miércoles, 29 de septiembre de 2010

¡¡A LAS BARRICADAS!!

No, en esta jornada de huelga, no iré a las barricadas. En realidad, no las he visto en la carretera de Santa Catalina que es un sitio muy apropiado para ellas. No hay sacos terreros, ni neumáticos incendiados ni provisión de adoquines. Me he levantado, he accionado el interruptor y había electricidad, he abierto el grifo y había agua y la caldera ha dispuesto de gas para calentarla. Tengo Internet disponible y puedo escribir esta entrada. Supongo que no habrá problema para que tome el café del amanecer en La Meseguera o en Gala.

Durante 1968 no fue así. Estuve primero en París y me empeñé en hacer pintadas en la Sorbona. Dormía en el metro y comía lo que podía. Luego, viendo el cariz que tomaban las cosas, me fui a Praga. Por mi natural torpe, no sabía bien encaramarme a los tanques para increpar a los soldados del Pacto de Varsovia. Una vez que lo intenté, me enganché el pantalón con las cadenas y toda la culera se desgarró. Aunque intenté coserlo, no supe hacerlo bien, se volvió a desgarrar y así anduve, con tres imperdibles que sujetaban precariamente la tela. Pero ya no me volví a subir a un tanque y me dediqué a trastocar señales de tráfico o a emborronarlas.

Las cosas han cambiado y espero que para bien. La huelga es, digamos, civilizada. Creo que nadie la va a secundar en mi Centro de Salud y yo tampoco y supongo que no habrá incidentes. Así es lo convenido en pactos y conversaciones que nunca entenderé. Pero, sin embargo, hoy no quiero parecer un buen obrero, un trabajador sumiso. No me hallo esta mañana en el papel del médico tranquilo y burgués. Ni siquiera me parece bien dar el perfil pulcro, educado y servicial que demanda mi empresa, mi patrón. Intento hacerlo todos los días aunque solo sea por el pundonor de mantener una impecable imagen corporativa. Pero hoy, en recuerdo de los días de París y de Praga, en recuerdo de los auténticos Primeros de Mayo, voy a ir a la consulta como si fuera a la barricada. No me he afeitado y dejaré la chaqueta en el armario para lucir unos pantalones de batalla y una camisa de cuello Mao o de segador. Porque antes los cuellos de la camisa iban aparte y solo nos los poníamos los señoritos, ajustándolos al cuerpo de la prenda, una vez planchados y almidonados, mediante unos botones. E incluso los señoritos teníamos que tener cuidado con la tela y, para que durase más, se cambiaban los cuellos por su más pronto desgaste.

Así que, en recuerdo de todo ésto, de miserias, sinsabores y luchas, iré sin afeitar, con una camisa Mao y prescindiré de la bata funcionarial. No pasa de ser una boutade de las que tanto me gustan porque ¿para qué nos vamos a engañar? ¡Si hasta la camisa de cuello Mao es en realidad de pijo!

sábado, 25 de septiembre de 2010

Los cordones de los zapatos.

Cuando, con 9 años, me fui interno al colegio de los jesuitas, en casa se preparó un gran baúl donde se transportaría la ropa y el ajuar necesario para la larga permanencia de todo un curso escolar. También tuvo que aprender algunas habilidades básicas como la de hacerme el nudo de los cordones de los zapatos. Afortunadamente entonces no había que hacer una larga exposición de motivos, ni una introducción, ni una justificación en la que se leyera que "la inmensa mayoría de los niños no saben hacerse el nudo de los zapatos y es, por tanto, un gran problema social...etc, etc" como ahora hacen muchos de los vividores del cuento. Yo no sabía hacerlo, me enseñaron, lo aprendí tras sucesivos y metódicos ensayos y punto. Juan el Bautista no se consideraba digno de desatarle la correa de las sandalias a Jesús de Nazaret. No era esto un mero comentario cortés. Atar y desatar la correa de las sandalias, quitarlas y ponerlas, era tarea del más bajo de los esclavos. El Talmud dice que el discípulo debe hacer a su maestro lo mismo que el esclavo con excepción de atarle las sandalias. Y volviendo a Juan en su mazmorra, poco antes de ser decapitado, nos cuenta Oscar Wilde como Salomé se demora en su baile ante Herodes porque espera que las esclavas le traigan los siete velos, el perfume y le quiten las sandalias. Luego, en una espantosa escena de amor perverso, Salomé besa los labios rojos de la cabeza de Juan mientras musita terribles palabras:
"¡Ah! He besado tu boca, Jochanaan. ¡Ah! La he besado, tu boca, había un sabor amargo en tus labios...¿Sabía a sangre? ¡No! Pero sabía quizá a amor...Dicen que el amor sabe amargo. ¿Pero qué importa? ¿Qué importa? He besado tu boca, Jochanaan. La he besado, tu boca"
En cambio, José el Francés nos canta que ya no quiere besar unos labios porque otro los ha besado...

Pero, en realidad, nada de eso tiene la importancia de que yo, a su debido tiempo, aprendiese a hacerme el nudo de los cordones de los zapatos. Mi madre, con exquisitez normativa, distinguía la lazada del nudo. La primera podía deshacerse airosamente tirando de uno de los extremos del cordón. El nudo, en cambio, esta hecho sobre la lazada y es más conflictivo deshacerlo. Bien porque entonces no había costumbre de hacer este definitivo nudo, bien porque los cordones fuesen más resbaladizos, era frecuente encontrar gente andando con los zapatos desabrochados y los filamentos arrastrando por el suelo. Se debía, como norma de elemental cortesía, advertir de esto al desprevenido ya que de lo contrario podía pisarse los cordones en una especie de autozancadilla, caer al suelo y sufrir una fractura pertrocantérea de fémur derecho. El caso es que mucha gente se paraba en medio de la calle a atarse los zapatos y, en las películas policíacas, el espía disimulaba ante el sospechoso fingiendo que hacía esta maniobra. Caritativamente, se le ataban los cordones a los niños y se les volvía a insistir en que tuvieran cuidado con caerse.

Nada de esto se ve ya y el caso es que no se exactamente por qué. En el caso de los niños, supongo que será porque las abuelitas previsoras les compran zapatos dotados de velcro o tal vez con una goma en el empeine que evite el engorro de los cordones. De hecho, la coordinación neuromuscular debe ser fina para permitir que el ser humano haga un nudo correcto aunque creo que esta habilidad no se contempla en esas melifluas escalas que miden el desarrollo psicomotor. Pero, en el caso de los adultos, la cosa se complica. Puede ser que se usen más zapatos sin cordones. La muchachada, ellos y ellas, llevan calzado deportivo que o bien van desfarfaladamente desabrochados aunque puede ocurrir que la cordonería adopte bizarras combinaciones o bien llevan un nudo hecho de una vez para siempre pero poco ajustado que permite ponerlos y quitarlos. Y los adultos maduros hemos aprendido a hacer lazada y nudo en un ritual de quita y pon matutino y nocturno que, como buena adquisición de la infancia, podemos realizar incluso a oscuras. Eso si, hay que tener algo que sirva de levanta pies y no ponerlos encima de la cama para no manchar las sábanas del ajuar. De hecho, yo es lo primero que busco cuando llego a la habitación de un hotel y cada vez lo tengo más difícil por la mandanga del diseño o por ese otro señuelo para catetos del "encanto". Siempre queda el último recurso de la taza del water pero su altura no es la idónea.

Ignoro también como se resolverá la cuestión en una cita clandestina o en las peripecias del sexo mercenario. Que el caballero se desate los zapatos puede marcar un impasse impactante pero si, con los nervios del momento, el nudo se muestra rebelde y hay que aplicarse a él con ahínco, la magia del ramo de rosas rojas puede romperse. Pienso en esto mientras paseo por la carretera de Santa Catalina aun con calor lo que me permite ir con unas cómodas sandalias que se ajustan al pie gracias a un práctico cierre de velcro. Porque mi ruta es la de acceso a algunos de los más frecuentados "picaderos" de la ciudad. Pero ahí no hay problema porque el amor de emergencia se practica con los zapatos y el preservativo puesto. Luego el médico les dirá consejos viejos y, si tiene tiempo, hasta quizás les explique como hay que hacerse el nudo de los zapatos.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Bravatas y Supervillanos.

La más academica descripción del bravucón es escueta, tanto como lo es el último terceto y el estrambote del soneto de Cervantes al túmulo de Felipe II. Su bravuconería perdió a la mujer que llevó el pleito ante Sancho Panza, gobernador de la Ínsula Barataria. Un bravucón es, pues, el o la que dice o hace bravatas. Conocida es también la anécdota de Diógenes cuando fue visitado por Alejandro Magno. Estaba este en el esplendor de su gloria, era un semidiós, más que el Obama hoy y mucho más que el Zapatero que así creo que se apellida el que más manda en España. Cuando Alejandro le dijo a Diógenes que le pidiera lo que quisiera, éste contestó escuetamente: "Pues que te quites de delante y no me tapes el sol". Maravillosa respuesta que nos introduce de sopetón en las grandezas de la ascesis y el cinismo. Pero bien mirado, no deja de ser también una bravata, un aquí estoy yo o un castizo "¡pá chulo, yo!" La literatura y las leyendas universales están llenas de tipos envalentonados. Patético quizás sea el envalentonamiento de Aquiles antes de salir a dar su última batalla. Tetis, su madre y diosa, sabe que va a morir y quiere retenerlo. El héroe también lo presiente pero, a pesar de eso o tal vez por eso, viene a decir un "¡dejadme solo!" Amenazas bravuconas son las que se intercambian David y Goliat antes de su singular combate. Las chulerías en su estado puro las declama ¡cómo no! Don Juan Tenorio. Y ¿qué decir del pistolero del Oeste cuando entra desafiante al saloon abriendo decidido las puertas batientes? Pero nada de esto es comparable a nuestro Manolo Escobar cuando en su ínclito "Poromponpero" canta de una vez por todas "el cateto de tu hermano que no me venga con leyes..."

A todos, incluso a Diógenes, nos gusta decir bravatas. Pensé en ésto tomando café en uno de los bares que frecuento. Solo una señora y yo de clientes lo que permitía al camarero tener una distendida conversación con el cocinero que se mantuvo en voz alta y clara para que la humanidad, representada por la señora y yo, pudiera oírla. Comentaban como habían sido capaces de dejar de fumar. O, mejor dicho, bravuconeaban:
- ¿Tú vas a poder conmigo, enano? Antes te corto los huevos.
- Abrí el cajón de la mesilla y allí estaba el último paquete que abrí. ¡Pues ahí te vas a quedar, cabrón!
- Mi hijo me dijo que si tenía cojones de dejarlo un mes, lo dejaba él también y en eso está.
- Yo no lo echo de menos. ¡Qué bien estoy ahora y no cuando me metía ese humo de mierda!
La guinda del pastel fue la actitud perdonavidas:
- Ahora que yo no le voy a decir a nadie que no fume. A mi no me molesta y el que quiera que lo haga.

El refuerzo positivo forma parte de las estrategias para dejar de fumar y, en realidad, me parecen bien estas bravuconadas que, a pesar de su grueso registro, no pasaban de ingenuas. El problema es que la actitud belicosa forma parte del ser humano y el bravucón lo llevamos todos dentro. Claro que es muy distinto hacía quien va dirigida la agresividad y la bravata. El truco consiste en encontrar un autentico supervillano e ir a por él. El mundo funcionaria mejor si siempre hubiera unos "buenos" y unos "malos" porque, como dicen los utópicos, el bien siempre triunfa. Supermán lo tiene muy fácil y los amigos del bar también pero no siempre es así. En la vida cotidiana normalmente el enemigo es un igual que el destino enfrenta a ti y a tus intereses. Y hay quien va pidiendo guerra y la encuentra. Luego a contar la batallita o los planes de batalla, en todo caso la bravata.

Si, en un momento dado, no hay enemigo se inventa: cruzar la autovía, carreras de motillos con el carburador y el variador trucados, saltar de un balcón a otro del hotel. Muertes estúpidas pero es muy difícil resistirse al atractivo de poder contar un logro contra alguien aunque ese alguien sea uno mismo. De todas formas, me siento más cercano al bravucón sencillo, al que no oculta que lo es que al asceta morigerado, los Diógenes de pacotilla, los que fingen que luchan por una causa justa cuando, en realidad, descargan sus malos instintos.

domingo, 12 de septiembre de 2010

El pebetero.

Hace pocos días fue la última comida familiar en "Los Arroces de Segis". Este buen restaurante está al inicio de la carrera de Santa Catalina, no más pasar la primera rotonda que enlazará con la Costera Sur cuyas obras no sabemos si están o no detenidas por mor de los políticos y la crisis. Como su nombre indica a las claras, en "Los Arroces de Segis" se come paella y solo paella, precedida por unos abundantes aperitivos. La puesta en escena es rígida pero amigable. La carta escueta y sin sorpresas. Los aperitivos siempre son los mismos en cantidad sabiamente proporcional al número de comensales y solo hay que elegir entre seis clases de paella. El precio por persona está fijado de antemano por lo que nos evitamos los engorrosos preludios y las enojosas preguntas a fin de comer lo apetecido sin gravar más de la cuente al que ha de pagar. Me llama favorablemente la atención el que en la sencilla carta diga explícitamente que se podrá repetir de los aperitivos si se desea pero sin caer en el desperdicio o en el abuso. Exquisita disposición que, aparentemente, deja la vara de medir en manos del pueblo cuando, en realidad, la sigue esgrimiendo el poder local que se supone que es el que determina en base a criterios nunca escritos en el B.O.E. quien infringe la norma y cae en el abuso o en el desperdicio. Por este diablo que llevamos los humanos dentro, reconozco que me gustaría presenciar una discusión entre camarero y cliente dirimiendo si pedir otra cazuelilla de huevos rotos con chorizo es abuso porque ya se han comido cuatro o es desperdicio porque ha sobrado abundante ensaladilla rusa.

El postre, como era de esperar también es a piñón fijo: fruta del tiempo y flan de la casa. Una copa de aguardiente o de marrasquino como bebía La Parrala y ya se puede uno ir a dormir la siesta. Pero en "Los Arroces de Segis" es costumbre darle a la salida un regalo a las señoras. En este último día que fuimos allí, el regalo fue un pebetero con sus pebetes. Se trataba de un pebetero sencillo y muy conocido, una tabla de madera alargada con una acanaladura en el centro y un extremo curvo para permitir la colocación de la varilla olorosa. Nunca he sido amigo de estos sahumerios esotéricos y brujiles, ni siquiera en mi juventud, cuando empezaban a proliferar y podían asociarse injustamente a chica progre, algo casquivana y no estrecha y tampoco comprendo porque hay quien reniega del humo del tabaco y va siempre envuelto en humos de incienso hindú y vaharadas de patchouli. Y si el pebete encendido se une a música supuestamente relajante, sonidos de la naturaleza y demás mandangas, el desagrado crece exponencialmente. Me malicio que bastantes de estas personas que se autoclasifican como estresadas de lo que en realidad padecen es de vulgar mala leche y que su relajación con yoga, incienso y cantos de pajaritos es el tiempo de planear la venganza y la humillación del contrario.

De todas formas, una madrugada bohemia quise acercarme al mundo de la nigromancia y la adivinación. Estaba en la cocina, con un whisky en "la barra" y oyendo música en la radio. No suele ésta emitir publicidad una vez avanzada la noche pero aquella estación si lo hizo. Y oí un anuncio de un mago o un brujo o lo que fuera que hacia no recuerdo exactamente qué de extraordinario, tal vez descifrar el futuro o curar el mal de amores. Al final, un número de teléfono supongo que de pago y el imperativo ¡¡Llama ahora!! Tuve un impulso repentino, una mórbida curiosidad, que me hizo marcar el número para ver que encontraba al otro lado de la línea. Yo esperaba una música inquietante y un susurro de voz femenina que me trasladara pues a éso, a una habitación llena de humo de incienso hindú y vaharadas de patchouli,  donde se ejecutaría el acto esotérico pero me salió un simple hombre que, sin ningún preámbulo, dijo un vulgar y átono "diga", como si llamas al vecino para preguntarle si en su casa también se ha ido la luz. Le colgué sin miramientos y retomé la música de la radio y el whisky.

Pero hace un par de días, había cocido con su pringá para comer y se me antojo encender el pebetero. Bizarra mezcla aquellos exquisitos garbanzos de Fuentesaúco, aquel tocino y aquel chorizo todos ellos  representantes de la carnalidad con el humo del espiritualismo y la ascesis. La varilla me concedió el tiempo de terminar de usar la cuchara y de mitear la botella de vino viendo avanzar la tenue brasa y caer la ceniza con bastante precisión sobre la acanaladura central. Pero ya me estaba molestando a mi aquel humo de olor impreciso así que cuando me vi libre del incordio, olisqueé la pringá, llené la copa y rematé el  espléndido cocido. Luego el cigarrillo de la siesta que me aproximó al infierno y me despedí para siempre del sahumerio y de su pretendida edificación.

domingo, 5 de septiembre de 2010

El gilipollas del servidor informático.

Cuando llego al Centro de Salud para cumplir asalariadamente mi jornada laboral, lo primero que hago es encender el ordenador e intentar conectarme a la aplicación informática que me servirá de guía a lo largo del trabajo y me permitirá imprimir las recetas que se llevarán mis enfermos donde consta la medicina que les procurará el alivio de sus males. Arduo esfuerzo el de la conexión. Prolijo, lento y lleno de distintos avatares (no confundir con el bicho de la peliculilla que no he visto ni tengo interés en ver) y de zozobrantes ocurrencias. Pero lo peor es que, de manera insistente y repetitiva, aparece un mensajito que se acompaña de un  beep de Windows que dice algo así como "el servidor seleccionado no está aceptando conexiones". "¡Servidor, gilipollas!" le digo la primera vez que esto ocurre, "tus muertos, servidor", le digo la segunda vez y "¡tócate los huevos, servidor", la tercera. El último exabrupto suele surtir efecto y el servidor, viendo el cariz que toma mi enojo, decide permitirme la conexión tras unas últimas comprobaciones que ya hace de manera rutinaria y amedrentado.

Esto de no aceptar la conexión me ha recordado, en la mañana sabatina de guardia, a aquellas jóvenes que, en mi mocedad, no quisieron bailar conmigo. La verbena pueblerina era en la plaza y la orquestina ocupaba un estrado levantado al efecto donde se colocaban los distintos músicos dominados por el yamba con sus bombos, sus platillos y aquel taco grueso de madera o aquel a especie de cencerro que daba el toque maestro y brioso a los pasodobles obligando a los danzantes a dar un quiebro en sus evoluciones. Sé que ahora los DJ miden en su mesa de mezclas, o incluso los calculan de oído, los beats de cada canción y las acompasan con la ayuda del crossfader para que los bailarines no se vean forzados a giros desatinados pero entonces era el ta ca ta ca tá de la madera o el to co to co tó del metal el que imponía la pauta. Pero sean los beats de la mesa de mezcla o el sonido enervante de baqueta, taco o cencerro, lo que importa es que yo siempre he sido mal bailarín. Quizás fuera por eso por lo que algunas de las chicas de entonces no quisieron concederme ningún baile cuando me acercaba hasta ellas solícito según la etiqueta de la época

O quizás no. Entonces yo no era médico y sabia poco del ser humano y sus comportamientos vitales. ¿Quien puede saber lo que pasa por la mente de una mujer cuando rechaza un baile? ¿Es una decisión meditada? ¿Es fruto de la intuición o el sexto sentido femenino? ¿O es un arrebato, un impulso momentáneo, del cual puede arrepentirse más tarde? Ya nunca lo sabré. Cambiados los tiempos y mudadas las costumbres y siendo el baile discotequero más espontáneo y supongo que para nada sujeto a protocolo, ni yo ni nadie podrá hacer el necesario trabajo de campo que aclare la duda. Algún optimista argumentará que el estudio puede ser retrospectivo, preguntando a mujeres de mi edad o mayores porque rechazaban bailes y bailarines. Pero ¿serían fiables sus respuestas después de 40 años, tiempo más que suficiente para que caduquen las sardinas en lata y los delitos prescriban? Indudablemente no porque tendrían el sesgo de la vida ya transcurrida, de saber las respuestas a las preguntas que se hicieron entonces y de conocer que ha hecho el destino con aquel mozo que rechazaron.

Pero sí estoy seguro de que el servidor informático me rechaza por maldad, por ser intrínsecamente perverso, por ganas de fastidiar. No acepta la conexión con premeditación y alevosía y no por las razones etéreas y lánguidas de las chicas de mi mocedad. Por eso le insulto llegando incluso al humillante "¡tócate los huevos!" Pero esta lucha con el servidor la veo enérgica, propia ya de la grandeza de la madurez. En cambio, aquellas negativas de la primera juventud las recuerdo sin nostalgia, sin sensación de haber perdido algo irreparablemente, propias de unos años en las que actuaba más por mimetismo que por propia convicción. Pero ¿es cierta también la recíproca? ¿Se perdieron ellas algo por no bailar conmigo? Eso ya no lo sé.

viernes, 3 de septiembre de 2010

La Vuelta Ciclista en la Carretera de Santa Catalina.

Un breve apunte para dejar constancia que ayer, a la hora de la siesta, pasó la Vuelta Ciclista por la Carretera de Santa Catalina. Ya había visto yo, al volver a casa después de una consulta ajetreada, que en algunas esquinas había colchonetas y que, por las cercanías de casa, habían desaparecido los coches aparcados. De todas formas, me dispuse a comer un rico almorraque con sardinas vuelto de espaldas a la tele en la que la familia veía el evento pero, cuando la raspa de la segunda sardina quedó limpia, lo tuve que dejar: iba a salir la carretera de Santa Catalina y quería verla.

Así que vi a los ciclistas subir a la Cresta del Gallo y luego bajar por El Valle, girar a la derecha hacía la calle La Paz sin que ninguno impactase en las colchonetas, pasar por debajo de las zapatillas que hacen shoefiti en el transformador, llegar a El Charco y enfilar la carretera de Santa Catalina para recorrerla de sur a norte. Cuando oí que el helicóptero retrasmisor se acercaba, tuve tentación de salir a la calle y hacer aspavientos, como naufrago en la isla desierta, pero me abstuve porque supuse que el cameraman no me iba a hacer caso y porque quería ver la carretera de Santa Catalina en la tele.

Pero no la vi o, en todo caso, no la reconocí como tal. Porque a mí, más que a los ciclistas propiamente dichos, me interesaba ver las casas y locales, las vallas publicitarias y las paradas del bus 6, los limoneros y las palmeras. Pensé también que toda la carrera, coches motos y bicicletas, haría un alto en el bar Marilyn para el avituallamiento. Hasta el helicóptero habría podido aterrizar en la carpa del coches usados que hay enfrente. Pero no, siguieron impertérritos su camino. De hecho, no vi en la tele el bar porque la cámara miraba al otro lado y solo pude vislumbrar el cartelón con los precios de los carburantes en la gasolinera donde, además de lubricantes y aditivos,venden lentejas de La Armuña, aceite de oliva de Jaen, la baguete para acompañar y el gas butano para cocinar. Una lástima que el nazismo saludable nos haya quitado de allí el tabaco de emergencia.

Y cuando vislumbré que la carrera llegaba a El Alias para entrar ya en la ciudad, el evento perdió su encanto y volví al almorraque y a las sardinas. Cuando hoy vuelva del Centro de Salud, miraré si han quitado las colchonetas porque este trabajo que subyace a las parafernalias mediáticas es el que realmente me interesa.