizo con cerradura cuya llave guardaba el bedel. Solo los allegados, pues, podían usarlos. El papelillo esquivo, el ilegal o irreverente, se pegaba sobre el cristal y era fácil retirarlo. Su vida útil era breve pero, en la mayoría de los casos, suficiente. Hoy son democráticos y, faltos de cristal, cualquiera puede dejar en ellos su contribución a éso que se llama libertad de expresión. Todos los edificios oficiales lucen en su frontispicio, de una manera más o menos explícita, un lema al estilo del "Todo por la Patria" de los cuarteles o el escudo de la ciudad de los Ayuntamientos. Eso está muy bien, pero lo que de verdad permite tomar el pulso al edifico y a la institución que en él tiene su sede, es ver con minucia su tablón de anuncios. Algunos son lánguidos y decadentes, incluso decrépitos. Solo algún papel ya amarillo y curvo por los bordes que se puso hace mucho tiempo y que nadie ha retirado. Otros están vivos y pujantes, con multitud de anuncios que se solapan unos a otros en un intento de hacerse los más visibles. Y hay de todo: desde el aviso de una severa conferencia, hasta el chiste, pasando por la invitación pública a una boda, el se busca chica para completar piso o la comunicación de que se ha perdido "Canelo" con la foto del perrito en gama de grises. Pero no nos engañemos: la Chincheta Gorda, la Chincheta Máxima la sigue ostentando el Poder que la aplica contra el tablón con su poderoso pulgar.

En la sala de estar de mi Centro de Salud hay también un tablón de anuncios. Es bastante activo: notas estrictamente profesionales o de "obligado cumplimiento", calendarios de cursos, las planillas de las guardias, advertencias y supuestos logros sindicales, recortes curiosos de prensa, la lista de los contribuyentes al abastecimiento de café y golosinas con expresión de si han pagado o no la mensualidad y los teléfonos de los bares que, en caso de apremio, pueden suministrar un bocadillo de emergencia. Y, entre toda esa morralla de papel, destaca con luz propia la poesía de mi compañero Pascual. Son obras propias, cargadas de sentimiento y evocadoras, que imprime en una especie de pergamino amarillento que clava con dos chinchetas. Con su amable permiso, copio la que ahora puede leerse:

De veras: no se qué decir.
Es como si tuviera los bolsillos desgastados
por llaves que nunca abrieron nada.
Corazones, hoy, llenos de silencio
mientras te miro, madre. Y me miras
con la pulcra dulzura de la entrega.
Rodillas, ya sabes, manchadas de tierra
y juventud...esperando tus besos junto al río
Mírame: No te mueras todavía
que no es el tiempo de las granadas.
Espera que te ofrezca los soles
que caben en mis ojos...no me devuelvas puñales.
Dame tu mano, madre. ¡Dame tu mano!

Pascual López Sánchez (25/08/2010)

En los escasos y breves minutos de descanso, leo una y otra vez la poesía. No entera, quizás solo dos o tres versos, suficientes para ese respiro entre el ajetreo de la consulta. Pero no me la sé de memoria. En realidad, no quiero aprenderla. La poesía no esta hecha para sebérsela de memoria sino para leerla una y otra vez descubriendo siempre la novedad de su frescura y su poder para evocar sentimientos, sentimientos que no tienen nombre, pero que conmueven las médulas. Ni hay que aprenderse de memoria el sabor del vino en su copa, ni el de la rodaja de chorizo recién cortada con la navaja, ni el de la chupada que dicen nociva al cigarrillo. Ni, por supuesto, el de los besos. El tablón de anuncios de la vida está para recordarnos todo éso.