domingo, 21 de abril de 2013

La Inteligencia Espacial contra las Cajitas.


Parece ser que es muy difícil definir la inteligencia. Ésto ha dado pie a que señores ingeniosos hayan dicho de ella cosas curiosas. Un tal Woodrow afirmó que “la inteligencia es la capacidad de adquirir capacidad” y un tal Bridgman rizó el rizo con “la inteligencia es lo que miden los test de inteligencia”. Tengo buen recuerdo de estos supuestos test de inteligencia porque en el colegio de los jesuitas los hicimos algunas veces y en vez de enfrentarnos a la complejidad del binomio de Newton o al análisis de un texto de Azorín, pasábamos la tarde dedicados a aquellos ejercicios que se nos repartían en unos impresos. Puestos sobre el pupitre, tenían algo de enigmático pero podían ser entretenidos como un crucigrama o un jeroglífico del periódico. Previamente se nos  aseveraba que el esfuerzo serviría, además de medir nuestra inteligencia, para poder enfilarnos hacía el tipo de carrera que mejor se adaptaba a nuestras capacidades. Pero, una vez evaluados aquellos test, se nos decía una serie de vaguedades en absoluto conclusivas. Porque lo que quería en mi inocencia de niño o mozalbete es que el resultado final fuese que yo era el más inteligente de la clase y Jaimito, que me caía antipático, el más tonto. Luego comprendí que estas vanaglorias carecen de utilidad práctica y me conformé con ser ni listo ni tonto, ni alto ni bajo, ni de derecha ni de izquierda.

Digo que en aquellos test, una de las pruebas eran series de números de las que había que calcular el siguiente. En ésto era muy bueno y me auguraron que manejaría con éxito los cerebros electrónicos. Pero otra prueba era una serie de figuras geométricas puestas en distintas posiciones para que se adivinara qué dos eran iguales. Y en ésto otro era muy malo por lo que se concluyó que carecía de inteligencia espacial. No le di mayor importancia a la cosa porque me entusiasmaban los cerebros electrónicos hasta que ahora, cincuenta años después, me encuentro con el problema de las dichosas cajitas.

Está enfrentada la familia a una celebración entrañable, adjetivo éste que no es muy de mi agrado. Habrá comida con menú mesocrático por la crisis y, a los postres, se repartirán unas cajitas con bombones como recuerdo del evento. La familia, tras la preceptiva búsqueda por Internet, decide pedir a una tienda on-line las cajitas desmontadas y, como resultado de nuestra gestión, recibimos ésto:


Ahora el objetivo es montar un hexaedro o cubo. Las tiras vienen ya con unas estrías sabiamente dispuestas por lo que la labor no parece difícil y, en una primera fase, conseguimos dos prototipos de cubo con cuatro caras físicas y dos virtuales:


El siguiente paso, en buena lógica, es deslizar uno de los prototipos dentro del otro con lo que tendremos una preciosa cajita cerrada por todos sus lados pero que pueda abrirse fácilmente para obtener los bombones. ¡Ni hablar! Cuando se vuelve a deshacer la operación de deslizamiento, las caras virtuales se convierten en lo que son: un vacío absoluto por el que se caerá irremisiblemente la golosina. Y el horror vacui nos invade y casi nos acogota:


Debe de haber una solución, tal vez otra forma de colocar los prototipos pero, para dar con ella, necesito inteligencia espacial y no la tengo. Las neuronas no dan de sí y el cerebro electrónico (que me permitió hacer la transacción comercial) no me ayuda aunque sepa resolver series de números. Y luego vendrá una pegatina y un lazito y la conflagración alcanzará dimensiones cósmicas. Quizás sea cuestión de hemisferios dominantes así que yo, por mi parte, me retiro cobardemente y dejo el problema en manos e inteligencias femeninas.

Robinson, náufrago en su isla desierta, hizo un pan pero le salió tan duro que le sirvió de ladrillo. Cuando lo rescatamos y me lo pudo contar, se extendió en unas consideraciones sobre que en el mundo civilizado los trabajos están repartidos y cada uno se dedica a lo que sabe hacer. Y así las cosas salen bien. Por éso, yo seguiré computando series de números. Inexorablemente el destino me pondrá ante otro problema al cual, gracias a esta inteligencia mía, sí sepa responder con elegancia, prontitud y energía. Y así podré decir éso que tanto me gusta: “Ya decía yo que ésto servía para algo...”

domingo, 14 de abril de 2013

De la Piedra de Rosetta al cartón de la leche Pascual.


No me gusta la fruta de postre. Un amigo me dijo una vez que es un error gastronómico haber encasillado a estos vegetales - por que no dejan de ser vegetales- para terminar la comida y que podían servir mejor como entrante o incluso como aperitivo. No sé. Tal vez tenga razón o, al menos, es una teoría intrigante pero no acaba de convencerme. Como yo sé que tampoco convenzo a nadie con mis denostaciones de la fruta pero no dejo de sostener que después de un muy buen chuletón de tres dedos de gordo y poco hecho sienta como un jarro de agua fría que te ofrezcan una naranja o un par de rodajas de melón. Así que para mi gusto queden para los cumpleaños la obligada tarta, para algunos días señalados, los pastelitos de El Corte Inglés, para días de diario algo de chocolate inexcusablemente tomado con pan y, en caso de que la comida haya sido liviana, viene bien un vaso de leche con los típicos dulces murcianos, como los de “La Meseguera” en La Alberca o la “Luna” en Santo Ángel. Son estos dulces recios y sabrosos, puestos al día siempre con la sabiduría popular. Su único pero es su palatabilidad algo secarona. Para obviar ésto hay que recurrir al vasito de vino dulce, práctica en mi opinión abominable, o al vaso de leche, sobre todo si es entera y dejamos de lado al colesterol.

Así que muchos días, a los postres, tengo frente a mi la teoría de rosquillas surtidas y el cartón de la leche Pascual. Nótese que no digo “la leche Pascual” si no “el cartón de la leche Pascual”. Porque este envase, azulón y ecológico, da mucho de si. Servida la ración 
en el vaso queda ahí, sobre la mesa, para su contemplación y estudio. E inexorablemente me acuerdo de la Piedra de Rosetta. ¡Qué admiración me producía a mi de niño esta historia! ¡Qué paciencia, qué meticulosidad, qué capacidad de introspección la de aquellos eruditos! Gracias a aquella triple redacción y a un arduo trabajo se pudieron descifrar y leer los jeroglíficos egipcios. Pero nuestro cartón de la leche Pascual supera a la Piedra pues trae hasta una cuádruple redacción. Así si colocamos el prisma con el tapón hacia el norte debemos examinar primero la cara de poniente y ahí leemos en letras blancas sobre el fondo azulón:

INFORMACIÓN NUTRICIONAL
INFORMAÇAO NUTRICIONAL
NUTRITIONAL INFORMATION
INFORMATION NUTRITIONELLE

¡Ahí es nada! Mientras saboreo la rosquilla, deduzco en buena ley que la palabra española INFORMACIÓN se dice en portugués INFORMAÇAO, INFORMATION en inglés (y aquí hay que hacer gala de la misma agudeza de Champollion para no caer en la trampa) y también INFORMATION en francés. Pero no para ahí la cosa porque más abajo leo:

Grasas/ Gorduras/ Fat/ Lipides
De las cuales/ Das quais/ Of which/ Dont
Saturadas/ Saturates/ Saturés

Y un proceso deductivo análogo al anterior nos lleva a un conocimiento de tal magnitud que casi nos convierte en políglotas. Y como este ejercicio nos ha dejado exhaustos, debemos mordisquear otra rosquilla con sus correspondientes sorbos de leche (leite/ milk/ lait) y nos relajamos mirando la cara opuesta, la de levante, donde entre otros datos a cual más interesante, la empresa láctea nos dice que: “contribuimos a la reforestación plantando anualmente más de 1.200 árboles”. Pero ésto ya solo en castellano por lo que nos quedamos con las ganas de saber cómo se dice “reforestación” en portugués, inglés y francés. Y ahora ya, terminado el postre y con él la comida, a dormir la siesta sin dejar de repasar lo aprendido en el primer duermevela.

Y es en ese duermevela en el que paradójicamente parece que el cerebro despierta de su letargo neuronal y nos hace listos, cuando el cartón transidiomático de la leche Pascual y la Piedra de Rosetta revolotean en la alcoba como dos mariposas que se persiguen una a la otra. Y ahora caemos en la cuenta de que se nos olvidó examinar las caras del norte y del sur que es donde aparece lo verdaderamente importante: ¡la vaca (vaca/ cow/ vache)!  Por tanto, la pregunta es inevitable: ¿dónde tendrá “la vaca” la Piedra de Rosetta? Y así me percato una vez más de que se ha desinflado el entusiasmo infantil que mostraba por aquel icono aunque los niños actuales si lo sigan mostrando a pesar del traductor de Google. No hay duda de que peco de ramplón pero me interesan mucho más las rosquillas y la leche que lo que pudo garabatear aquel pobre egipcio porque, en realidad, cuando uno se pone delante de una piedra o una pared o simplemente un papel siempre se tiende a escribir lo mismo.

Bien pensado, la historia de la Piedra de Rosetta es una historia de guerra. Que si la descubrieron los franceses cuando Napoleón invadió Egipto, que si luego los derrotaron los ingleses y se quedaron con la joya, que si ahora las reclaman los egipcios y los museos dicen que son instituciones transnacionales. En fin, mucho lío aunque una cosa esta clara: que aunque guerra se diga guerra, war y guerre y hambre fome, hunger y faim todos, desde el anónimo egipcio hasta nuestros días, sabemos bien lo que significan.

domingo, 7 de abril de 2013

A las 17,19.


Hubo un momento crucial en las comunicaciones por ferrocarril y, sin embargo, no creo que nadie se hiciera eco de aquel hecho, no, al menos, con la transcendencia que tuvo. Me refiero a la circunstancia de que las ventanillas del tren dejaron de poderse subir y bajar para quedar cerradas fijas e inamoviblemente. En un principio, el vagón se aireaba o se enclaustraba según la voluntad de los viajeros y los huecos permitían asomarse, comprar un refresco al vendedor del andén o incluso bajar y subir maletas y bultos para abreviar tiempo o para forzar un by-pass aparente más cómodo. No obstante, recuerdo que un cartel tenía escrita la admonición de “es peligroso asomarse en marcha” pero mi padre, que ya se sabía el camino, sacaba la cabeza fuera y me la hacía sacar a mi cuando el tren iba a tomar una curva cerrada con lo cual podíamos admirar el serpenteo cóncavo del convoy y, al final, la locomotora mayestática y humeante. Mi madre era amiga de hacer subir y bajar la ventanilla, cosa que, si no iba mi padre, solicitaba a otro caballero quizás porque tuviera calor o frío o  tal vez porque el protocolo de la época encontraba elegante esta aparente veleidad. Luego vino el 600 y empezamos a viajar menos en tren por lo que nos olvidamos un poco de sus usos y costumbres. Recién terminada la carrera, tuve que ir urgentemente a Madrid para poderme matricular en las oposiciones de A.P.D. Me acompañó mi madre que aprovechaba para pasar algunos días con unos familiares. Nos instalamos en el vagón que ya no era de departamentos sino todo corrido y al cabo de cierto tiempo de viaje, según su costumbre, me pidió que abriera la ventanilla. Le expliqué, para su sorpresa, que aquellas ventanillas eran modernas, que su cristal estaba herméticamente cerrado y que no se podía bajar ni subir. Mi madre me miró incrédula pero guardó silencio hasta que pasó el revisor y entonces a éste le pidió también que, por favor, bajase la ventanilla. El agente le dio unas explicaciones similares a las mías y siguió su recorrido por el pasillo. Posiblemente, en aquel entonces, mi madre no nos creyó ni al revisor ni a mi pensando que era vagancia por una parte e ignorancia por la mía. Pero, a pesar de éso, el viaje lo tuvimos en paz y llegamos sin discusión a nuestro destino.

Y estoy seguro de que fue por aquella época en la que sus ventanillas quedaron
inamovibles, cuando el tren dejó de salir a las 17,19. O a las 13,12. O a las 9,02. Me intrigaba a mí esta puntualidad tan exacerbada que, además de ser enojosa, no parecía tener utilidad práctica. ¿No era igual que el tren saliese a las 17,20 que a las 17,19? La diferencia no pasaba de un minuto lo cual, a priori, no tenía mayor repercusión que llegar a su destino un minuto después, cosa a todas luces irrelevante. Atribuí la minucia a cuestiones protocolarias, a lo que hoy se llamaría imagen de empresa o a veleidades de buen tono equiparables a las de mi madre por subir y bajar las ventanillas. Pero sin que me lo tuviera que explicar mi suegro Tomás que, como comenté en otra entrada, fue ferroviario de la ruta de Irún, ni ningún guardagujas, ni ningún guardafrenos, un día comprendí. Fueron la misma lógica y la misma intuición que me permitieron una tarde de aburrimiento desarmar y volver a montar, pieza por pieza, un despertador, las que me guiaron en un proceso deductivo tan esclarecedor como sencillo. Deduje que en la época de las 17,19 circulaban muchos más trenes que ahora, trenes más lentos y con más paradas. Además, debían entrecruzarse con otros muchos y esperar en la estación a tener vía libre o a repostar agua. Por tanto, los tiempos muertos eran grandes y ese minuto que mediaba entre las 17,19 y las 17,20 se iba agrandando en progresión geométrica. No quedaba más remedio que hacer filigranas con el tiempo y aprovechar cualquier segundo de resquicio.

Me acuerdo de aquella aparente exactitud del tren cuando de repente, en la pantalla del ordenador, me aparece un paciente citado a las 11,13. Aclaro que mi agenda hay un nombre cada cinco minutos, en una pauta geométrica y cartesiana que luego el devenir azaroso y el fragor de la consulta se encargan de desmoronar para terminar en un batiburrillo de camino enfangado. Pero esta cita de las 11,13 hay que imbricarla en todo ese trajín de enfermos como aquellas locomotoras que exhalaban vapor y carbonilla que se tenían que entrecruzar con el largo tren de mercancias. Y, a veces, hay que pasar dos consultas, acumular es el eufemismo que se emplea porque ya lo del estajanovismo suena cutre. Esto supone conciliar dos agendas, dos listas, haciendo equilibrios con los tiempos y las horas. La solución, ocasionalmente, es citar alternativamente de un cupo y de otro. Y entonces hay que tener cuidado, como lo tenía el jefe de estación de antaño, para que no haya “choque de trenes” y los nombres se deslicen en la pantalla del ordenador con su correcta alternancia como locomotoras y vagones que circulan a la vez y paralelos pero cada uno por su vía.

Y así con “más madera” vamos funcionado, aunque hayamos tenido que volver a la intrigante puntualidad de las 17,19 y a subir y bajar las ventanillas para que entre algo de aire fresco.