domingo, 26 de junio de 2011

La peliaguda esencia del minicalcetín.

Posiblemente, nunca olvide la compra de aquellos zapatos marrones. Recuerdo bien que era por este tiempo, comienzos del verano, y yo fui al El Corte Inglés y me estuve probando unos zapatos cómodos y elegantemente sportives, unos zapatos hechos para andar sobre el mármol, la moqueta, el parquet o, en todo caso, el linóleo del gran almacén  que forman parte de mi salvaje hábitat habitual. Me encontré, desde un principio, a gusto con aquel calzado pero, para evitar falsas apreciaciones, me los probé concienzudamente y até y desaté sus cordoneras y, al final, los compré. El caso es que, junto a mi, otro cliente se interesaba por  unas veraniegas sandalias. Sin duda, planeaba sus vacaciones y había encontrado un calzado idóneo para la playa, el senderismo y los atascos de las carreteras. Pero no se encontraba satisfecho y exponía sus quejas. En realidad, no hacía falta estar en su pellejo porque cualquier observador imparcial podía apreciar fácilmente que aquellas sandalias, aquellas tiras inclementes, le laceraban todos los milímetros de su pie. Así se lo decía al dependiente que contraatacaba con el cuento de que, cuando se acomodase a ellas después de unos días de usarlas, se encontraría comodísimo. Yo sabía que no, que iba a pasar un mal verano, que cada frenazo en la autovía le iba a costar un gran dolor del dedo meñique y que, cuando se echase a andar por los senderos campestres, el dedo gordo y el talón iban a ser hollados por aquel cuero inadecuado. Terminamos comprándonos los dos, yo los zapatos, el compañero las sandalias. Pero yo he caminado cómodo y a gusto con ellos y el compañero con seguridad pereció en algún escondido hotel rural sin que los noticieros dieran cuenta de su muerte. Y es hasta probable que, si reparó en mi durante las probaturas, pensara: “¡Pobre señor! ¡Qué zapatos se tiene que comprar mientras que yo voy tan fresco y tan deportivo con estas sandalias!”
Hay veces que el querer adoptar un determinado look por considerarlo elegante, deportivo o acorde con la tribu a la que queremos pertenecer, puede jugarnos malas pasadas y, en el caso del calzado, malas pisadas. Paralelo a los zapatos están los calcetines. Hay quien, en verano, renuncia a ellos aduciendo que así está más fresco y cómodo. Creo que un impulsor de esta moda fue nuestro Julio Iglesias, quien, hace años, aparecía en las fotos con una especie de mocasines estilizados, de piel fina y de horma más bien estrecha. Así que los integrados se pusieron pantalones cortos y se calzaron aquellos horribles mocasines que alternaban con los llamados náuticos. Sin calcetines, claro, porque así iban frescos y cómodos, desenfadados y, por supuestos, muy guapos. Mientras tantos, los guiris seguían acudiendo al reclamo del sol de España con zapatones y unos anodinos calcetines ocres bien estirados que les llegaban a media pierna lo cual, al decir de los nacionales, era poco menos que esperpéntico.
Pero, pasados unos años, la inteligencia colectiva, la que nos iguala al hormiguero, reconoció que sin calcetines se va incomodísmo, que los estilizados mocasines, los náuticos que nunca pisaron la cubierta de un yate o las sandalias peregrinas de los senderos, directamente aplicados al pie, acaban escoriándolo, rozándolo y hollándolo. Pero la alternativa, a juicio del mismo inconsciente colectivo, era peor ¿Cómo colocarse esos feísimos calcetines ocres que llegan hasta media pierna y perfectamente visibles si se va con pantalones cortos? Hubo solución: la muchachada echó mano a los minicalcetines, tanto ellos como ellas.
Aparecidos ya en los gimnasios y otros lugares de similar culto, se trata de un calcetín prácticamente desprovisto de la parte de la pierna. Llegan, a lo sumo, a la zona inferior de los tobillos. En realidad, el objetivo es escamotearlos totalmente, que queden ocultos por el calzado. Con ésto se lograría llevar el pie protegido y evitar la fealdad foránea de los calcetines estirados. A mi modo de ver, este objetivo no se ha conseguido en absoluto. Faltos de un buen agarre, los minicalcetines son comidos por el pie tras un corto paseo. Quedan así en inestable inclinación, con la parte trasera remetida en el talón del zapato lo que hace presuponer arrugas, roces e incomodidad. Ésto, en primera instancia, nos retrotrae a la postguerra, a aquellos pobres y tristes calcetines sin elástico, que acababan irremisiblemente arrugados y posteriormente enrollados en el pie, calcetines rotos, con “tomates” y luego zurcidos. Y ahora, en la actualidad, la estética es deleznable. Ya pueden llevarse unos buenos bambos, unas zapatillas Converse o unos casual shoes. Ese dedo de tela asomando es atrozmente feo, con la fealdad de lo cursi, lo antinatural y lo afectado.
Así que, aunque en plan muy informal lleve calzonas, no me dejo de poner las veraniegas sandalias con unos hermosos calcetines que me estiro meticulosamente para que me cubran las piernas. Así debe de ir un caballero. Y además voy cómodo, dispuesto para sobrevir a la aventura playera, con mi traje de baño de vivos colores, mi camisa hawaiana de flores, las gafas de sol y una gorra militar que le cambié por un paquete de tabaco picado a un desertor sudista cuando hacia las veces de cirujano en Gettysburg y corté mi primera pierna gangrenada.

domingo, 19 de junio de 2011

Nocturno

Debería haberme atrevido a pedir unas aceitunas pero supongo que el camarero se hubiera limitado a traerme la carta de los platos combinados y de las raciones. Pero no quiero un plato combinado ni una ración. Aunque son casi las doce de la noche, todavía no tengo ganas de cenar. Quiero una caña con aceitunas. Supongo que no podrá ser. Así que me conformo con este lánguido bodegón nocturno y uno mi grano de arena al saco de los deseos no cumplidos en la noche de Madrid.

El violinista callejero ha terminado "Para Lisa" y empieza con desgana "Besame mucho" El cigarrillo nocturno se vuelve aun mas lánguido.
BlackBerry de movistar, allí donde estés está tu oficin@

viernes, 17 de junio de 2011

El chucuchu del tren

Si siempre hubiera habido tecnologías, no hubiese existido la carrera del Maraton pues aquel benemérito soldado podía comunicar la victoria por el movil o, en todo caso, coger el tren de cercanías. Pero el caso es que ahora las hay, estoy en el tren camino de Madrid y escribiendo este post desde la Blackberry. Digo que la gestión la hago por aburrimiento, para pasar el rato de un viaje que deseo corto y rápido.

No siempre ha sido así. De hecho, antes era una fiesta. Llegar con tiempo sobrado a la estación para ver y oír los preparativos de la irrupción del tren. Y una vez en marcha dividir el tiempo entre el asiento, la cafetería y una de las plataformas. ¡Que divertido aquel café rodante! Y luego el placer único del cigarrillo entre vagón y vagón, viendo pasar campos, árboles, coches de las carreteras paralelas, palos del telégrafo, estaciones, pueblos y caseríos.

Así que escribo apático, como subido en una montaña rusa donde no se pueden dar gritos de emoción ni levantar los brazos, ni agitar las manos. Perdido el encanto, estoy deseando llegar. En uno de los asientos de la otra fila, un joven no puede esperar y se come el bocata. El olor a carne fiambre llena el vagón.
BlackBerry de movistar, allí donde estés está tu oficin@

domingo, 12 de junio de 2011

La sublime decisión del cartón de leche.


Me veo precisado a recurrir a una imagen para ahorrarme las consabidas mil palabras. Y no es porque crea en este lugar común, que no creo. En principio, como leí hace poco, iguala el millar de palabras de Cervantes al del portavoz de un partido político, cosa que no deja de ser perversa. La imagen siempre necesita de la vista, pero la palabra puede servirse del oído, que es un sentido más susurrante, o del tacto que es más enervante. En todo caso, la palabra -y más la palabra bien dicha -es mucho más sugerente que la imagen. Pero no entremos ahora en discusiones bizantinas porque éstas vendrán luego. Digo que tengo que servirme de una imagen, dos para ser exacto, porque sería prolijo explicar de manera matemáticamente correcta el problema. Helas aquí:



Así que se trata de si es mejor verter la leche con el agujero del tetra brik arriba o abajo. En ambos casos, el chorro de líquido blanco trazará una parábola para ir a caer en el vaso o en la taza pero hay quien afirma que esta curva será más airosa y limpia si se hace manteniendo el salidero en la parte de arriba. Esta afirmación desafía la lógica de la sencillez que nos dice, aparentemente, que la puntería se consigue mejor de la forma contraria. Una primera solución al problema sería negarlo, esto es, concluir que es necedad entretenerse en tales disquisiciones, de las que no depende la respuesta a las preguntas esenciales que el hombre se ha hecho en su devenir sobre la faz de la tierra. De ahí se infiere que, de manera despreocupada y bostezante, se coja el cartón y que salga el sol por Antequera. Una segunda aproximación sería afirmar que cada uno debe ser libre de hacerlo como quiera, en base a lo que su experiencia y moralidad le dicten. Pero ésto nos haría caer en el vicio de la tolerancia que no pasa de ser "la virtud de quien no tiene convicciones", frase atribuida a G.K Chesterton que, al contrario de Julio César o Napoleón, no podía matar a quien no estuviera de acuerdo con él.
En consecuencia, no. El problema debe de tener una solución, única e inmutable, válida para mi, para los hipotéticos lectores de este blog, para cada individuo de la Humanidad y para ésta en su conjunto. Y una vez encontrada la afirmación verdadera, ésta debe imponerse como lo que hay que hacer, como en su día se impuso que había que construir una pirámide o una catedral. Puede recurrirse a la intuición del genio o a la inspiración del artista, que nos dan una respuesta inmediata. También podemos acudir al método científico, diseñar un estudio, buscar voluntarios desinteresados, experimentar durante largos años y llegar a una conclusión. Pero ésto no deja de ser harto lento y engorroso y además gran parte de la leche utilizada, se desperdiciaría. Propongo pues que, escasos como estamos de genios y artistas, recurramos a la providencia del Tirano. Que haya uno que dictamine y que su dictamen sea inapelable. Uno que diga “ésto debe hacerse así por qué  lo digo yo”, que todos hagamos buenas sus palabras y las acatemos fielmente, convencidos de que estamos en lo cierto. ¡Qué tranquilidad cada mañana, a la hora del desayuno, poder servirte la leche tal y como te lo han ordenado! ¡Qué liberación de discusiones tediosas, de probaturas innecesarias, de ensayos aburridos que prologan un día enojoso y enfadón!
Pero, a falta también de un buen Tirano que actúe por pura filantropía, me atrevo a irrogarme yo mismo la capacidad de la sublime decisión. Solo hay una pega: que no se me ocurre o no me atrevo a dar una respuesta. Ante esta situación dual, este cara o cruz, este blanco o negro, esta lotería con un 50% de probabilidades de acertar, estoy indeciso, en una peligrosa situación buridiana. ¿Agujero hacia arriba o agujero hacia abajo? Enfrentado, pues, a la salvación del mundo, sigo echando la leche unas veces de una manera y otras veces de otra lo cual precede a que no la eche de ninguna manera. Así que me temo que yo, y conmigo la Galaxia, pereceremos. Claro que también es verdad que la mayoría de la población de la Galaxia morirá sin que les afecta el problema por la sencilla razón de que no tienen cartones de leche. Pero ¿a quién se le ocurrirá pensar en males menores si no he resuelto aun el problema del agujero?