sábado, 17 de julio de 2010

Cruceros, lazarillos y bares.

He dejado por unos días la carretera de Santa Catalina para acudir a Salamanca donde está la familia política y donde hay que asistir a una boda. Al día siguiente de la llegada, me levanto temprano y, a las 8 de la mañana, estoy desayunando en el bar "Tres Carabelas". Allí hacen las tostadas en un tostador doméstico, esos en los que se entra el pan por una ranura y se ponen en marcha accionado una palanca lateral. Hay que salir pronto hacia Riocabado para fotografiar unos cruceros campestres que siempre me habían llamado la atención.

Así que conduzco por la moderna autovía que dejo en San Pedro del Arroyo y tomo la carretera de Sanchidrian, ya en la provincia de Ávila. No hay pérdida posible, no es necesaria ninguna guía: en su momento, ves cerca del camino, la impresionante nave de la iglesia y tres hermosos y austeros cruceros que posiblemente formaran parte de un Vía Crucis. Aparco el coche y me echo a andar por un camino de cabras. No es mucha caminata. En poco menos de diez minutos estás junto al sencillo monumento y en medio de uno de los paisajes más hermosos del mundo. Las cruces están ahí, en medio de la tierra de labor, sin nada que informe de que son, quien las hizo y para qué. Pero el caminante no necesita ningún panel informativo porque sabe deleitarse en la absoluta belleza de todo lo que ve y comprende que es heredero de aquellos hombres y mujeres que han transitado por aquí alguna vez. Y se sabe también en tierra de místicos, de ascetas, de fanfarrones, de guerreros, de santos, de conquistadores, de visionarios, de románticos, de reyes y plebeyos, de amantes y amadores. El tópico lo dice: no hay palabras para describir lo que se ve y lo que se siente. Ni siquiera hay imágenes. El fotógrafo gira tontamente el zoom, compone el encuadre, ajusta la exposición, pero es inútil. Así que deja de mirar por el visor, respira hondo y reza. Reza porque no sabe, no puede hacer otra cosa. Y,  aunque pisa el suelo que pisaron Santa Teresa y San Juan de la Cruz, hace hincapié en que Dios "no le deje caer en la tentación".


Recobrada la calma, un "bueno, ya está bien de santerías" y deshago el camino de cabras, cruzo la carretera y me tomó un café con un botellín de agua en el bar "La Estación". Hay aire acondicionado y el cigarrillo me sabe a gloria, a la misma gloria que he rozado con los dedos hace unos minutos. Ahora, vuelta a la autovía y, en la ciudad me premiaré por el éxito de la misión con unas cañas y unos Cigales fresquitos en la magna galería de bares que circundan la casa de mis cuñadas de nombres tales como "Café Solo", "De Vinos", "Crespo", "Los Sauces", "Los Carreños".... Bebo un punto por encima de la moderación para alcanzar el estado de gracia que permite una relajante siesta.

Y la gloria vuelve a resurgir cuando, otra mañana, hago la peregrinación imprescindible en Salamanca, la visita al puente romano para palpar la estatua del ciego y del lazarillo y el verraco. Aquí no hay que rezar porque Lázaro era hijo de puta y de ladrón y el ciego tenía muy mala leche. Aquí resonó la terrible sentencia de éste: "Aprende, necio, que el mozo de un ciego un punto más ha de saber que el demonio" y aquí el zagalón despertó a la vida. Hace mucho calor pero se que los personajes cruzaron el puente un día de verano porque el frío y el invierno es malo para los pobres. Yo lo cruzo también, junto a ellos, y con nosotros viene caminando toda la miseria y toda la grandeza de esta España que tanto me gusta.

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