domingo, 20 de enero de 2013

El camión cargado de cañas.


Me encontré, hace algunos días, con un camión cargado de cañas. Era un camión pequeño, poco más que una camioneta, y estaba aparcado en el arcén de la carretera de Santa Catalina, enfrente del bar Marilín. Yo también iba allí a tomar café y coloqué el coche macarra  detrás del camión, dejando un respetuoso espacio no fuera a ser que, al salir, diese marcha atrás y me hiciera un roce en la pintura rojo pasión. Creo que es la primera vez que veo un camión cargado de cañas. Éstas son ubicuas en toda la huerta de Murcia y crecen mucho en los cauces semisecos de los ríos y en la mota de las acequias. Pero pueden verse por todas partes formando coro con las palmeras. Incluso creo recordar que en los terrenos donde luego se levantó el Centro de Salud las había en abundancia. Por ser cosa de poco peso, el camión llevaba su carga muy alta y sobresaliendo bastante por la parte de atrás lo que obligó a colocar esa especie de señal a rayas rojas que apenas se veía entre los florones parecidos a plumeros que rematan las cañas.


Y lo primero que pensé fue en el hule. Me refiero a aquel sucedáneo del mantel de tela que sustituyó a éste en las mesas que ya empezaban a acoger modernidades. No guardo memoria de qué se ponía en mi casa antes de que se inventase el hule porque lo vi aparecer de muy niño. Me malicio también que, en las mesas humildes, no se pondría nada, la rebanada de pan, el chorizo y la navaja directamente encima de la madera tosca. Por este motivo, el hule nos democratizó e igualó en aquella blancura obtenida posiblemente ya por síntesis química. Porque el hule era inmisericordemente blanco y liso y discretamente brillante y se guardaba enrollado en una caña. Debía de ser ésta lo suficientemente larga y era preferible que fuese completamente recta. A nosotros nos las suministraba alguien a quien no tengo más remedio que llamar Doña Fulana porque he olvidado por completo su nombre. Y no habría recuerdo ninguno de ella sino fuera porque se me quedó grabado el comentario que hizo un día mi padre. En sus rondas de médico rural, habría intuido el último declive de la buena mujer y un día comentó mientras se ponía la mesa: “Se va a morir Doña Fulana y nos vamos a quedar sin cañas”. Y así debió de ser porque el hule acabó enrollado en un palitroque tan largo como la caña pero sin su gracia y que, además, tenía una cierta curva por lo que el rollo terminaba vertical en la bodega con un cierto aspecto de decrepitud jorobada. 

Quizás mi padre alguna vez escribió en un mantel de hilo con una pluma estilográfica. O quizás solamente deseó hacerlo a lo largo de una cena aburrida y somnolienta, en un impulso transgresor que acabó reprimiendo. El caso es que, de vez en cuando, entre bocado y bocado, pintaba en el hule adelantándose a las pizarras Velleda. Creo que allí dibujó la órbita de la Tierra alrededor del Sol para que yo apreciase que no era circular sino elíptica porque él estaba convencido de estas cosas. Más tarde, escribió la fórmula del ácido sulfúrico y cuando mis estudios fueron avanzando, se atrevió con la química orgánica y con los anillos del ciclopentanoperhidrofenantreno. El hule tenía la ventaja de que no necesitaba otra limpieza que pasar un estropajo humedecido en jabón casero pero este sistema no era eficaz contra la tinta del bolígrafo que se resistía a borrarse en una lucha de difuminamiento azulado. Y así la órbita de la Tierra y la fórmula del ciclopentanoperhidrofenantreno iban volviéndose paulatinamente más desvaídos hasta terminar en un simple manchón. Luego supe que aquellos anillos dibujados junto a la pringá del cocido, estaban relacionados con nuestro querido colesterol. Pero ya no había hule para perfeccionar la fórmula ni, muerta Doña Fulana, caña para enrollarlo.

Digo que, cuando vi el camión, yo iba al bar Marilín a tomar café y tuve la suerte de encontrarme allí al cañero, almorzando en la barra con dos compañeros. Era un hombre joven que mantenía una animada conversación que pude oír sin esfuerzo por lo que me enteré de algunas vicisitudes y líos del trabajo y de conflictos con algunos huertanos u otros recolectores cuyos nombres y alias se esparcieron por el local. Y yo busqué el machete, sin encontrarlo. Lo busqué en su cintura y lo busqué descansando sobre la barra en incierta armonía con el móvil. Porque las gavillas de trigo me recuerdan la hoz y las cañas, después del hule, me recuerdan el machete con que se cortan o se cortaban. Así es desde que, de estudiante, cantaba a coro aquella canción revolucionaria que decía algo como: “en la Cuba de Fidel, los cubanos cortan caña y el que no quiera esta guerra que se vaya para Españaantes de pasar al estribillo que, como era de esperar, repetía lo de “Cuba sí, Cuba sí, yanquis no”. No he vuelto a saber nada de esta canción y no la he encontrado por ninguna parte por lo que supongo que era una versión de fortuna de otras más conocidas.

Una hoz o un machete, en manos encallecidas y expertas en su manejo, son un arma terrible. Pero, posiblemente, solo sean aptas para matar al amante infiel o al capataz negrero. Y todo ello in situ, en el caserio, en el campo de trigo a pleno sol o en el cañaveral que mece el viento. Porque dudo mucho de que el machete siga teniendo su trágica efectividad en Suiza, pongamos por caso. Joan Baez no lo explicita en su canción pero es de suponer que el preso nº 9 cometiera su doble crimen con un machete. Y allá en lo alto, el cielo lo juzgó.

Y canturreando la canción nostálgica que entrevero con lo de que en la Cuba de Fidel los cubanos cortan caña, salgo a la carretera a fumar el cigarrillo y veo partir el camión rumbo a su destino. Pienso entre los canturreos si no sería bueno proponerle a la familia volver a utilizar una caña para enrollar los manteles del Ikea, que ahora se pliegan y se guardan. Así podríamos retomar las didácticas pinturas del ciclopentanoperhidrofenantreno y llegar hasta el colesterol o incluso hacer esbozos de las diapositivas del Power Point para la sesión clínica. Pero sé que la propuesta caería en saco roto porque, en la época de los iPad ¿quién puede encontrar divertido hacer dibujos con bolígrafo azul en un hule y luego enrollarlo en una caña?

domingo, 13 de enero de 2013

Cualquier cosa.


Le hemos dado a este blog unas vacaciones navideñas para que aprovechase las mañanas domingueras y soleadas en las que abrían El Corte Inglés y las tiendas y, hace una semana justa, se dedicase a compartir con la familia los regalos que le trajeron de Oriente, o tal vez de Tartessos, los Reyes Magos. En estos detalles geográficos es mejor no entrar y basta con tener deseos económicos, sencillas ilusiones, dejar los zapatos y esperar. Pero hoy comprendo que es obligado escribir cualquier cosa. Además me lo pide el cuerpo, el cuerpo que no la mente (si es que la mente no es cuerpo) y lo exterioriza con un peculiar nerviosismo en los dedos llamados a teclear.

Encima de las mesas de lo que podríamos considerar la sala de recibir de mis enfermos mayores, suele haber cualquier cosa, frecuentemente sobre una paño circular de crochet que nos retrotrae a una época en la que las mujeres se dedicaban a sus labores. Hace pocos días, fui a ver a J. que estaba muy decaído y había vomitado un líquido amarillo y filante que me enseñaron en un gran barreño de plástico. Me llamó la atención que, encima de esta mesa ubicua y el habitual crochet, hubiese un cenicero porque me consta que no fuman ni él ni su mujer, un cenicero de los que aprovechan la pulsación de un pomo para producir el giro de la tapadera que hace caer la ceniza y la colilla a un inmenso depósito. Me enseñó a utilizarlos mi suegro Tomás que fue ferroviario de máquinas de vapor que le llevaban hasta la raya de Portugal, muy fumador y muy longevo. Por éso creo que el depósito debe ser inmenso, porque nunca vi a Tomás vaciar el suyo ni yo he tenido necesidad de hacerlo con el mío. En aquella casa suegral y hoy cuñadil, el cenicero ocupaba un lugar propio pero, en cambio, lo encontré ectópico en casa de J. Se trata de un matrimonio simpático y acogedor y quizás lo tuvieran, permisivamente, para las visitas. Pero posiblemente debí decirle a D., su mujer, que el cenicero, al igual que el salero, las vinagreras y los mondadientes, son hoy considerados objetos de mal gusto, que no es fino tenerlos a la vista y sólo deben salir a la luz si algún amigo impenitente e inconfeso los solicitase.

Porque en esas mesas y sobre el crochet, lo que suele haber es cualquier otra cosa, sobre todo fotografías enmarcadas y objetos bizarros y kitsch. También hay fotografías en las mesillas de noche. Los años y la práctica me permiten que, cuando me siento en el borde de la cama, pueda ver de reojo aquella imagen de la joven que hoy declina en los ruidos de mi fonendo. Precisamente, hace ya bastantes años, veía en las alacenas una botella de licor cuya etiqueta rezaba “Cualquier Cosa” que solía acompañar a otro llamado “Beso de Novia”, éste, sin duda, dulzón y empalagoso. Me malicio que el “Cualquier Cosa”  era lo que se sacaba para convidar a la visita que, a falta de deseo más concreto, pedía cualquier cosa para beber. “Pues aquí la tienes”, diría el anfitrión con una sonrisa de embromador. He tenido curiosidad de buscar por Internet información sobre estos dos licores hoy periclitados, como el "Calisay" o el "Cointreau" que se tomaba on the rock y se pronunciaba cuantró, y parece que ya son pieza de coleccionista. Debía de haber varias destilerías que los embotellasen con el mismo nombre y propio de Cataluña y el Levante porque nunca vi nada parecido por la Extremadura y la Sevilla de mi niñez y juventud. Tampoco me perdí nada.

Y algunas veces, en algún mueble anodino, veo algunos libros en los que está escrito cualquier cosa. O algunos discos en los que está grabada cualquier cosa. Recuerdo ahora una piscina de la sierra de Salamanca en la que, hace ya bastantes años, me bañé pasando frío aun en pleno verano. La regentaba una señora y un niño impertinente le estaba dando la lata porque se aburría. Entonces la señora le dio un libro y el niño le dijo que no le gustaba a lo que la mujer le contestó algo así cómo qué más te da lo que está escrito, el caso es leer. Se me quedó en la memoria la anécdota quizás porque el frío me hizo tan antipático el baño como el libro. En realidad, en la inmensa mayoría de los libros, está escrita cualquier cosa. En todas las bibliotecas de todo el Universo, solo hay cuatro buenos y ninguno lo he escrito yo aunque sí los he leído todos. Y solo hay cinco piezas musicales buenas y lo demás es un tostón. Son muy de agradecer, por tanto, los iTunes y los Spotify que te permiten ser legal y bajarte una sola canción porque el resto del elepé es anodino, soso o una mala repetición de la jugada.

Por éso, como el licor para visitas imprecisas, también me he permitido esta mañana de domingo escribir cualquier cosa, letras, palabras, para un mueble anodino o para dormir sobre un paño de crochet junto a fotos de bellezas pasadas o un cenicero que nunca se usa.