Pido disculpas por emplear la curiosa notación del título pero es que hoy toca hablar de burros, animales a los que, con razón o sin ella, se les atribuye la cualidad de la estolidez, la misma que, en mi opinión, gozan los/las que abusan y fuerzan y hacen gala de usar esta innecesaria y ya periclitada grafía en sus escritos. El caso es que, tratándose de burros, el sexo tiene gran importancia porque el paradigma de cosa larga es el parto de una burra y, por otra parte, la magna erección del garañón arrecho y sus rebuznos amatorios es uno de los espectáculos más grandiosos que puede ofrecer la naturaleza. Hablar de burros da para mucho y he de decir, ante todo, que el tema me vino a las mientes por haber visto una foto de una amiga virtual y facebookciana, en la que aparecía con uno de estos animales.
Es obligado, al empezar, tener un recuerdo para el burro de la noria. Alcancé a ver en perfecto funcionamiento uno de estos artilugios en la huerta de unos tíos de mi pueblo y me gustaba contemplar el exacto ritmo de los cangilones volcando el agua que luego iba a regar por manteo tomates y melones. El control de esta agua, una vez en el suelo, se hacía con acertados golpes del zacho o, simplemente, abriendo y cerrando surcos con la punta de la bota. La verdad es que entonces hice poco caso del burro y apenas lo recuerdo en su eterna circulatoria, uncido al palitroque que accionaba el ingenio y con los ojos vendados. Pero resulta que aquellos mis tíos también eran panaderos y bien el mismo u otro burro accionaba con su tracción de sangre los cilindros que laminaban la masa. Tampoco le presté atención a este burro pero en, buena lógica, es de suponer que llevara los ojos igualmente vendados para evitar el mareo de orbitar en torno a un eje. Esto es, el burro entraba en la panadería con la misma naturalidad que las personas. Pero eran tiempos pretéritos donde había que aceptar las limitaciones de la precariedad y se aceptaba como natural esta convivencia de hombres y animales. Alcancé también a ver la sustitución del burro de la noria por una bomba mecánica accionada por un motor de explosión y el de la panadería por maquinaria eléctrica para mover la laminadora y la amasadora. Estos modernos aparatos liberaron al hombre de depender del burro y al animal del castigo de dar vueltas con los ojos vendados. Pero esta ceguera quedó para el recuerdo como en la sevillana de mi juventud que amonestaba cruelmente a la mujer veleidosa:
“ya vendrá algún forastero
que no conozca tu historia
con los ojos bien tapáos
como el burro de la noria”
El poeta extremeño Luis Chamizo hace una conmovedora alusión a las burras en su magnífico poema “La nacencia”:
“Qué pensara la burra
si es que tienen las burras pensamiento”
Y es que esta burra estaba siendo testigo del parto de una mujer, en medio de la noche, en medio del campo, como paren las ovejas “sin comadres ni méicos”. Mi padre, como médico rural, asistió a partos en casas donde los animales estaban a pocos metros. Yo le acompañé algunas veces de mozalbete. No he olvidado como me enseñó a palpar la presentación, empuñando un huevo y tocando su polo con el dedo a través del círculo del pulgar y el índice semicerrados. Y en aquellos partos de madrugada se podía intuir la presencia de la burra, quizás dormida, quizás pensando ante el inusual ajetreo, si es que tienen las burras pensamiento.
Y cuando yo también fui médico rural a veces los enfermos llegaban a la consulta en burro aunque ya eran los años en que empezaban a abundar las motos y los coches. Recuerdo a un pareja que hacía vida en el campo y que llegaba al pueblo de vez en cuando para aprovisionarse y, de paso, consultar al médico. Iban y venían en sendos burros que dejaban en la puerta de casa, con los cabestros ("cabrestos") atados a la reja de la ventana. Fueron unos adelantados que quisieron aprender a tomarse la tensión para su autocontrol. Como entonces no había estos aparatos automáticos de ahora, los que le suelen regalar los yernos a las suegras, solo se podía emplear el método auscultatorio de los ruidos de Korotkoff. Así que les compre un aparato y un fonendo sencillitos y les expliqué teórica y prácticamente como habían de proceder. Al despedirse, muy contentos con su nuevo juguete, y camino ya de los burros que esperaban pacientemente, el hombre me estrechó la mano y, posiblemente correspondiendo a una insinuación de su mujer, me vino a decir algo así como que estaba seguro de mi confidencialidad y de que todo aquello quedaría entre nosotros. Yo no comprendí nada y mi enfermo dio, con rodeos y palabras vagas, unas explicaciones por las que llegué a la conclusión de que aquella buena paraje consideraba lo de poseer y usar unos articulos que, para ellos, eran exclusivos del médico, como algo rayano en la ilegalidad, una especie de intrusismo ilícito. Pienso que algún contacto con contrabandistas de secano o incluso con el maquis rural durante su juventud de postguerra, algún encontronazo tal vez con la Guardia Civil, les había vuelto susceptibles ante el posible rigor de la Ley. Les tranquilicé como pude pero, con cierta malicia por mi parte o por ganas de darme importancia, no les dejé absolutamente claro que no, que no era para nada ilegal poseer un esfigmomanómetro y un fonendoscopio para un uso privado. Así que conjuré con ellos que todo quedaría en la intimidad del secreto profesional y les dejé marcharse me imagino que guardando furtivamente los útiles delictivos en las alforjas, junto con el pan y las latas de sardinas.
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