domingo, 10 de junio de 2012

La gloriosa ITV del coche macarra.


Pues habiendo pasado con bien la ITV del coche oficial, fue llegado el momento de enfrentarse a la peliagudo cuestión de pasar también la del coche macarra, inspección ésta que andaba postergada desde ¡febrero del 2011! Pero es que el coche macarra vino ya a mis manos con esta insana intención de alegalidad, escándalo, controversia y contraculturalidad. Andaba yo con ganas de tener un vehículo así, para poderlo tunear charramente. Además, desde el punto de vista práctico, me permitiría aparcar más cómodamente en las angosturas del parking del Centro de Salud. Convencí a las instancias que velan por la economía familiar con la especie de que el coche oficial era inadecuado para cortos recorridos urbanos que, faltos de aceleración, solo conseguían recalentar el motor y acumular carbonilla en el tubo de escape. Así que, tras la preceptiva búsqueda en Intenet, le compré a un simpático chico de Elche, un Hyundai cupé del año 2.000 que, con su color rojo pasión, se convirtió para mí en el paradigma de coche garrulo y marginal. 
Había detrás del vehículo una triste historia de amor, pasional como el rojo de su carrocería que me contó el vendedor -con quien hice una pequeña amistad de circunstancias- mientras hacía rugir el potente motor de su moto que también me enseñó. Al parecer, el chico se lo había comprado a una su novia quien, a la semana de encontrar trabajo, se lió con el encargado. El joven sobrellevó bien el golpe sentimental y se dio mañas para recuperar el coche que la pérfida quería retener para sí. De todas formas, no dejé de llevárselo a mi mecánico para que lo revisase pensando, más que nada, que aquella mujer podía haber amañado frenos y volantería para que el despechado amante sufriera un accidente. Tan bien se repuso el chico del lance amoroso que, a uno de los encuentros que tuvimos para el papeleo y las perras, llegó acompañado de otra mujer a quien me presentó como amiga. Fingiendo que tenía que explicarle algo del coche, me lo lleve del bracete a un aparte y, acogiéndome a mi mucha mayor edad, le di un coscorrón en la cabeza mientras le apostillaba: "¡Payaso! ¿Tú no ves que ésa quiere otro coche? En cuanto le compres uno, te deja. Y ésta ya ha aprendido el cuento y te exigirá que lo pongas a su nombre para quedarse con él”. En realidad, no sé si las cosas ocurrieron así o serán desvaríos propiciados por la macarrez del Hyundai.
El caso es que ayer fue día festivo regional por esas cosas de las autonomías y demás mandangas que no son santo de mi devoción. Y aprovechando que no había Corte Inglés ni Nueva Condomina, vi llegado el momento de cruzar la frontera de los reinos y llevar el coche macarra hasta la ITV de Redován, ya en tierras alicantinas. Temprano comenzaron los preparativos. Lo primero era encontrar los papeles, el llamado Permiso de Circulación y la temible Ficha Técnica. Tener los papeles en regla en un coche que presume de alegalidad es un contrasentido pero, tras una pequeña búsqueda por guanteras y bolsillos, lo encontré todo en orden. Después fui hasta la gasolinera de Algezares donde revisé la presión de los neumáticos, reposté carburante y lavé el coche. Luego vino la cuestión de las luces no homologadas e inhomologables. Había cambiado los eyectores del lavaparabrisas y de la luneta trasera colocando otros luminosos, azules delante y rojo escarlata detrás. Me vi precisado a colocar burdamente cinta aislante para camuflar dicha horterada que, a buen seguro, no sería del gusto del inspector. Me cercioré de que los pedales, también con una sobrecubierta de aluminio y celestialmente luminosos, estaban apagados. Hubo dudas con el retrovisor interior, dotado de un agresivo espejo suplementario, capaz de romperte la cabeza en caso de colisión. Pero me atreví a dejarlo puesto ya que, si hubiese incompatibilidad, es de fácil quita y pon. Y ya solo faltó echarme la tarjeta de crédito y el recién renovado permiso de conducir al bolsillo para emprender la aventura.


Aventura a la que me acompañó mi mujer para prestarme la honorabilidad que me sustraía el coche. Y siendo bastante antes del mediodía, llegamos sin perdernos hasta la ITV de Redován. Pagado el canon de 39,97 euros, guardamos cola tan pacientes como expectantes porque no las teníamos todas con nosotros, sobre todo mi mujer que aseveraba periódicamente que “ese zarrio no pasa la inspección”. Pero a mi la esperanza me iluminaba y con ella llegué hasta el último stop. A diferencias de otras ITV, en ésta el operario toma los mandos del coche hasta llegar al foso final donde el interesado vuelve a subirse para girar insistentemente el volante sin saber para qué. Cuando me tuve que bajar para ceder mi puesto, me di por perdido: ahora el inspector repararía en los pedales lumínicos, en el espejo rompecabezas, en que el claxón solo se activaba pulsando en un único punto dado y en que llevaba un CD con música de “cantaditas” en el aparato de radio. 
Con ánimo acongojado, esperé durante todo el proceso, viendo avanzar al impresionante coche rojo. Terminada la gestión, el inspector me dijo que aparcara fuera de la nave y que me llamaría. Fue así y cual no sería mi sorpresa y gozo cuando, al llegar a su pupitre, me lo encontré perforando la pegatina para señalar la próxima revisión, signo inequívoco de que ésta la había pasado con bien. Recogí los papeles y un documento de la GENERALITAT VALENCIANA donde, no obstante y en el apartado D “RELACIÓ DE DEFECTES TROBATS EN LA INSPECCIÓ”, señalaba que en el freno de servicio existía un desequilibrio de las fuerzas de frenado entre las ruedas de un mismo eje superior al 20% e inferior al 30% para concluir, en el apartado E “RESULTAT DE LA INSPECCIÓ” que ésta era favorable con defectos leves. Chorradas en comparación con el espanto de las luces azules celeste y rojo escarlata
Un café y un cigarrillo en el bar “EURO”, al borde de la carretera, fue el premio por el éxito de la misión. Volvimos a casa sin sobrepasar los 121 km/h y, mientras conducía, pensaba que el próximo hito será dejar mi coche macarra con el escape libre. Ya encontraré el modo de chapuzear el desaguisado para la próxima inspección del 9 de junio de 2013.

domingo, 3 de junio de 2012

Y...¿Qué tal si hablamos del edelweiss?


Recuerdo perfectamente cuando me contó la historia un jesuita. Yo debía tener no más de doce años, un adolescente melifluo y banal. Fue en una de aquellas aulas preconciliares, con la mesa-cátedra encima de un estrado de madera y el negro pizarrón por fondo. No se si se impartía alguna clase o era uno de los momentos de la aleccionadora reflexión. El caso es que el buen maestrillo acomodó su sotana a la silla, se inclinó hacia adelante como para ganar intimidad y relató que, en las altas montañas alpinas, había una flor de nombre edelweiss que crecía en los picachos y mientras más arriba la encontráramos, más bonita era. Y siguió con la cancamusa de que los enamorados de la zona iban a buscar la flor para llevársela como presente a la mujer de sus sueños. Y que subían alto, alto, más alto para hallar el edelweiss más hermoso y, con él en el regazo, volvían muy contentos hasta la amada quien, en buena lógica, también se ponía muy contenta ante aquella prueba de estremecedor cariño. Y, en este momento de la narración, el jesuita hacía un quiebro y extrapolaba: nosotros también teníamos subir a las alturas del buen comportamiento, de la aplicación y del estudio y allí encontraríamos lo que hoy se llamaría un edelweiss virtual que, aparte de servirnos de íntima recompensa, podríamos llevar ante la Virgen que nos premiaría con su sonrisa.
Bien, recuerdo perfectamente el hecho pero no creo que, en aquel entonces, la romántica historia me motivara a estudiar más. En realidad, aunque zagalón delicuescente, ya apuntaba en mí el perfecto ramplón que he venido a ser con la madurez. Supe de manera cierta que la Virgen estaba lo suficientemente contenta conmigo y que me sonreía todos los días y, en modo alguno, me entraron ganas de echarme una novia de tierras alpinas, ni de tener que demostrar mi amor subiendo escarpadas laderas en busca de una simple flor, arriesgándome a sufrir una de esas fractura de cadera que luego supe clasificar. Es posible que el recuerdo neto de lo narrado se deba precisamente a ésto, a que fue el alborear del sanchopanzismo en que me muevo ahora. El siguiente hito, también intramuros jesuíticos, fue cuando A.B. (de quien ya se ha hecho memoria en este blog) y yo vimos que unos esforzados e idealistas compañeros se disponían a dormir en tiendas de campaña en los jardines del Colegio. El comentario que nos hicimos el uno al otro fue inmediato: “¡Serán tontos! ¡Con lo bien que se está en la cama!”. Así que los dos grupos nos despreciamos mutuamente, cada uno siguió su camino y hubo paz.
Parece ser que el edelweiss, como flor física, está en peligro. Tanto enamorado hubo y tanto turista emotivo, que ha corrido riesgo de desaparecer por lo que ahora está protegida por alguna de esas instancias federales que se dedican a estas cosas. Pero hubo una canción, ínclita como ninguna, que persiste y sobrevive recordándola. Ni que decir tiene que me refiero a la película “Sonrisas y Lágrimas” donde aquella espantosa familia y su institutriz le dedican sus voces atipladas a la flor de las cumbres. Tanto persiste y sobrevive que ahora en Murcia se va a poder ver un musical del mismo título que supongo que seguirá con la metralla con un cierto hálito comarcano de baile de la rosa y niños cantores de Viena. Dígamos, pues, la palabra mágica, el vade retro que nos librará de tamaño tostón: ñoñería.
Porque la ñoñez sigue campando por su fueros y se encuentra bien presente. En forma de cancioncilla romática, de power point reenviado, de frase reflexiva de alguien que no conoces del Facebook, de foto ensoñadora, de cartel propagandístico, de entrada de blog, de cara de carnero degollao que le pone el novio a la novia, de slogan de clan, de libro de autoayuda, de cuentacuentos, de ronda de la Tuna e incluso ¡ay! de orquestina callejera que toca adagios para que los papás sienten a los niños en corro sobre el suelo jugando al mundo feliz. ¡Ay de esas canciones de ayer, hoy y siempre! ¡Ay de esas páginas inmortales de la música clásica! ¡Ay de esas veladas, con piano y tenor que nos recuerda que “por el humo se sabe donde está el fuego” para atacar luego con el Maite, Maitechu mía...”.
Suelo dar un consejo a mis enfermas jóvenes y casaderas. “Mira -les digo- los hombres pendencieros, los hombres celosos, los hombres jugadores y bebedores, los mujeriegos y derrochadores, los vagos y maleantes, son malos. ¡No te cases con ninguno de ellos! Pero -continuo- los hombres que no beben, ni fuman, ni juegan, los que nunca levantan la voz, a los que nunca se les nota enfadados, los que no se ríen a carcajadas, los que nunca te contradicen, los que son siempre simplemente educados y correctos, los que nunca cuentan chistes guarros, los que no miran de refilón a otras mujeres...ésos...¡son peores! ¡Tampoco te cases con ninguno de ellos! Porque la mala leche la tenemos todos y el demonio va dentro de cada uno de nosotros.”. En resumen, lo que quiero inculcarles es que eviten la ñoñez en sus parejas porque el ñoño, a pesar de serlo, o quizás precisamente por serlo, puede ser más malo que el iracundo. Y encima se buscará un abogado y un notario con bigotito para que hagan el trabajo sucio.
La ñoñería va unida de manera indefectible a lo entrañable y el paradigma de lo entrañable son las croquetas de la abuela. ¡Odio las croquetas de la abuela! En realidad, no me gustan las croquetas pero prefiero las prefabricadas del Mercadona en fritanga de aceite reutilizado. Croquetas canallescas, de cenas bohemias y noches perdularias, las croquetas que te prepara, como canta Sabina, “esa amante inoportuna que se llama soledad”.  Y que me dejen llorar de noche por el sol porque, Tagores del mundo, yo soy un ramplón y no necesito ver estrellas.