lunes, 9 de diciembre de 2013

Sangre encebollada.



Desde la primera tarde que la vio, detrás del mostrador del restaurante económico, a David le gustó Nancy. Él tenía costumbre de ir a aquel sitio a cenar casi todos los días. Poco a poco, empezaron a tener una amistad de circunstancias. David se enteró pronto de que Nancy estaba casada desde muy joven con un compatriota y que tenían dos hijos que, de momento, seguían en su país. El marido era una especie de chico de los recados así que se le veía poco por el local. La mujer oficiaba en la cocina pero aparecía frecuentemente por la barra para traer y llevar las fuentes de comida que se mostraban en el expositor. Había aprendido a preparar como nadie la sangre encebollada, una de las especialidades de la casa.

Algunas noches, David coincidía con A., un hombre ya entrado en los setenta. A. miraba con lujuria a Nancy pero le reconoció a su amigo que ya no estaba para nada. Por eso le instigaba a él: “...tú que eres joven, tu que puedes, yo ya no tengo más remedio que conformarme con la sangre encebollada...” Nancy les servía el platito a los dos con una sonrisa insinuante, aquella tapa bizarra que tanto les gustaba e incluso la copa de vino.

Una noche, se les hizo tarde. Ya iban a cerrar el bar. A. sabía que el chico de los recados se había ido de viaje y no volvería hasta mañana. Fingió prisa y con una sonrisa entre ladina y siniestra, se despidió de David.
-¿Puedes acompañarme a casa? -le dijo enseguida Nancy, cuando ya solo quedaban encendidas las luces de emergencia- Hoy no está mi marido y no me puede llevar...

Hasta ahí recordaba David lo que pasó cuando, al anochecer siguiente acudió a la cita del restaurante económico. Estaba deseando volver a ver a Nancy pero, para su sorpresa, vio que el chico de los recados merodeaba por la barra.
-Me ha dicho mi mujer que ibas a venir y te ha preparado la sangre encebollada.
David encontró los trozos más pequeños y un color y sabor extraños pero no le dio mayor importancia. Él lo que quería era ver aparecer a la chica pero disimuló. Al rato, el chico de los recados le dijo:
-Pasa a la cocina. Nancy quiere hablar contigo

Pero no se detuvieron en los fogones y entraron hasta un cubículo que hacía de almacén con un gran armario congelador. El chico de los recados se paró ante éste y abrió la puerta. Nancy, terriblemente pálida y con hielo en el pelo y las cejas, tenía un tremendo corte en el cuello. David sintió de repente la terrible nausea y el gusto de la última sangre encebollada, aquella de sabor raro, le quemó la garganta y se le vino a las narices y hasta a los  conductos de las orejas. Quiso sacar la BlackBerry para llamar a la Policía pero el brusco tirón de pelo se lo impidió. En realidad, le dolió más éste tirón que el filo del cuchillo de matarife cortando sus yugulares, su traquea y su esófago. El informe del forense diría luego que el corte había interesado la cara anterior de la 5ª vértebra cervical. Pero David tuvo aun tiempo para preguntarse con ironía como le sentaría a A. la sangre encebollada de aquella noche. 

jueves, 17 de octubre de 2013

Dos puertas.


Subiste los dos tramos de escalera con bastante agilidad para tu edad. Pero ahora te enfrentabas a la duda. Ya antes de entrar en el edificio, sabias que tu objetivo estaba en la segunda planta, pero no recordabas la letra. Tenias la buena costumbre de memorizar estos detalles, evitando papeles y posibles pistas. Pensabas que, una vez en el rellano, tu memoria y tu instinto te harían reconocer la puerta correcta, pero no fue así. Bajaste hasta la entrada. Habías visto allí unos niños jugando. No te gustaba la cercanía de éstos mientras trabajabas pero tu eres un profesional experimentado y asumes estos detalles.

Le diste a los críos un nombre pero no acertaron a responderte. Te dijeron un par de alias que no conocías. Quien te encargó el trabajo debería haberte facilitado este detalle, pensaste. Sobre todo, sabiendo que te enviaban a un barrio donde todos se llaman por el mote. Volviste a subir los dos tramos de escalera, oscuros y húmedos. Tenias dos puertas ante ti casi iguales. Una más clara y otra de un color caoba improcedente. Las dos con sus mirillas vidriosas. En cuanto llamaras al timbre, un ojo te escudriñaría por ella. Si te equivocabas y te reconocían, estabas perdido.

No tenías mucho tiempo para pensar. Tu intuición, de la que tanto presumes y que tantas veces te había sacado del peligro, no te ayudaba. Acariciaste tu arma para tratar de conseguir confianza y, por fin, te decidiste. Llamaste a un timbre y, casi al momento, el ojo rastreó la mirilla. Te abrió una mujer.
- Carmen...¿es aquí?
- No, Don Manuel, es ahí enfrente...pero ¡qué bien que haya venido usted! A mi madre le ha dado un trastorno. Íbamos a llamar a la ambulancia pero...ya que está usted aquí...

Te habías equivocado irremisiblemente. Cuando desenfundaste tu Littmann Master Cardiology, supiste que aquella mañana el café te lo tomarías frío.

miércoles, 2 de octubre de 2013

El estilete romo.


Te gustaba acariciar el estilete romo mientras pensabas o, incluso, si estabas aburrido. Lo hacías girar entre los dedos o recorrer pequeños tramos sobre la mesa. Era un instrumento sencillo pero útil que te servía para ver dentro de las heridas. En cambio, aquella noche en el bar jugueteabas con el vaso de vino esperando que llegaran un par de amigos. Cuando éstos aparecieron, empezó también a llover pero no fue obstáculo para que la conversación se animara y las rondas se sucedieran.

Pasada la medianoche, la lluvia arreció y empezó la tormenta. Al primer trueno se fue la luz como pasaba siempre en el pueblo. Os quedasteis de pronto a oscuras pero el camarero estaba acostumbrado a encontrar el petromax en estas condiciones sin más ayuda que la llama del mechero. Encendió el aparato y lo colocó sobre el mostrador, junto a las botellas. La iluminación se hizo tenue, con sombras alargadas y fantasmales. Tan tenue que permitía que el resplandor de los relámpagos se metiera por la ventana y centelleara en los vasos que seguían su ritmo impertérrito.

Uno de los amigos se asomó para ver caer la lluvia y sentir su estrépito. El reloj de la torre de la iglesia dio una campañada. Y de pronto un "¡mira...mira...! espantado os alarmó. Fuisteis todos a la puerta para ver como dos sombras negras cruzaban la plaza bajo el desplome del agua. Dos mujeres de riguroso luto, cogidas del brazo, con pañuelos en la cabeza, con faldones empapados, iban a buscar a alguien. Fue peor el relámpago que os sacudió el espinazo que el que chasqueó en el cielo. Un miedo irracional, el espasmo de lo inevitable hizo que el camarero bajara la mecha del petromax y vosotros os fuerais corriendo asegurando que mañana pagaríais.

Ya en casa, te dejaste caer en el sillón. Estabas seguro de que pronto tendrías visita pero el sopor del vino hizo que te adormilaras. No recuerdas cuanto tiempo pasó hasta que los aldabonazos en la puerta te despertaron. Al abrir, te encontraste con la pareja de la Guardia Civil. Traían los capotes chorreando agua y las gotas de lluvia resbalaban por el charol de los tricornios, por los mosquetones y por sus narices. Es mejor que no haya intermediarios, pensaste.
- No hemos tenido más remedio que llamarte a estas horas, te dijeron, ha pasado algo gordo.

Mecánicamente, te pusiste el chaquetón y cogiste tu maletín de primeros auxilios. Pero, en esta ocasión, sabias que solo ibas a necesitar el estilete romo. Las heridas de los navajazos son angostas pero lo suficientemente profundas.

jueves, 12 de septiembre de 2013

La lista.


Pudiste ver la cabeza del Dictador, clavada en una pica, en la explanada del que fue su palacio. El populacho la rodeaba, con burlas y carcajadas. No te gustaban estas cosas pero comprendías que la Revolución tenia un inevitable lado oscuro. Hubieses preferido un juicio, aunque solo fuese un simulacro. Sabías también que, en los calabozos habilitados sobre la marcha, un grupo de colaboradores del régimen caído esperaba el fusilamiento de mañana. El Líder tuvo buen cuidado de anotar sus nombres en los distintos momentos de la lucha y te habías dado cuenta de como guardaba la lista en un bolsillo de su guerrera.

Tu eras una especie de ideólogo y aunque empuñaste el fusil codo a codo con él, representabas el ímpetu de construir una sociedad nueva, pacifica e igualitaria. Y era en ésto en lo que debías pensar y no en los desgraciados que, irremisiblemente, morirían al amanecer. Querías hablar, antes de irte a dormir, con tu compañero y jefe. Había que ir pensando en constituir, con urgencia, una especie de gobierno provisional.

Camino de su improvisado despacho, te dejaste seducir por algunas ideas de gloria. Era justo que ahora ocupases un puesto elevado. Llamaste a la puerta y no contestó nadie. Con la confianza de los años compartidos, entraste en el despacho. Te diste cuenta enseguida de que el Líder había dejado la lista negra olvidada sobre la mesa. La cogiste con curiosidad y, de pronto, reparaste que el primer nombre y apellidos eran los tuyos. Soltaste una risita pensando que era una broma de mal gusto.

Pero no te dio tiempo a reaccionar. Los cinco hombres que te buscaban irrumpieron de golpe en el despacho. Te inmovilizaron, te ataron las manos a la espalda y te vendaron los ojos. Intuiste que la venda no te la quitarían hasta mañana, después del tiro de gracia. Pero, antes de quedarte ciego para siempre, pudiste ver entre tus captores a tres miembros de la odiada policía política. Entonces comprendiste lo torpe que habías sido y que tu error no tenía ya solución.

viernes, 6 de septiembre de 2013

El pozo.


- Hemos encontrado carne - te comunicó lacónicamente la pareja de la Guardia Civil. La alarma había empezado aquella mañana, cuando una vecina te dijo que N. no aparecía y la puerta de su casa estaba abierta de par en par. Los voluntarios y los tricornios acaban ahora de encontrar su cuerpo ahogado en un pozo. Supieron que estaba allí por un innecesario paraguas apoyado en el brocal.

El juez llegó al pueblo en plena chicharrera de la siesta. Era muy joven y posiblemente fuera su primer levantamiento de cadáver. Con unas cuerdas, sacasteis a N. El juez, inexperto, te dejó hacer. Tu fingiste un reconocimiento pero, en realidad, buscabas el papel del trato. Cuando lo encontraste, mojado en un bolsillo, no te fue difícil guardarlo sin que nadie lo notara porque todos se habían ido a la sombra de un árbol.

35 años después, has vuelto al pueblo. Ahora tienes que cumplir tu parte de aquel trato. Vienes con bastón porque tus caderas están renqueantes. Has invitado a los pocos conocidos que te preguntan por J. Les dices que murió hace un mes, que no hubo hijos y aparentáis una lástima transitoria. Tu te callas que las noches en la alcoba fueron de insomnio y de remordimientos. Y cuando pagas, recuerdas como N. te dejó vía libre porque J. lo prefería a él a pesar de su insanía.

El camino hasta el pozo fue penoso, con tus caderas desencajadas. Como hace 35 años, los barbechos te arañan las piernas por debajo de los pantalones. Tienes que hacer un alto que aprovechas para mandarle a aquel juez un breve correo explicativo con la BlackBerry. Luego dejas el bastón apoyado en el brocal, lees el viejo papel y la segunda cláusula del trato: "Si J. muere antes que tú...". Dejas el papel pisado con la BlackBerry también sobre el brocal. A pesar del calor, el golpeteo con el agua te resultó terriblemente frío.

jueves, 29 de agosto de 2013

Misión cumplida.


En 40 años no habías podido quitarte la idea de la cabeza. Aquel feto nacido muerto que te presentaron no era tu hijo. Tu hijo era otro y estaba donde no debía de estar. Ahora has leído noticias y el murmullo se ha convertido en tormenta. El médico te informó, aunque intentó disuadirte. Cuando te abrochaste el último botón de tu blusa de viuda, la decisión estaba tomada. Conseguiste sin dificultad sacar los restos de aquella tumba y el primer ADN fue concluyente. Tus suposiciones eran ciertas. Ahora te quedaba un largo camino, pero tu marido te había dejado las blusas de viuda y un buen dinero. 

Las gestiones de los abogados y de un par de detectives que contrataste, te llevaron a una segunda tumba. Para abrirla vinieron unos funcionarios judiciales que, apiadados, te dijeron unas palabras de consuelo. Tu no contestaste nada y, a pesar del terrible calor, te abrochaste el último botón de tu blusa. Tampoco el ADN dejó lugar a dudas. 

En un sótano de los juzgados, te enseñan los legajos del juicio. No se supo quien lo mató. Hay un papel con pautas, recortado con tijeras y letras de titulares de periódico pegadas en él. Y te enseñan también las tijeras, las que recortaron el papel y las letras y con las que desgarraron su yugular y el cayado de su aorta. No te cupo duda de que había sido una mujer, otra mujer, la que había hecho el trabajo por ti. Dejó su firma en aquel mensaje de letras de periódico: "Me cago en la madre que te parió". Fue entonces cuando te diste por satisfecha y te abrochaste, esta vez para siempre, el último botón de tu blusa negra.

martes, 20 de agosto de 2013

Regalo de bodas.

El  obús  te dejó inservible de medios para abajo y te condenó a la silla de ruedas.  La guerra ya no te quería y te devolvió al pueblo con la etiqueta de mutilado grabada en la frente. Sin embargo, tenías como recompensa aquella buena pensión, codiciada en años difíciles. Posiblemente fue por éso por lo que te rondaron algunas mujeres. Te decidiste por una, la más compasiva, tal vez incluso cariñosa.


El cura no te quería casar. Eres un mutilado a todos los efectos, no lo olvides. Te ayudó el médico, quizás también por compasión.  Celebraste tu boda. Aquella madrugada te levantaste como pudiste y limaste cuidadosamente la punta de la bala. Sabías que solo tendrías una oportunidad. Eras un novio ridículo en aquella silla de ruedas y, aunque alguien la engrasó, sus mecanismos chirriaron camino del altar. Luego los amigos, los antiguos conmilitones, te llevaron a casa. Disimularon, pero pudisteis oír sus risitas irónicas mientras te dejaban en la alcoba a solas con ella.

Tu mujer se sentó en el borde de la cama esperando algo. Miraste fijamente tus zapatos ortopédicos en aquellos pies inútiles. Luego la miraste a ella y pusiste el libro de familia encima de la mesilla.
- Te voy a hacer el regalo de bodas que te prometí.
Entonces sacaste tu pistola del cinturón, metiste el cañón en tu boca y dispareste. Curiosamente, uno de los fragmentos de material encefálico que salpicó la pared, tenía una rudimentaria forma de corazón.

lunes, 12 de agosto de 2013

La Carretera de Santa Catalina se viste de negro.

Habías dado un buen paseo hasta el bar Marilín. Caía la tarde cuando llegaste y pediste un café solo, el último del día. Estuviste hablando con las dos hermanas que lo regentan, amigas tuyas. Se te pasó el tiempo sin darte cuenta. Fue entonces cuando la madre de aquellas sacó de la cocina un conejo recién muerto y se dispuso a desollarlo. Llevaba el cuchillo de cocina en la mano derecha y lo dejó descuidadamente en la barra, junto a tu taza de café. Pudiste ver los ojos vidriosos del animal y sin saber porque un escalofrío de fiebre te recorrió el espinazo. Apagaron la luz del expositor de las tapas y aquel escalofrío te hizo ver las salchichas y las morcillas no como algo apetitoso sino como una especie de restos cadavéricos. Reparaste que eras el único cliente del bar y que las tres mujeres te estaban mirando. Su sonrisa había dejado de ser amigable y comprendiste que te tenías que ir. Dejaste el euro precipitadamente junto al cuchillo y saliste a la carretera de Santa Catalina. La puerta se cerró inmediatamente detrás de ti con dos giros de la llave que sonaron con estruendo. Nadie respondió a tu despedida y, en cambio, te pareció oír unas risas desagradables dentro. Y aunque salías al exterior, tuviste la impresion de que aquel cerrojazo te encerraba en un ámbito agobiante y oscuro.

Se había hecho completamente de noche y la Costera Sur pareció amenazarte con su sombra. Enfrente, la gasolinera estaba apagando también sus luces. Lamentaste no haber traído el coche. El agradable paseo de ida se había vuelto una pesada caminata. No te apetecía andar en aquella noche que se te antojo oscura y peligrosa. Tenías pesadas las piernas y aquel escalofrío seguía arriba y abajo del espinazo. Te empezó a doler la cabeza. "¡Qué raro - pensaste - a mi nunca me duele la cabeza! Por un instante quisiste llamar a la puerta del Bar Marilín. Eran de confianza. Le dirías que te sentías mal, que te dieran un vaso de agua y que te ibas a sentar un rato hasta que se te pasara. Pero no te apetecía ver desollar a aquel conejo ni volver a ver sus ojos vidriosos.


Miraste el reloj. Aun era temprano. Te imaginaste el Thader y la Nueva Condomina llenos de gente, El Corte Inglés del cual salían todavía clientes con sus bolsas de la compra de última hora. Pero nada de éso te quitaba el escalofrío. Podías esperar al autobús. Sí, claro, al bus 6 le quedaba el último viaje de Murcia a La Alberca y te dejaría en la puerta de casa. La parada está muy cerca y llegaste a ella con una ligera sensación de alivio. Encendiste un cigarrillo pero, al dar la primera bocanada, te empezaron a zumbar los oídos. No, no era zumbido, era el viento suave en las hojas de los limoneros, de los naranjos y las palmeras. Pero ese ruido tantas veces oído como agradable ahora te resultaba siniestro. Te pareció oír que algo o alguien no habitual estaba recorriendo las acequias y los carriles. Algo o alguien que veía en la noche y que estaba al acecho.


Con otro suspiro de alivio, viste venir el autobús. Distinguiste perfectamente su rótulo luminoso: "6A La Alberca por Gran Vía". ¡Ya está -pensaste- se acabó el problema! Pero, por si acaso, te adelantaste un paso dentro del asfalto y levantaste bien el brazo derecho. Querías hacerte completamente visible. Te diste cuenta entonces que el conductor no refrenaba la marcha, ni encendía los intermitentes. El autobús pasó de largo a pesar de que agitaste enérgicamente la mano y solo soltó una especie de bufido neumático que te sonó a burla. Pero otra idea salvadora te vino de pronto a la cabeza a pesar del dolor que cada vez parecía ser mayor. Llamarías a un taxi. Si, claro, un taxi ¿Cómo no se te había ocurrido antes?  Te registraste el bolsillo de la camisa. Tenías casi 20 euros, suficientes para pagar la carrera. ¿Por qué te preocupabas tanto? El bus 6 iba ya de recogida, por éso no paró pero no tendrías ningún problema para que viniera un taxi. Le darías una dirección fácil, en la carretera de Santa Catalina, en el bar Marilín, enfrente de la gasolinera. Era solo aquel escalofrío, aquel ruido del viento lo que te agobiaba.


Sacaste la BlackBerry y la activaste. Se iluminó la pantalla y el teclado, había buena cobertura...¿Ves? Todo va bien, todo va bien...Marcaste el número del radio taxi y al momento una voz femenina ta dijo que te mantuvieras a la espera. Te dejó con el allegro de la sinfonía nº 40 de Mozart. Esperaste. La voz te insistía de vez en cuando en que te mantuvieras así. Al rato, la música cesó y la voz adqurió un tono de disco rayado : "por favor, permanezca a la espera...por favor, permanezca a la espera...por favor, permanezca a la espera..." Con angustia, cortaste la comunicación. No te quedaba más remedio que seguir andando. 


Pero tus miedos eran absurdos. Estabas a menos de 2 km. de El Charco. Aun yendo despacio, no tardarías ni 20 minutos en llegar. Empezaste a caminar y subiste el pequeño tramo empinado del puente de El Regerón. Sabias que el cauce estaba lleno de cañas y te lo imaginaste también lleno de ratas en busca de comida. Has pasado cientos de veces por aquí y estarían las mismas ratas. Todo son tonterías. Ya queda la cuesta abajo y un corto tramo. Posiblemente, cuando llegues a El Charco, todavía estará abierto el Willow. Te tomarás otro café y le comentarás entre risas tu ridícula aventura a la amable camarera francesa.

Las farolas encendidas te marcan perfectamente el camino. Solo tienes que seguir la carretera...solo tienes que seguir la carretera...solo tienes que seguir la carretera...

Fue alguien madrugador, al bajarse del primer bus 6, el que vio tu cadáver encogido junto al poste de la señal de parada. Las manos crispadas y lívidas, sostenían la BlackBerry. El juez no tendría ninguna dificultad para saber quien fue el último que te llamó ni el forense en diagnosticar la causa de muerte. Algunos pasajeros curiosos, junto con el conductor, se apearon también. Una mujer llamó a un taxi porque, con el incidente, se le hizo tarde. Enseguida vino una ambulancia y el coche de la policía. ¡Qué bien te hubieran servido hace pocas horas cualquiera de estos vehículos! Pero ahora estabas ya muerto.

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Efectivamente, a partir de ahora, este blog acogerá relatos negros. Era necesario el cambio. El lado amable de Mr. Hyde ha encontrado acomodo en Guapamurcia, un simpático magazine del Internet provinciano. Pero Mr. Jekill quiere también expresarse y cuando la luna llena hace aparecer la bestia, los relatos se vuelven siniestros y oscuros. Ahora, este "Carretera de Santa Catalina" que se quedó bastante mustio reverdece o, mejor dicho, ennegrece con un contenido un tanto bizarro y, sin embargo, con hondas raíces en la literatura entre las que no puedo por menos que señalar los "Romances de Ciego", los que narraban los crímenes abyectos para una España profunda. 

Ha sido muy reciente el momento en el que me propuse escribir relatos negros. Quizás solo sea afición transitoria y el filón se acabe pronto. Ahí está el reto. Debo, ante todo, agradecer su aportación a la persona que abrió esta puerta para mi. Mi amigo Francisco Sempere Sánchez es, hasta ahora, virtual. Pero espero tener pronto el placer de conocerle personalmente tomando café en alguna terraza de El Charco. Y el olor de la bebida se mezclará con el del cigarrillo y el de la pólvora del último disparo de su Smith & Wesson, cuyo cañón aun humea. Es autor de la novela "36 metros bajo tierra" que leí con grata adicción y de una serie de microrrelatos en negro que también publica en Guapamurcia. Nunca pensé que yo pudiera seguirle pero, ha sido tanto el tirón de éstos, que algo en la inspiración cambió y empezaron a afluir ideas a la mente. Por lo tanto y haciendo solo justicia, quisiera dedicarle a él esta nueva etapa del blog. 

Y junto a él, es irremisible dedicársela a mi mujer, gran amante (del género) y mi primera lectora. Es una maravilla haber convivido con ella, convivir ahora y seguir conviviendo hasta que la muerte y la pensión nos separen.
Así que, amigos míos, solo me queda desear que os gusten estos relatos. Pero ¡tened cuidado! No olvidéis que, a pesar de su aspecto idílico, algo extraño ha empezado a crecer por entre los limoneros, los cañizos y las palmeras de la carretera de Santa Catalina.

miércoles, 1 de mayo de 2013

Campanadas en la noche (A propósito del 2 de mayo)


El 2 de mayo de 1808 todas las campanas de Madrid tocaron a rebato.Éso supongo porque lo de los cañonazos y los trabucazos lo tengo claro. También supongo que el alcalde de Móstoles las mando voltear cuando redactaba su bando para llamar a la sublevación en toda España. Antes las campanas se utilizaban para estas cosas y daba miedo oírlas. Afortunadamente, ya solo suenan para las misas y los fastos festivos y patronales y en la época de los tanatorios y las muertes en el hospital, ni siquiera le doblan a los difuntos. Tampoco hay clamores de gloria por los niños que se iban al cielo como cuando la mortalidad infantil era terrible, muchas veces por simple deshidratación, y los angelitos iban al cementerio en un ataúd blanco. De mis primeros tiempos de médico rural, recuerdo que muy de mañana sonaba el toque que anunciaba que alguien había muerto en la madrugada. Yo ya sabía quien era y me apresuraba a levantarme porque pronto vendría algún familiar a solicitar el certificado de defunción. Muy vagamente recuerdo también que durante toda la noche de difuntos doblaban las campanas. Niño entonces, pensaba que era penosa y triste obligación pero luego supe que los mozalbetes se iban a la torre bien provistos de bebida y comida para que el frío no les hiciera desfallecer del esfuerzo de tirar del badajo. Pero ya era tarde porque la costumbre desapareció postconciliarmente antes de que pudiese disfrutar de ella. Y aunque no fue un 2 de mayo sí lo pareció aquella tarde en que se corrió el rumor que unos misioneros venidos a adoctrinarnos querían llevarse a la Virgen al pueblo de al lado y los vecinos se amotinaron. Tocaron las campanas y el esquilón a rebato y tanto tocaron que de éste se desprendió el badajo que cayó sobre la cabeza de alguien produciéndole lo que luego supe llamar una herida inciso-contusa que mi padre suturó según arte. Pero también entonces era niño y no pude disfrutar de los hechos.

Sin embargo, ya bien grande, he oído las campanadas en la noche y doy fe de que es de los más alarmante y miedoso que pueda imaginarse. En medio del silencio y del sueño, sin previo aviso, sin nada premonitorio, te despierta el ruido inusual y estridente. Tardas un poco en reaccionar y en el sopor de la duermevela no sabes bien qué estás oyendo. Luego ya lo tienes claro: las campanas que tocan a fuego, un repiqueteo que, muchos años después, puedo reproducir perfectamente. Ante este toque, todo el mundo debía movilizarse. Ni siquiera los niños estaban exentos pues había que formar una cadena humana para transportar los cubos de agua. Luego vinieron los incendios forestales en la cercana sierra y hasta allí íbamos con entusiasmo. Y siendo médico mi padre me instruyó en que no debía acudir hasta las llamas porque mi puesto ahora estaba en el hospital de sangre para asistir a los posibles heridos. Pero todas estas costumbres fueron decayendo con la modernidad y los bomberos profesionales y, paralelamente, con la poca pericia de los campaneros espontáneos. La última vez que oí tocar a fuego, una noche de verano en la que estábamos sentados en las terrazas de los bares de la plaza, el tañir de las campanas fue aburrido, desganado y breve y el comentario fue unánime: “es que no dan ganas de levantarse para ir a apagar el fuego”

cosa así deja una congoja del fin del mundo pero, faltas de campaneros idealistas, las campanas ya no suenan como antes. Ya hace muchos años que no las oigo en la madrugada y, posiblemente, ya no las volveré a oír. Ahora las noticias, las alarmas y las convocatorias vuelan con instrumentos más rápidos y eficaces y siguen dando miedo como ese tañir en medio de la noche que avisaba del “enemigo”. Pero yo me quedo con las campanas en el recuerdo y no dejaré de subir hasta la espadaña la próxima vez que vaya a mi pueblo. Y de vuelta al bar, me tomaré una castaña pilonga y una copa de vino en compensación de aquellas noches de ánimas que no disfruté.

domingo, 21 de abril de 2013

La Inteligencia Espacial contra las Cajitas.


Parece ser que es muy difícil definir la inteligencia. Ésto ha dado pie a que señores ingeniosos hayan dicho de ella cosas curiosas. Un tal Woodrow afirmó que “la inteligencia es la capacidad de adquirir capacidad” y un tal Bridgman rizó el rizo con “la inteligencia es lo que miden los test de inteligencia”. Tengo buen recuerdo de estos supuestos test de inteligencia porque en el colegio de los jesuitas los hicimos algunas veces y en vez de enfrentarnos a la complejidad del binomio de Newton o al análisis de un texto de Azorín, pasábamos la tarde dedicados a aquellos ejercicios que se nos repartían en unos impresos. Puestos sobre el pupitre, tenían algo de enigmático pero podían ser entretenidos como un crucigrama o un jeroglífico del periódico. Previamente se nos  aseveraba que el esfuerzo serviría, además de medir nuestra inteligencia, para poder enfilarnos hacía el tipo de carrera que mejor se adaptaba a nuestras capacidades. Pero, una vez evaluados aquellos test, se nos decía una serie de vaguedades en absoluto conclusivas. Porque lo que quería en mi inocencia de niño o mozalbete es que el resultado final fuese que yo era el más inteligente de la clase y Jaimito, que me caía antipático, el más tonto. Luego comprendí que estas vanaglorias carecen de utilidad práctica y me conformé con ser ni listo ni tonto, ni alto ni bajo, ni de derecha ni de izquierda.

Digo que en aquellos test, una de las pruebas eran series de números de las que había que calcular el siguiente. En ésto era muy bueno y me auguraron que manejaría con éxito los cerebros electrónicos. Pero otra prueba era una serie de figuras geométricas puestas en distintas posiciones para que se adivinara qué dos eran iguales. Y en ésto otro era muy malo por lo que se concluyó que carecía de inteligencia espacial. No le di mayor importancia a la cosa porque me entusiasmaban los cerebros electrónicos hasta que ahora, cincuenta años después, me encuentro con el problema de las dichosas cajitas.

Está enfrentada la familia a una celebración entrañable, adjetivo éste que no es muy de mi agrado. Habrá comida con menú mesocrático por la crisis y, a los postres, se repartirán unas cajitas con bombones como recuerdo del evento. La familia, tras la preceptiva búsqueda por Internet, decide pedir a una tienda on-line las cajitas desmontadas y, como resultado de nuestra gestión, recibimos ésto:


Ahora el objetivo es montar un hexaedro o cubo. Las tiras vienen ya con unas estrías sabiamente dispuestas por lo que la labor no parece difícil y, en una primera fase, conseguimos dos prototipos de cubo con cuatro caras físicas y dos virtuales:


El siguiente paso, en buena lógica, es deslizar uno de los prototipos dentro del otro con lo que tendremos una preciosa cajita cerrada por todos sus lados pero que pueda abrirse fácilmente para obtener los bombones. ¡Ni hablar! Cuando se vuelve a deshacer la operación de deslizamiento, las caras virtuales se convierten en lo que son: un vacío absoluto por el que se caerá irremisiblemente la golosina. Y el horror vacui nos invade y casi nos acogota:


Debe de haber una solución, tal vez otra forma de colocar los prototipos pero, para dar con ella, necesito inteligencia espacial y no la tengo. Las neuronas no dan de sí y el cerebro electrónico (que me permitió hacer la transacción comercial) no me ayuda aunque sepa resolver series de números. Y luego vendrá una pegatina y un lazito y la conflagración alcanzará dimensiones cósmicas. Quizás sea cuestión de hemisferios dominantes así que yo, por mi parte, me retiro cobardemente y dejo el problema en manos e inteligencias femeninas.

Robinson, náufrago en su isla desierta, hizo un pan pero le salió tan duro que le sirvió de ladrillo. Cuando lo rescatamos y me lo pudo contar, se extendió en unas consideraciones sobre que en el mundo civilizado los trabajos están repartidos y cada uno se dedica a lo que sabe hacer. Y así las cosas salen bien. Por éso, yo seguiré computando series de números. Inexorablemente el destino me pondrá ante otro problema al cual, gracias a esta inteligencia mía, sí sepa responder con elegancia, prontitud y energía. Y así podré decir éso que tanto me gusta: “Ya decía yo que ésto servía para algo...”

domingo, 14 de abril de 2013

De la Piedra de Rosetta al cartón de la leche Pascual.


No me gusta la fruta de postre. Un amigo me dijo una vez que es un error gastronómico haber encasillado a estos vegetales - por que no dejan de ser vegetales- para terminar la comida y que podían servir mejor como entrante o incluso como aperitivo. No sé. Tal vez tenga razón o, al menos, es una teoría intrigante pero no acaba de convencerme. Como yo sé que tampoco convenzo a nadie con mis denostaciones de la fruta pero no dejo de sostener que después de un muy buen chuletón de tres dedos de gordo y poco hecho sienta como un jarro de agua fría que te ofrezcan una naranja o un par de rodajas de melón. Así que para mi gusto queden para los cumpleaños la obligada tarta, para algunos días señalados, los pastelitos de El Corte Inglés, para días de diario algo de chocolate inexcusablemente tomado con pan y, en caso de que la comida haya sido liviana, viene bien un vaso de leche con los típicos dulces murcianos, como los de “La Meseguera” en La Alberca o la “Luna” en Santo Ángel. Son estos dulces recios y sabrosos, puestos al día siempre con la sabiduría popular. Su único pero es su palatabilidad algo secarona. Para obviar ésto hay que recurrir al vasito de vino dulce, práctica en mi opinión abominable, o al vaso de leche, sobre todo si es entera y dejamos de lado al colesterol.

Así que muchos días, a los postres, tengo frente a mi la teoría de rosquillas surtidas y el cartón de la leche Pascual. Nótese que no digo “la leche Pascual” si no “el cartón de la leche Pascual”. Porque este envase, azulón y ecológico, da mucho de si. Servida la ración 
en el vaso queda ahí, sobre la mesa, para su contemplación y estudio. E inexorablemente me acuerdo de la Piedra de Rosetta. ¡Qué admiración me producía a mi de niño esta historia! ¡Qué paciencia, qué meticulosidad, qué capacidad de introspección la de aquellos eruditos! Gracias a aquella triple redacción y a un arduo trabajo se pudieron descifrar y leer los jeroglíficos egipcios. Pero nuestro cartón de la leche Pascual supera a la Piedra pues trae hasta una cuádruple redacción. Así si colocamos el prisma con el tapón hacia el norte debemos examinar primero la cara de poniente y ahí leemos en letras blancas sobre el fondo azulón:

INFORMACIÓN NUTRICIONAL
INFORMAÇAO NUTRICIONAL
NUTRITIONAL INFORMATION
INFORMATION NUTRITIONELLE

¡Ahí es nada! Mientras saboreo la rosquilla, deduzco en buena ley que la palabra española INFORMACIÓN se dice en portugués INFORMAÇAO, INFORMATION en inglés (y aquí hay que hacer gala de la misma agudeza de Champollion para no caer en la trampa) y también INFORMATION en francés. Pero no para ahí la cosa porque más abajo leo:

Grasas/ Gorduras/ Fat/ Lipides
De las cuales/ Das quais/ Of which/ Dont
Saturadas/ Saturates/ Saturés

Y un proceso deductivo análogo al anterior nos lleva a un conocimiento de tal magnitud que casi nos convierte en políglotas. Y como este ejercicio nos ha dejado exhaustos, debemos mordisquear otra rosquilla con sus correspondientes sorbos de leche (leite/ milk/ lait) y nos relajamos mirando la cara opuesta, la de levante, donde entre otros datos a cual más interesante, la empresa láctea nos dice que: “contribuimos a la reforestación plantando anualmente más de 1.200 árboles”. Pero ésto ya solo en castellano por lo que nos quedamos con las ganas de saber cómo se dice “reforestación” en portugués, inglés y francés. Y ahora ya, terminado el postre y con él la comida, a dormir la siesta sin dejar de repasar lo aprendido en el primer duermevela.

Y es en ese duermevela en el que paradójicamente parece que el cerebro despierta de su letargo neuronal y nos hace listos, cuando el cartón transidiomático de la leche Pascual y la Piedra de Rosetta revolotean en la alcoba como dos mariposas que se persiguen una a la otra. Y ahora caemos en la cuenta de que se nos olvidó examinar las caras del norte y del sur que es donde aparece lo verdaderamente importante: ¡la vaca (vaca/ cow/ vache)!  Por tanto, la pregunta es inevitable: ¿dónde tendrá “la vaca” la Piedra de Rosetta? Y así me percato una vez más de que se ha desinflado el entusiasmo infantil que mostraba por aquel icono aunque los niños actuales si lo sigan mostrando a pesar del traductor de Google. No hay duda de que peco de ramplón pero me interesan mucho más las rosquillas y la leche que lo que pudo garabatear aquel pobre egipcio porque, en realidad, cuando uno se pone delante de una piedra o una pared o simplemente un papel siempre se tiende a escribir lo mismo.

Bien pensado, la historia de la Piedra de Rosetta es una historia de guerra. Que si la descubrieron los franceses cuando Napoleón invadió Egipto, que si luego los derrotaron los ingleses y se quedaron con la joya, que si ahora las reclaman los egipcios y los museos dicen que son instituciones transnacionales. En fin, mucho lío aunque una cosa esta clara: que aunque guerra se diga guerra, war y guerre y hambre fome, hunger y faim todos, desde el anónimo egipcio hasta nuestros días, sabemos bien lo que significan.

domingo, 7 de abril de 2013

A las 17,19.


Hubo un momento crucial en las comunicaciones por ferrocarril y, sin embargo, no creo que nadie se hiciera eco de aquel hecho, no, al menos, con la transcendencia que tuvo. Me refiero a la circunstancia de que las ventanillas del tren dejaron de poderse subir y bajar para quedar cerradas fijas e inamoviblemente. En un principio, el vagón se aireaba o se enclaustraba según la voluntad de los viajeros y los huecos permitían asomarse, comprar un refresco al vendedor del andén o incluso bajar y subir maletas y bultos para abreviar tiempo o para forzar un by-pass aparente más cómodo. No obstante, recuerdo que un cartel tenía escrita la admonición de “es peligroso asomarse en marcha” pero mi padre, que ya se sabía el camino, sacaba la cabeza fuera y me la hacía sacar a mi cuando el tren iba a tomar una curva cerrada con lo cual podíamos admirar el serpenteo cóncavo del convoy y, al final, la locomotora mayestática y humeante. Mi madre era amiga de hacer subir y bajar la ventanilla, cosa que, si no iba mi padre, solicitaba a otro caballero quizás porque tuviera calor o frío o  tal vez porque el protocolo de la época encontraba elegante esta aparente veleidad. Luego vino el 600 y empezamos a viajar menos en tren por lo que nos olvidamos un poco de sus usos y costumbres. Recién terminada la carrera, tuve que ir urgentemente a Madrid para poderme matricular en las oposiciones de A.P.D. Me acompañó mi madre que aprovechaba para pasar algunos días con unos familiares. Nos instalamos en el vagón que ya no era de departamentos sino todo corrido y al cabo de cierto tiempo de viaje, según su costumbre, me pidió que abriera la ventanilla. Le expliqué, para su sorpresa, que aquellas ventanillas eran modernas, que su cristal estaba herméticamente cerrado y que no se podía bajar ni subir. Mi madre me miró incrédula pero guardó silencio hasta que pasó el revisor y entonces a éste le pidió también que, por favor, bajase la ventanilla. El agente le dio unas explicaciones similares a las mías y siguió su recorrido por el pasillo. Posiblemente, en aquel entonces, mi madre no nos creyó ni al revisor ni a mi pensando que era vagancia por una parte e ignorancia por la mía. Pero, a pesar de éso, el viaje lo tuvimos en paz y llegamos sin discusión a nuestro destino.

Y estoy seguro de que fue por aquella época en la que sus ventanillas quedaron
inamovibles, cuando el tren dejó de salir a las 17,19. O a las 13,12. O a las 9,02. Me intrigaba a mí esta puntualidad tan exacerbada que, además de ser enojosa, no parecía tener utilidad práctica. ¿No era igual que el tren saliese a las 17,20 que a las 17,19? La diferencia no pasaba de un minuto lo cual, a priori, no tenía mayor repercusión que llegar a su destino un minuto después, cosa a todas luces irrelevante. Atribuí la minucia a cuestiones protocolarias, a lo que hoy se llamaría imagen de empresa o a veleidades de buen tono equiparables a las de mi madre por subir y bajar las ventanillas. Pero sin que me lo tuviera que explicar mi suegro Tomás que, como comenté en otra entrada, fue ferroviario de la ruta de Irún, ni ningún guardagujas, ni ningún guardafrenos, un día comprendí. Fueron la misma lógica y la misma intuición que me permitieron una tarde de aburrimiento desarmar y volver a montar, pieza por pieza, un despertador, las que me guiaron en un proceso deductivo tan esclarecedor como sencillo. Deduje que en la época de las 17,19 circulaban muchos más trenes que ahora, trenes más lentos y con más paradas. Además, debían entrecruzarse con otros muchos y esperar en la estación a tener vía libre o a repostar agua. Por tanto, los tiempos muertos eran grandes y ese minuto que mediaba entre las 17,19 y las 17,20 se iba agrandando en progresión geométrica. No quedaba más remedio que hacer filigranas con el tiempo y aprovechar cualquier segundo de resquicio.

Me acuerdo de aquella aparente exactitud del tren cuando de repente, en la pantalla del ordenador, me aparece un paciente citado a las 11,13. Aclaro que mi agenda hay un nombre cada cinco minutos, en una pauta geométrica y cartesiana que luego el devenir azaroso y el fragor de la consulta se encargan de desmoronar para terminar en un batiburrillo de camino enfangado. Pero esta cita de las 11,13 hay que imbricarla en todo ese trajín de enfermos como aquellas locomotoras que exhalaban vapor y carbonilla que se tenían que entrecruzar con el largo tren de mercancias. Y, a veces, hay que pasar dos consultas, acumular es el eufemismo que se emplea porque ya lo del estajanovismo suena cutre. Esto supone conciliar dos agendas, dos listas, haciendo equilibrios con los tiempos y las horas. La solución, ocasionalmente, es citar alternativamente de un cupo y de otro. Y entonces hay que tener cuidado, como lo tenía el jefe de estación de antaño, para que no haya “choque de trenes” y los nombres se deslicen en la pantalla del ordenador con su correcta alternancia como locomotoras y vagones que circulan a la vez y paralelos pero cada uno por su vía.

Y así con “más madera” vamos funcionado, aunque hayamos tenido que volver a la intrigante puntualidad de las 17,19 y a subir y bajar las ventanillas para que entre algo de aire fresco.

domingo, 24 de febrero de 2013

¿Quién inventó la cama?


Sí, ¿quién inventó la cama? La cama de nacer, la de crecer, la de la siesta y el sueño, la del descanso, la de las resacas, la de la concupiscencia y las separaciones ominosas, la de los desayunos domingueros, la de los hospitales, la de la enfermedad y la decrepitud, la de morir al fin. La cama que cobija al orinal y, si llega el momento, la bolsa de la orina, esa bolsa que me agacho a rebuscar, entre sábanas y barrotes, para ver que tal va la diuresis. Porque alguien la tuvo que inventar. Un benefactor de la humanidad, un genio, un Arquímedes que también dijo ¡Eureka! Lo de los inventores de las cosas siempre ha sido un saber con mucho predicamento. De niño, yo admiraba a Edison porque inventó la luz y quería imitarle inventando algo tan espectacular como, por ejemplo, la velocidad. En su momento, se me explicó que la luz no es un invento humano y que propiamente lo que hizo Edison fue poner a punto la lámpara de incandescencia, una manera de aprovechar la energía eléctrica para producir luz. Así que convine con mis mentores que el genio americano inventó la luz eléctrica y llegamos a un entente. Luego, por esas cosas que vas leyendo, me enteré de que el tal Edison era un tipo pesetero, que le gustaba rentabilizar económicamente sus logros y que se peleaba agriamente con otros científicos. El golpe de gracia fue cuando supe que tuvo que ver con el desarrollo de la silla eléctrica. De forma tal que hoy el inventor de la luz no me cae en gracia pero no por éso dejo de agradecerle que la bombilla penda del techo e ilumine con comodidad y limpieza. De niño también, metido como estaba en el mundo de la medicina, admiré mucho a Fleming porque inventó la penicilina. Precisamente ahora que escribo esta entrada, he sentido la malsana curiosidad de mirar por los recovecos de Internet a ver si Fleming también era pesetero o no era una buena persona. Pero, de momento, no lo voy a hacer y quédese éste como paradigma de genio solo preocupado por el bien de la humanidad. Sí hay que decir, siquiera sea como digresión, que recuerdo la época en que la calle madrileña que lleva su nombre era zona de prostitución y de actividades nada edificantes. Parece ser que el pecado se acogió al amuleto de quien había remediado el castigo que, para la carne, tenía la vida perdularia. Pero de ninguna manera esta asociación es achacable a Fleming e incluso el estar cerca de la miseria y debilidad humana lo hace más grandemente filántropo. Y para cerrar un triángulo de inventores, digo también que otro de los científicos admirados en la infancia era, ni más ni menos, que Wernher von Braun, el que diseñó las bombas volantes V-1 y V-2 que cayeron sobre Londres. Era cosa de novelería, de los tebeos de guerra y, porque de niño, no se tiene clara la diferencia entre el bien y el mal y sin duda, nuestra tendencia innata es a la belicosidad y a la explosión.

Nuestra tendencia innata también debe ser a descansar lo más plácidamente posible y a dormir cómodamente. Y digan lo que digan los Kamasutras tanto clásicos como actuales y algunas que otras extravagancias, la mejor postura para el sexo es la “del misionero” sobre mullido lecho. Por éso, es muy de agradecer y muy de alabar el que alguien inventara la cama. Una cama con cuatro patas, con cabecero y piecero, con somier, colchón, sábanas, mantas y colchas. Para empezar a saborearla ¡qué gusto da fumarse un cigarrillo sentado en su borde y meditabundo! Antes del nazismo saludable, el de las V-1 y V2 de von Braun, era mi primera providencia cuando llegaba a la habitación de un hotel. Para descansar del viaje, tanteaba la cama para hacerme una idea de que tal de buena compañera sería y luego me sentaba en ella con la tranquilidad de que ya no habría esos terribles chinches que me contaba mi padre de los catres de las pensiones de postguerra. Encendía el cigarrillo, ponía el cenicero (normalmente llamado a ser distraído a la ida) en la mesilla y con aquel ritual sencillo tomaba posesión por dos o tres días del habitáculo.

Si se busca información al respecto, no encontramos nada que no sepamos. Que si el hombre primitivo amontonaba hojas, que si los egipcios, que si los romanos. Nada que no sepamos porque seguimos viendo a ese hombre que ya no es primitivo que se acomoda entre cartones y frío en el retranqueo de una fachada que le resulta amigable o, en el mejor de los casos, en el cubículo de un cajero automático. Y este golpetazo de la insolidaridad humana puede hacernos pensar que, al igual que ocurrió con Edison, quizás el inventor de la cama no fuera una buena persona, que lo hizo por dinero para satisfacción de ricos y poderosos cuyos criados dormían sobre paja. Y sin embargo, quienquiera que fuese, no podemos negarle nuestro agradecimiento cuando nos acogemos al “lecho donde yago” que dijo Machado.


Todavía se ven por la ciudad esas horribles tiendas de decoración recargadas y de mal gusto y es frecuente encontrar bustos en ellas. Entre el paragüero, el espejo para la entrada y esas figuritas tan cursis de porcelana en las que una joven melancólica sostiene una palomita, hay un busto de no sabemos quien. He llegado a la conclusión, tras diversos razonamientos que no hace al caso exponer aquí, que alguno de estas figuras sin nombre es la del inventor de la cama que sigue en un incomprensible anonimato. Por éso y en vista de que las altas instancias no hacen nada para homenajear a este prócer, he decidido hacerme con uno de estos bustos, un modelo barato que imite mármol, que inmediatamente pasará a ser el de Federico de Varsovia. Luego, en uno de los stand que arreglan zapatos, hacen copias de llaves y graban placas de bronce, me haré confeccionar una que rece sencillamente: “A Federico de Varsovia, inventor de la cama. La Humanidad agradecida”. Pegada la placa a la base del busto, ya solo queda entronizarlo en el jardincito. Como dudo mucho que el alcalde de Murcia quiera venir a la inauguración del monumento, bastará con una fiesta familiar y una sencilla barbacoa de choricitos y panceta y vino discreto del Makro. Y luego, con la conciencia tranquila y el estómago sonriente, a dormir la siesta. En la cama.

domingo, 17 de febrero de 2013

Maravillas del diseño.


Mesones, ventas, posadas y demás hostelería siempre ha habido y la literatura, aun la más vieja, está llena de ejemplos. Y todos estos establecimientos han ido evolucionando más o menos hasta el hotel tal y como lo conocemos en la actualidad, con su ritual entre amigable y envarado. Sin embargo, no se bien como eran todo este tipo de establecimiento cuando yo era niño. Entonces yo no viajaba fuera de entornos familiares aunque creo haber estado ocasionalmente en algún hotel u hostal o cualquiera que fuera su categoría administrativa, en Madrid y en Sevilla pero no guardo ninguna memoria de aquello. Ya más mayorcito, tendría unos 11 o 12 años, me llevó otra vez mi padre a Madrid en lo que fue mi primer viaje “touristico”  y de entonces si me acuerdo del hotel de medio pelo donde nos alojamos y de cómo llegamos a la capital en tren de vapor que nos llevó hasta la antigua nave de la estación de Atocha, lo que hoy es un supuesto jardín tropical. Era verano y mi padre me hizo vestirme estrambóticamente con una especie de sahariana o guayabera sobre la camisa porque, me dijo, Madrid sigue siendo la capital de España y aquí no se puede ir como en el pueblo. Luego vería que todos los niños y mozalbetes iban con manga corta pero él no mudó su plan primigenio porque, en cierto modo, era un look de diseño y éste, como veremos luego, es muy importante.

Mi padre no tenía ni buscado ni reservado hotel porque entonces no se tenían estos hábitos y el viajero se fiaba de su intuición y apelaba a su buena suerte. Pero cuando yo ya fui médico, tuve mi dinerito, me casé y empezamos a viajar con regularidad, una de las primeras providencias fue hacernos de una guía de hoteles que renovábamos todos los años. Y sobre aquella guía en papel, parca y austera, estudiábamos las propuestas del itinerario, seleccionábamos y hacíamos la reserva por teléfono. Pasados los años, disponemos ahora de Internet donde todo este proceso se hace on-line y rápidamente. En el ordenador se ven los hoteles, sus fotos, sus características y sus ventajas. Me hace gracia la que se encuentra a veces de “gay friendly” pero vayamos a lo verdaderamente escabroso y complicado porque ¿qué quiere decir éso que se lee con cierta frecuencia de “hotel de diseño”? ¿es que todos los hoteles no han sido estudiados y diseñados por un arquitecto y montados y decorados con mejor o peor gusto?

En buena lógica, es de suponer que este apéndice de “de diseño” da a entender un carácter diferenciador y, lógicamente, positivo. Y este carácter no es lo mismo que bonito, coqueto, original, espectacular, grandioso, majestuoso o lujoso. Parece que todo el mundo debiera de tener claro que quiere decir lo de “de diseño” como si éste fuera un concepto de ley natural o innato al conocimiento humano. Y, sin embargo, yo a ciencia cierta no se, con total exactitud, específica y concretamente, de que me están hablando las guías electrónicas. Y si me acojo a la experiencia, no salgo mejor parado. Algunas veces he cedido a la tentación y me he alojado en un hotel “de diseño” para encontrarme como único elemento catalogador con engorros, incomodidades, artilugios incoherentes y adivinanzas de esfinge. Por ejemplo, que en vez de un funcional interruptor de la luz con sus dos posiciones estándar on y off, me las tenga que ingeniar con un artefacto que tamiza, orienta, gradúa, difumina y colorea de forma tal que nunca tengo la iluminación a mi gusto.


Reconozco que una de las pocas cosas por las que quiero ir a Nueva York es para ver el bolígrafo Bic exhibido en el MOMA como pieza de museo. Una auténtica exaltación al diseño. Pero paulatinamente voy haciéndome de la opinión de que la sutil esencia de éste se agota en si misma. Una silla, un vestido, una taza de café son de diseño y basta. No hay nada más en la trastienda. Y me convencí de esta opinión cuando el otro día, en el bar Talula, vi que uno de las expositores de las tapas era también de diseño y yo no observé más que una vulgar, corriente, anodina y funcional vitrina acristalada. Mi coche oficial, no el macarra, tiene unos letreritos mínimos junto a las ruedas delanteras en los que si el paseante se digna agacharse puede leer “Design Giugaro. Y ayer tuve la oportunidad de fotografiar uno de estos adminículos en una situación insólita ya que el vehículo tuvo que servir, por imprevistos de última hora, de coche de la novia de una amiga de Marta. Que nadie piense que es un haiga. No pasa de la mesocracia pero, eso sí, como el vestido de la novia, la vajilla del banquete, la vitrina expositora del Talula y el sayo que me colocó mi padre en Madrid, es de diseño. Y ahí queda todo.