domingo, 30 de enero de 2011

Los compartimentos estancos del Titanic y la ananá.

Bien. Creo que ha quedado clara mi postura. Tolerante, sí. Fumador irredento, también. Y quede ahí la cosa porque debe hablarse de otros asuntos, de los asuntos para los que nació este blog. Debe hablarse de como nacieron el pollo a l’ast y los pinchitos morunos, de lo que ocurrió cuando entré por primera vez a un Burger, de las señoras que tomaban yogur siendo yo niño pueblerino en Madrid, de las bodas y de los entierros, del almorraque cambiado por tomatá, del “¡Hay tocino!”, de la estación de metro de Tirso de Molina, del magnetófono y de la televisión, de la irrupción del pescado congelado y de cómo llegó la ananá a Calera.
Sin embargo, no me resisto a hacer una postrera aportación al tema del tabaco. En la última entrada, dije que me había decantado por los cigarrillos cortos pero, en mi penúltimo acercamiento a una expendeduría, me enteré (porque el que pregunta, no ofende) de que también existen otros cigarrillos más finos que los normales pero de igual longitud que éstos. Y a estos delicados cigarrillos me aplico ahora, con su endeble ceniza, vaharada contenida y apropiada duración. Por éso, no deja de ser bueno aproximarse de vez en cuanto a un estanco.
Aparte de porque venden tabaco y, por consiguiente, huelen bien, tengo un grato recuerdo de los estancos. El de mi pueblo, de niño, me parecía un lugar maravilloso. Allí, muy ocasionalmente, llegaba algún tebeo que me permitían comprar. También me mandaban por extraños papeles como el de barba, el timbrado o el de pagos al estado o uno muy fino y de colores con el que mi padre me fabricaba una bandera nacional, roja y gualda, con un palito de la lila que crecía en el patio. Estas banderas las enarbolábamos los niños con ahínco y con un ruido sui generis a papeleo, las pocas veces que venía el gobernador civil o el obispo y no es que estos personajes nos entusiasmaran pero su visita era motivo más que sobrado para que ese día y quizás el siguiente no hubiese escuela. En aquel estanco tuve por primera vez en las manos un bolígrafo cuando solo existían el lápiz y el pizarrín. Y allí se compraban pólizas para diferentes instancias y sellos de correos. Y era extraordinario que te dieran los de la periferia del pliego pues se podía utilizar el margen de papel engomado para los menesteres que luego desempeñaría la cinta adhesiva. Estos sellos de correo andando el tiempo fueron para mi uso, para franquear los envíos de aquellos cuponcitos que venían en las páginas de publicidad y que, una vez rellenos con tus datos, se devolvían para que te enviasen información sobre las más curiosas y peregrinas cuestiones. Ya siendo médico joven, me acercaba a consultarle a Casimiro, que era técnico electrónico autodidacto amen de estanquero, las dudas sobre un curso de radio y televisión que se me antojó hacer con los primeros dineros ganados. Y allí, en la trastienda, veíamos encenderse y calentarse lentamente las válvulas de vacío y me adoctrinaba sobre resistencias y condensadores y sobre el buen uso del estaño para soldar.
Pero, de manera mucho más firme que aquellas precarias soldaduras de estaño que conseguí hacer, el estanco está unido en mi memoria al Titanic y, en la zona lúgubre de la mente al llamado "crimen de las estanqueras". Lo segundo es obvio. Lo primero quizás necesite una aclaración. Leí también de niño algo sobre el hundimiento del trasatlántico y me llamó la atención que hablase de compartimentos estancos. Porque yo el único estanco que conocía era el del tabaco y los sellos y no comprendía porque habían instalado 16 de estos establecimientos en el barco. He olvidado como salí de la confusión, si alguien me aclaró el entuerto o lo logré yo solo por intuición o alguna lectura paralela. También en aquellos papeles del Titanic se mencionaba al "New York Times" que yo pensé que era el nombre elegante de la ciudad y a la TSH que eran las siglas de telegrafía sin hilo. Ahora la thyrotropin-stimulating hormone que solicito analíticamente a mis enfermos ha reemplazado el antiguo significado de TSH pero, para mí, ambos conservan el mismo encanto.
Y posiblemente en un barco como el Titanic con altas chimeneas que echaban mucho humo negro de carbón, hizo la ananá la primera parte del viaje que la llevaría hasta mi pueblo. Eran los primeros años del siglo XX y se estaba construyendo la carretera desde Monesterio hasta Calera. El contratista de las obras, hizo amistad con mi bisabuelo por línea directa de varón. Ignoro el cargo que desempeñaba mi antepasado pero me imagino que vendría a ser algo así como el prócer del pueblo. Terminada la carretera que sustituía al camino de cabras, el contratista se marchó. Al cabo de poco tiempo, llegó a la casona de mi bisabuelo el cosario con un paquete que acababa de traer a lomos de un burro por la recién construida carretera, un paquete remitido por aquel amigo contratista y que, una vez abierto, resultó contener....¡oh, sorpresa!....¡una ananá
Esta historia me la contó mi padre, muy niño cuando los hechos, y yo se la he contado a mis hijos y a todo el que ha querido escucharme. Cuando la termino de contar, me suelo encontrar con caras de póker que no comprenden la magnitud y alcance de la historia. Tengo que explicitar entonces que estoy hablando de hace casi 100 años, que Calera era un pueblo como el Macondo, prácticamente incomunicado, que se autoabastecia y de donde solo se salia para ir a la mili y a las guerras de África. Posiblemente, ni en las tiendas de ultramarinos finos de la capital, existiesen ananás. Solo en este contexto puede explicarse el revuelo de aquel paquete y su contenido y las cábalas de lo que había que hacer con aquello.
Por eso cuento esta historia, porque no debe perderse y espero que mis hijos se la cuenten a los suyos. Claro que me callo que, en realidad, yo subí con mi bisabuelo al Titanic y que sobrevivimos al naufragio para poder ver llegar el paquete con la ananá. Presencié como aquel lo abrió con gran prosopopeya en el salón donde colgaban los retratos de Alfonso XII y María de las Mercedes y cómo instruyó a los presentes sobre el fruto porque él lo conocía del “Blanco y Negro”  y cómo luego mi tía abuela Emilia trajo un grande cuchillo de la cocina para partirla en tajadas. Me lo callo porque ¿quién se lo va a creer? Pero dejo constancia en este blog de que la ananá llegó a Calera recién empezado el siglo XX y yo lo vi.

domingo, 23 de enero de 2011

La soportable levedad del cigarrillo corto.

Lamentablemente, no dispongo de un pie de rey pero sí se que alguna vez, quizás en el Colegio de los Jesuitas, tuve uno en mis manos y deslicé cuidadosamente su nonio para realizar medidas exactas, con precisión de décimas de milímetro. Este instrumente lo tengo asociado por forma y estética a la regla de cálculo. Éstas nunca he llegado a manejarlas pero se las vi, en mis años de estudiante, a otros compinches que habían decidido cursar carreras técnicas. Algunos la usaban en la biblioteca y yo miraba con pasmo como movían sus cursores y realizaban (o, más seguramente, fingían realizar) complejos cálculos trigonométricos o logarítmicos. Nunca vi a una chica con el artilugio porque posiblemente entonces todavía las arquitecturas y las ingenierías las seguían sobre todo hombres. En caso contrario, en el caso que los cielos atajaron, de que se sentara una estudiante enfrente con gafas de intelectual y hubiese sacado la regla de cálculo, habría  encontrado el complemento tan irresistiblemente sexi que me llevaría inevitablemente al  cortejo persistente y cansino y al consecuente desengaño. 
Luego vinieron las calculadoras. La primera la vi en una feria de muestras. Me la dieron a probar y yo sume 2 + 2 y comprobé con espanto que en la pantallita de diodos luminosos apareció un 4 contundente y rotundo. Estas primitivas calculadoras consumían muchas pilas y solo hacían las cuatro operaciones básicas. Pero luego Hewlett Packard las fabricó con capacidad científica y todos dijimos adiós a la regla de cálculo, incluso yo que jamás las utilicé y la chica con gafas de intelectual que nunca se cruzó en mi vida.
Puesto que no dispongo de pie de rey, no he podido medir con precisión de décimas de milímetro la longitud de los cigarrillos cortos que ahora me dispongo a fumar. También habría medido la de los cigarrillos normales que, a los únicos efectos de su ocurrencia en este blog, llamaremos largos. Y, por supuesto, el diámetro o calibre de ambos para confirmar que, al menos en una precisión de décimas de milímetro, son exactamente iguales. Pero, trascendiendo de este problema eminentemente comercial, cabe preguntarse ¿cual debe ser la medida ideal de un cigarrillo? y por ende ¿cuanto debe durar encendido entre nuestros dedos? Un paciente mío intentaba convencer a otro de que le acompañase a Madrid y lo hacía con este razonamiento convincente: “salimos a tal hora, nos paramos en el Juanito de La Roda a comer, al salir te doy un puro y cuando termines el puro, estamos en Madrid”. Ignoro cual ha sido el proceso para fijar el largo de los cigarrillos como los conocemos en la actualidad y si fue fruto de una coincidencia, de una costumbre o de un severo acuerdo entre fabricantes. Pero sí se que su duración deseada es, en cada momento, fruto de las circunstancias.



Y como estas han cambiado para mal, he decidido que, en los momentos de ajetreo cotidiano, fumaré los cortos reservando los largos para el placer distendido y la conversación o la reflexión relajada. De hecho, ya voy por la mitad de la primera cajetilla Marlboro pocket. Cuando encendí el primero con cierta pompa y circunstancia, tuve un sobresalto. Después de siglos de aplicar la llama a unas coordenadas exactas en relación con el macizo maxilofacial, hubo unos segundos de titubeo para encontrar el nuevo punto de ignición, más cerca de la nariz. Calculo que mi cerebro ha dedicado al menos un millón de neuronas del córtex temporal y sus correspondientes sinapsis  para fijar la memoria espacial de este punto. Pero no hay problema. Un simple reajuste sináptico, un desparrame de neurotransmisores, ubicará perfectamente el nuevo punto en armoniosa coexistencia con el antiguo. Y si acaso mi cerebro necesitare otro millón de neuronas, puede sacarlas perfectamente de las que hasta ahora ha dedicado a comprender procesos tan abstrusos como la declaración de la renta o, aquí entre los profesionales, como el contrato programa o la cartera de servicios.
Hay otro momento, teóricamente distendido pero en la práctica conflictivo, donde deberé fumar cigarrillos cortos: cuando me acompañe mi mujer al café o al aperitivo. Ella no es fumadora y no es cosa de que aguante, cual pasmarote, mientras el varón se entrega al vicio. A cambio de su paciencia, planeo dedicarle envueltos en el humo, besos y carantoñas. Porque no. No me encuentro ridículo fumando en la puerta del bar o en el rinconcito del Willow. No soy un pasmarote apestado. Y nuestros cuerpos aun son hermosos, lo suficientemente hermosos como para hacer grandiosos el beso y la caricia. Espléndidamente hermosos y no hay humo que pueda con éso.

domingo, 16 de enero de 2011

Preciosos paisajes.

Debo reconocer que, al igual que los camareros que protestan de los clientes impertinentes, los bebés que lactan y los niños que comen yogur, los ancianos con bronquios constreñidos y quejumbrosos y las señoras que huelen bien, debo estarle agradecido a la nueva ley antitabaco que entró en vigor el pasado 2 de enero. No es cosa de pensar en Robin Hood ni en Guillermo Tell, en arcos y ballestas. Gracias a ella, a la ley, me deleito cada día con preciosos paisajes. Salvo en las noches de verano, me ha gustado fumar siempre en interiores aduciendo que, al aire libre, parte del humo se desperdiciaba en vez de salirme por las orejas. Me gustaba observar las volutas subiendo tan airosa como caprichosamente hacia las luces halógenas que iluminan el aluminio aséptico, la madera noble o el mármol hurtado a la placa del panteón. Y a través de ellas, a la clientela entretenida en charlas, discusiones o confidencias. Ahora debo de acostumbrarme al cigarrillo en la calle. Será cuestión de encontrarle un nuevo sabor, de aspirarlo por los poros de la piel, por las entradas de la frente, por las manos que van y vienen marcando el ritmo de las caladas pausadas y meditadas. Pero, por lo pronto, ya tengo el gozo de disfrutar de estos preciosos paisajes que sustituyen a la teoría del botellerío, a la exhibición de las tapas, a la estatuilla de San Pantaleón, a las fotos o cuadros con más o menos gusto, a la flecha que guía a los servicios, a la odiosa y odiada televisión con sus monsergas, a la vaharada de la cafetera que calienta la leche, a los grifos escarchados de la cerveza y, allá al fondo, el jamón. Así que me permito mostrar una improvisada galería de fotos.


Parking de La Meseguera, segundo café, segundo cigarrillo. El café y el cigarrillo de los obreros aunque, a veces, me encuentro aquí a gente importante. Bebido y fumado al amanecer de los inviernos o con la fresca del verano. Las furgonetas de los repartidores van y vienen, el pan aún está caliente y yo me preparo para colaborar al esfuerzo común. Y aquí tenemos la suerte de gozar de un magno cenicero, antaño bidón:



Si la consulta ha sido especialmente dura, me premio al terminar con un café anárquico y asíncrono, semiestimulante, semiaperitivo, en Siena. Justo enfrente de la policromía y las ventanas del edifico de viviendas subvencionadas para jóvenes. Hay que pasar revista a cada una de las persianas, a cada uno de los cristales a ver cómo están de levantadas o cómo de corridos. Y pensar en el paro, en la hipoteca y en el desánimo, en la carantoña cariñosa o en el desamor. Por encima de todo, la franja de azul intenso del cielo en una llamada a la esperanza.


Algunos días feriados, acudo a Victoria a comer con mi mujer. Buenos menús a un precio asequible. Totalmente correcto el vino y su servicio, auspiciado por uno de los mejores sommelier de la región.
Luego el postre, el chupito de aguardiente y el cigarrillo en el parquecito, al lado de la canalizada rambla,  contemplando los colores de las bocas subterráneas de recogida de basura. Me acuerdo de los gatos callejeros, de aquel Don Gato de los dibujos animados, que usaba corbata y que vivía en un cubo metálico, y del patrullero Matute. ¿Dónde buscaran ahora sus raspas y su ración los gatos callejeros? ¿Los gatos...? ¿Es que no hay seres humanos que también rebuscan en la basura? Quizás los colilleros ahora lo tengan más fácil porque habrá más abundancia de colillas en la calle.


Acogedor rincón de la calle Salzillo, en Santo Ángel, junto a El Charco y junto a Willow. Sitio del café burgués de los domingos por la mañana o del aperitivo familiar y lugar conflictivo para fumar. Enfrente el Colegio Público, el de la música carcelaria de los recreos del que una vez conté. A la espalda, el triste corralito infantil, con algún tobogán y algún columpio. Pero creo que las distancias legales están salvaguardadas. En el rincón, la pared de ladrillo visto, da entrada al gimnasio adonde se va a quemar calorías y a quemar monotonía. Y ¿por qué no prohiben también fumar junto a los gimnasios que son lugares saludables? Pero en fin, creo que el humo nicotínico contrarresta el sudor de los cuerpos aeróbicos y danzantes y el olor a la embrocación final.


Y termino con la grácil curva de la Carretera de Santa Catalina dispuesta a remontar el puente de El Reguerón. Café en el Bar Marilín donde aún te dan un encendedor con propaganda de la casa para que te vayas a la acera a encender el cigarrillo. Enfrente la carpa de la compra venta de coches. Va mal el negocio, parece ser. El sueño de varias generaciones vuelve a ser objeto del deseo. Ahora el sol se levantará poco más y la bruma posiblemente no se quite de las faldas de la Costera Sur. Al final humo, polvo en el viento.

domingo, 9 de enero de 2011

El fumador y el perrito cagador.

Perdón por la cacofonía del título pero son días de torpes decisiones  y torvas buenas voluntades. Eso al menos le parece al fumador que aprovecha la buena mañana para encender el cigarrillo en la calle. No hace mucho frío y el cielo aparece completamente azul pero el fumador elige una sombra en el retranqueo de un portal para dedicarse a su vicio. Mientras lenta y pensativamente va dando caladas, ve pasar la porción de mundo que le corresponde. Está en un calle anodina, de edificios de viviendas mesocráticas y locales comerciales vulgares. Enfrente, un parquecito sobre un parking subterráneo. Quizás haya columpios y toboganes. Quizás haya niños de vacaciones pero el fumador guarda la distancia de seguridad. Pocos coches circulan entre ellos, el inevitable de la Policía Local.

El cigarrillo va ya miteado cuando aparece un chica mona con dos perritos. Lleva el pelo rubio, muy corto y va vestida con atrabiliarios pantalones vaqueros, muy largos y anchos y con profusión de bolsillos y correajes. Uno de los perritos, un can de cara ancha y orejas ralas, se pone inmediatamente, sin prosopopeya, en medio de la acera, en posición defecatoria. Pone cara de pena durante el esfuerzo. El fumador no sabe si los perritos sufren de estreñimiento pero quizás sea solo éso, que les gusta poner cara de pena como los gatos ponen cara de interesantes en la misma tesitura. Pero ya aparece la caca que cae desde una altura de unos 30 cm. sobre el suelo formando un breve montículo de mierda. El fumador mira con atención para no perder detalle y observa como la mierda empieza a humear. Del montículo brota un vaho tenue pero perfectamente asequible a la vista. Posiblemente ese humo huela mal como dicen que huele mal el de su cigarrillo. Pero allí están los dos, cada uno con su mierda en amigable convivencia. El fumador va terminando ya su cigarrillo mientras sigue mirando con asombro y las últimas caladas suben al cielo junto con el humillo de la mierda del perro. La chica mona, con su atrabiliarios pantalones vaqueros, también mira y espera. Y ahora saca de uno de los múltiples bolsillos una bolsa de plástico transparente que sostiene en la mano.

El perrito parece haber terminado la gestión y la chica mona, valiéndose de la bolsa de plástico, recoge la mierda. Pero el animal no parece satisfecho y sigue con cara de pena. Da unos pasos renqueantes y se vuelve a poner en postura defecatoria. Y ahora si, ahora sale la última minga que la chica mona vuelve a recoger con su bolsa. Y el perrito hace una cosa que el fumador nunca había visto: manteniendo los cuartos traseros flexionados, se mueve hacia adelante con rapidez valiéndose solo de las patas delanteras. De esta manera consigue arrastrar el culo por el suelo en lo que el fumador supone que es un auténtico alarde de limpieza canina. Y luego el perrito trota satisfecho y la chica mona se va detrás de él y pasa también el segundo can vestido con un ropaje paramilitar de camuflaje tan atrabiliario como los pantalones de su dueña.

Al fumador le hubiera gustado sonreirle a la chica mona cuando se incorporaba de recoger la mierda. Pero sus miradas no se cruzaron. Mejor así, no sea que le fuera a tomar por un burdo ligón agazapado. Pero el fumador solo quería con su sonrisa felicitarla por su buen comportamiento ciudadano. De todas formas, le sonríe al perrito cagador. Sabe que ahora las chicas monas que quieren tener los dientes blancos, la piel resplandeciente y oler bien se quedaran dentro del bar mientras él irá a acompañar a los perros a la calle. Y con ellos fumará, mientras los coches de la policía pasan por la calle, mirándose mutuamente, él con su humo y ellos con la lengua fuera, atados con la correa a la pata de una silla. No sabe si los perros sonríen, no sabe si le correspondió a su sonrisa. De todas formas, terminado el cigarrillo el se tiene que ir y la chica mona ya se aleja con los dos perritos.

Pero no puede ser de otra manera. El fumador es un nostálgico. Nostálgico de aquellas películas en blanco y negro que vio en su infancia y en su adolescencia donde los hombres eran terriblemente atractivos y fumaban y las señoras encantadoramente glomourosas mientras el galán les encendía el cigarrillo y ella sostenía su mirada. Por éso seguirá fumando eternamente, ahora en la calle con los perros, para contemplar como pasan los coches de la policía y el entierro de los que se perdieron el paseo por el lado peligroso, de los que nunca supieron que cuando las distancias se acortan, cuando las bocas se acercan y se percibe el olor al cigarrillo el beso es ya inevitable y que, a partir de ahí, no hay retorno posible.