domingo, 29 de enero de 2012

Cenas bohemias ( y III )


Y aquellos huevos fritos y aquellas “delicias de merluza” congeladas, aquella fabada "Litoral" y aquellas cenas en el “Bar Chaparral”, me dieron ínfulas, glucosa y vitamina C para entronizar en mi memoria y en mi conocimiento los saberes del arte médico. Si la noche era temprana, aun alcanzaba abierta la cocina del “Chaparral” regentado por un Isidoro, calvo y conocedor de vidas y misterios, de grata memoria. Los tres o cuatro pupilos que allí nos juntábamos, cenábamos en silencio, no por acatamiento de alguna regla monacal, sino porque la confianza y el sueño nos disculpaba mutuamente de conversaciones de cortesía y conveniencia. Compañeros de aquella barra de aluminio fueron un estudiante iluminado que llegó a ser obispo de El Palmar de Troya, el técnico que montó los quirófanos en el nuevo hospital, venido de Barcelona y que aprovechaba su forzosa separación marital para algunos amagos amatorios, una pareja de policías “de la secreta” que, aun viviendo Franco, confraternizaban con los estudiantes y Antoñito, eterno desoficiado por su inteligencia bordeline según los test que pedía tabaco sistemáticamente. Era curioso que los policías a veces veían pasar un coche y nos decían con total seguridad en el aserto: “Ese coche es robado”. Yo no comprendía ni  tamaña sagacidad ni por qué no salían en su rauda persecución en vez de seguir tranquilamente con la sopa. Pero pronto comprendí el truco y, si pasaba alguien conveniente, les decía como quien no quiere la cosa: “Ese hombre tiene un linfoma de Hodgkin y seguía con las lentejas con la misma flema que ellos.
Hace ya muchos años de aquellas cenas bohemias que entonces eran prácticamente cotidianas. Ha pasado lo que se suele llamar “toda una vida”. Ahora ya, en la madurez, la cena ha casi desaparecido de mis hábitos culinarios. Las largas consultas, el terminar muy tarde la jornada, han propiciado una especie de comida-merienda-cena, larga, copiosa y amigable, comentando con mi mujer los altibajos de su labor y la mía, después de la cual solo queda el sueño porque, al día siguiente, hay que levantarse temprano. Tiene esta refacción, no obstante, un algo de bohemio, quizás por su contraculturalidad, por su deshora, por su filosofía oportunista de ingerir cuando se puede. Pero, algunas noches gozosas de fin de semana, ya esporádicas, me sigo premiando con una auténtica cena bohemia, canónica pero no convencional. Podemos decir que hemos tomado café en “Siena”, uno de los últimos reductos que resistió numantinamente los ataques anti tabaco. No merienda ¡ojo!, un café solo a palo seco. Luego me quedo, digamos que como estudiando, en el Mac de la bodega. Y la Luna y las estrellas toman su camino aunque, en mi opinión, la noche es noche per se sin que tengan nada que ver los astros del cielo que siempre he encontrado cuerpos, aunque celestes, aburridos. A la noche la hace noche la “Noche oscura del Alma” que cantaba Juan de la Cruz, amante y místico. Y los gatos en el tejado y el ladrido de los perros
Y llega un momento en que te cansas digamos que de como estudiar y decides que ya está bien y que es tiempo de cenar y acostarse. Pueden ser las 2 en punto de la madrugada, hora perfecta para que el estómago ande extraviado en perversos deseos. Y ya estamos en la cocina y abres la preliminar lata de cerveza tomada imperdonablemente con aceitunas de Cieza. Te sirve el aperitivo para encender el cigarrillo y, entre calada y trago, estudias el panorama fisgando en alacenas y frigoríficos. Tiene que haber un algo de deseo y búsqueda pero también de abandono en los designios del destino. Quizás el azar te sonría y encuentres ahí mismo, encima del poyo de disección, un plato cubierto por otro donde aguardan unos rabos de pescadilla o unas chuletas de cordero que sobraron de la comida. Abstente de calentarlas pues está rigurosamente prohibido, incluso en el funcional microondas. En su momento, deberás comértelas así, aquella carne mortecina con la grasa solidificada y mantecosa o aquel rebozo otrora reluciente y ahora arrugado y gélido. Puedes regresar al futuro si encuentras un tupper con una mezcla de carnes raídas del hueso y picadas con las que se prevé confeccionar croquetas mañana. Este manjar debes tomarlo a pellizcos, usando los dedos como palillos chinos, directamente del recipiente.
Pero lo normal es que tengas que recurrir a las latas y al fiambre. Y aquí son la sardina y la caballa, la salchicha Campofrío de sobre y las “finas lonchas” de pavo de Mercadona. Tal vez encuentres huevas de merluza o hígado de bacalao en su propio aceite, formidable para el raquitismo senil. Si hay suerte, la lata puede ser de jamón cocido del Lidl, con su incomprensible forma triangular y esa entrevero de gelatina, translúcida y temblorosa, que rebañas con el tenedor. Pero antes, le has dado la última calada al cigarrillo, lo apagas en el cenicero para que las postreras volutas le den el toque canalla e insano al ambiente y abres, con prosopopeya de mendigo, la botella de vino. Un Rioja, un Ribera, un jumillano de la tierra, mesocrático pero bueno e inexcusablemente tinto. Lo sirves en copa elegante, lo catas y chascas la lengua en señal de asentimiento contigo  mismo. Y ahora el festín merecido en religioso silencio, la mente peligrosamente lúcida pero que irá declinando hacia el sueño que te llevará al lecho conyugal, cálido y apetitoso.
Sin embargo, debo añadir que, si alguien encontrara esta puesta en escena árida, desangelada o triste, no tiene ningún problema para preparar lindos y calientes platos a su gusto. Porque fundamentalmente, las cenas bohemias son un estado de ánimo, un tempo de la sinfonía, un paréntesis de eternidad, un sueño cumplido y un deseo momentáneamente satisfecho. Solo es necesario que deje platos, plásticos, latas, bandejas, botella y copa, encima del poyo o de la mesa para que, cuando se levante a la mañana siguiente y vea los restos del naufragio, sienta la nausea de que la vida sigue en un eterno peregrinar por los estados del alma, los sentimientos y las emociones.

domingo, 22 de enero de 2012

Cenas bohemias ( II )


En el claustro alto de la antigua Universidad de Salamanca, existen unas filacterias esgrafiadas en la pared donde, al parecer, pueden o podían leerse los grandes males que amenazan a los estudiantes de vida disoluta. Ya en la magna escalera de subida, la sirena alada que se mira lascivamente en el espejo, inicia las advertencias pero eso es una historia distinta y significativamente menor a la que ahora nos ocupa. No sé si, entre las admoniciones de las filacterias, había alguna referencia a las malas cenas o, a lo que es con mucho peor, quedarse sin cena. Cuando ahora, desde la meseta de la madurez, contemplo mi vida estudiantil tengo que convenir conmigo mismo en que fue una etapa marcada fundamentalmente por el estudio tanto de los gruesos libros como de apuntes zarrapastrosos y la asistencia algo deshilvanada a las clases. Pero ello no fue óbice para que, sin llegar ni con mucho a la disolución, la bohemia y algunos retazos de malvivir se mezclaran en buena armonía con la circunspección académica.
Recuerdo ahora aquella noche de un 7 de diciembre, vigilia pues de la Inmaculada, que se celebra gratamente en Sevilla con un batiburrillo de religiosidad virginal y paganismo pecador. Supongo que habría cumplido mi ración de estudio y andaba nocherniego y solitario al encuentro de que lo que la ventura me deparase. Y fue así como me encontré con A. B., el mismo que sostenía que la caca de los elefantes huele muy mal, que iba acompañado de cuatro o cinco chicas, desconocidas para mi, después de asistir a devotos rezos. Aun hoy ignoro como lo consiguió pues siempre fui de la opinión y así se lo manifesté francamente de que era incapaz de “ligar” sin mi concurso. Debía de ser sobre la medianoche pero, después de las presentaciones y unos tientos preliminares, nos dijimos mutuamente que todos estábamos sin cenar y A. B. propuso ir a mi piso de estudiante a comer lo que en él hubiera. Nos montamos como pudimos en aquel 4L de mi amigo para llegar más allá de la Macarena y el Hospital. Nunca olvidaré la cara que puso Jimy mi compañero de vivienda. Era una chico regordete, pecoso, sonriente y bonachón a quién, al comenzar el curso, había recogido del campus por donde andaba estrambóticamente con una maleta, ofreciéndole una habitación libre. Se pasaba la mayor parte de la noche estudiando y fumando en la mesa camilla del lúgubre salón bajo la luz del flexo y no hizo excepción aquel 7 de diciembre. Recuerdo, digo, aquella penumbra, aquel humo que flotaba cercano al techo, aquella cara imbuida en el severo texto del libro, aquel abrirse la puerta esperándome solo a mi, para dar paso a cuatro o cinco chicas tan sonrientes como desmayadas. Allí fue el espantado asombro que pronto se trucó en amplia felicidad prometida y el olvido del estudio.
Pero estaba la cena pendiente y me dispuse a freír todas nuestras provisiones de huevos y “delicias de merluza” congeladas. Aquella sin duda fue una memorable cena bohemia tomada, cómo marcan los cánones, al inicio de la madrugada, con los fogones del butano llenos de gusarapos pringosos, con la sartén y su aceite requemados y la mente y la conversación llena de sueños y fantasías. Requemados estuvieran quizás también los ánimos al terminar la última “delicia” pero ¡ay! las chicas manifestaron una inesperada urgencia por volver a sus casas por lo que A.B. no tuvo más remedio que repartirlas prontamente con su 4L por donde quiera que viviesen. Y nos quedamos solos Jimy y yo, desabridos y acartonados, él sin ganas de estudiar, yo sin sueño y los dos sin huevos que freír y sin “delicias de merluza” en el frigorífico lo que presagiaba un mes de restricciones culinarias. Así que, cabizbajos y mohínos, nos acostamos cada uno en su cama respectivamente sin hacer. Y, como dice el estrambote del soneto famoso, “ellas fuéronse y no hubo nada”.
Tampoco hubo nada aquella tarde en que nos reunimos para cenar sardinas. Aunque estudiantes de cursos inferiores, se habían unido a nuestro grupo varios sudamericanos que vivían en la calle Enladrillada, detalle que, no sé por qué, se me ha quedado perfectamente grabado. Nos gustaba ir allí porque ellos ponían su música y bailaban espectacularmente ante nuestro asombro de patosos. En esta ocasión, la cena fue más temprana pero es innegable la bohemia de la sardinada, preparada por las voluntariosas chicas que, no sé cómo, consiguieron asarlas en aquella precaria cocina con muchas llamitas del gas obstruidas. Tengo en la cabeza una foto, nebulosa y descolorida, en las que se nos ve en corro quitándole la piel escamosa y comiendo con los dedos las sardinas. Luego nos lavamos las manos y nos llamó la atención que los sudamericanos se cepillaran también los dientes, cosa que los locales no hicimos. Así que los besos del amor de emergencia, si es que alguno hubo, (¡Virgencita de los Peligros! Y...¿cómo es posible que se olviden estas cosas?) tuvieron un saborete marinero y salobre. Y la bohemia llevó luego a la música y al baile pero yo, transido sin duda por el mucho estudio, me quedé dormido en una silla. Y en una entrevela, me encontré de pronto en la obnubilación del que no sabe donde está, trasladado sin duda a algún infierno de luz roja y danzantes endemoniadamente buenos. Recuperada la calma y la posición geodésica, recorrí la calle Enladrillada para regresar, con el regusto aun de las sardinas, a mi cama que, aquella noche casualmente, también estaba sin hacer.
Y quizás durante mi sueño si hubo besos de labios húmedos o caricias de manos temblorosas y yo me lo perdí. Por eso las cenas bohemias tienen un mucho de restitución que nos hacemos de la ocasión que se fue o del tiempo tan largamente perdido. Tomadas en silencio y en concentración, en estoica frialdad, las latas de sardinas o las "finas lonchas" del Mercadona nos compensan de aquellos avatares de los que yo vive cientos, miles, tal vez millones. Baste, por ahora, este par de retazos porque ya hemos llegado casi a la plenitud, a la cena bohemia altruista y filantrópica, donde los malos pensamientos han sido sustituidos por la placidez del que cree que va en el buen camino para encontrarse a si mismo.

domingo, 15 de enero de 2012

Cenas bohemias ( I )


Aun era joven o incluso muy joven cuando inicié, en mi pueblo, la andadura de médico. En una primera etapa gocé o quizás sufrí (porque el campo de acción de estos verbos se imbrica en una extensa tierra de nadie) una gloriosa soltería. Porque sí está claro, único, neto y bien delimitado, que fue gloriosa. Y, al amparo de ella, nos convenimos los cinco amigos que cabíamos en el coche para hacer el corto viaje que separa Calera de Monesterio. Enterados, tal vez por afiches de la pared del bar, de que iba a haber un espectáculo de varieté en el pueblo vecino, no dudamos en ir a verlo y oírlo. Era invierno y yo estrené para la ocasión un jersey de cuello vuelto que me coloqué debajo de la chaqueta Éste era entonces el look adecuado, de moda y un tanto antisistema. Al anochecer y ya con las precarias luces encendidas, conduje el traqueteante 2CV por la carreterita estrecha y sinuosa. Pero no reparamos en baches ni en curvas porque el señuelo era lo bastante potente como para dar por bueno aquellos 6 kilómetros. Posiblemente, hiciéramos el viaje en silencio, como atracadores que ya se saben el plan de acción perfectamente, sin más comentario que algún exabrupto o alguna risotada lasciva.
Y nos acomodamos en aquel cine de pueblo y comenzó el espectáculo de cabaret para un público ferviente. Ya no recuerdo los detalles. Las gracias, los chistes, los sketchs, las ocurrencias y las picardías han ido a un olvido del que ya nunca regresarán. Pero ha quedado indemne en la memoria lo que he contado muchas veces, cómo en un interludio en el que desaparecieron las chicas del escenario, ocuparon su lugar un guitarrista y un cantante de flamenco. No lo hacían mal los hombres y el primer cante fue premiado con una ovación. Tal vez envalentonados por ésta, los artistas se dispusieron para otro palo y el de la guitarra, como profesional exquisito, se puso a enredar con cuerdas, trastes y clavijas. Pero el público estaba para otras hermosuras y un chusco levantó la voz y espetó: “¿Ahora te pones a afinar la guitarra? ¿Es que no has tenido tiempo en toda la tarde?”. Quizás, a pesar de éso, hubo más flamenco, o quizás volvieran a salir las chicas. Y doy fe de que eran jóvenes, guapas y esbeltas porque al terminar las vimos de cerca, en la barra del ambigú, mientras tomábamos el vaso de vino acanallado que coronaba la noche. Quiera Dios que la vida no haya sido dura con ellas y que sepan perdonarnos -aun sin el preceptivo propósito de enmienda- que viésemos su cuerpo como espectáculo.
Luego, vuelto con bien a casa, en la soledad de la ya iniciada madrugada, con el regusto del vino y el cigarrillo, con el estómago estragado y los pensamientos deshilachados, posiblemente, ya tampoco me acuerdo, tomé en la cocina una cena bohemia. Porque entonces yo comía de pensión y las cenas eran provisiones de tasajos que me dejaba mi madre en sus visitas del fin de semana, alguna lata de sardinas o, en el mejor de los casos, una rápida fritanga de las llamadas “delicias de merluza” congeladas. Y la pringue de la lata, la carne yerta y el humeo de la sartén ascendiendo fantasmagóricamente hacia la luz gélida del fluorescente, se mezclaban en sinfonía agridulce con el ruido del viento en la chimenea, el maullido del gato -o tal vez de la gata- y el ladrido áspero de algún perro de la calle. Quizás aun oyera pasos trastabilleantes o alguna letanía de borracho pero ya el estómago estaba caliente y las ideas frías por lo que, a renglón seguido, se imponía la cama y el sueño.
Sin duda, fueron los jesuitas quienes me iniciaron en las cenas bohemias. Algo conventuales, sí, pero bohemias. En aquel Preu en el que empezábamos a ser malos, se inventó el concepto de la merienda-cena. Intuyo que sería por las mejoras laborales de los empleados y camareros que evitaban tener que servir la cena de la sopa y el cucharón los sábados y domingos. Así que, con aires de modernidad e incluso del europeísmo del week-end, estos dos días los bachilleres nos autoservíamos un par de bocadillos de fiambre, tomados a la hora incierta de la caída de la tarde. Y aquella refacción monástica ya tenía un algo de bohemio, de desaliño y deshora y sirvió de punta de lanza para introducirme en este batiburrillo culinario que ahora, en la madurez, estoy llevando a su perfección.
Pero antes vinieron las noches perdularias de la juventud, el torrente de los bares donde se comía de lance cuyo paradigma fue “El Chaparral”, muy cerca de la puerta de urgencias del Hospital sevillano donde me formé como médico. Lo seguiremos docentemente repasando.