No, en esta jornada de huelga, no iré a las barricadas. En realidad, no las he visto en la carretera de Santa Catalina que es un sitio muy apropiado para ellas. No hay sacos terreros, ni neumáticos incendiados ni provisión de adoquines. Me he levantado, he accionado el interruptor y había electricidad, he abierto el grifo y había agua y la caldera ha dispuesto de gas para calentarla. Tengo Internet disponible y puedo escribir esta entrada. Supongo que no habrá problema para que tome el café del amanecer en La Meseguera o en Gala.
Durante 1968 no fue así. Estuve primero en París y me empeñé en hacer pintadas en la Sorbona. Dormía en el metro y comía lo que podía. Luego, viendo el cariz que tomaban las cosas, me fui a Praga. Por mi natural torpe, no sabía bien encaramarme a los tanques para increpar a los soldados del Pacto de Varsovia. Una vez que lo intenté, me enganché el pantalón con las cadenas y toda la culera se desgarró. Aunque intenté coserlo, no supe hacerlo bien, se volvió a desgarrar y así anduve, con tres imperdibles que sujetaban precariamente la tela. Pero ya no me volví a subir a un tanque y me dediqué a trastocar señales de tráfico o a emborronarlas.
Las cosas han cambiado y espero que para bien. La huelga es, digamos, civilizada. Creo que nadie la va a secundar en mi Centro de Salud y yo tampoco y supongo que no habrá incidentes. Así es lo convenido en pactos y conversaciones que nunca entenderé. Pero, sin embargo, hoy no quiero parecer un buen obrero, un trabajador sumiso. No me hallo esta mañana en el papel del médico tranquilo y burgués. Ni siquiera me parece bien dar el perfil pulcro, educado y servicial que demanda mi empresa, mi patrón. Intento hacerlo todos los días aunque solo sea por el pundonor de mantener una impecable imagen corporativa. Pero hoy, en recuerdo de los días de París y de Praga, en recuerdo de los auténticos Primeros de Mayo, voy a ir a la consulta como si fuera a la barricada. No me he afeitado y dejaré la chaqueta en el armario para lucir unos pantalones de batalla y una camisa de cuello Mao o de segador. Porque antes los cuellos de la camisa iban aparte y solo nos los poníamos los señoritos, ajustándolos al cuerpo de la prenda, una vez planchados y almidonados, mediante unos botones. E incluso los señoritos teníamos que tener cuidado con la tela y, para que durase más, se cambiaban los cuellos por su más pronto desgaste.
Así que, en recuerdo de todo ésto, de miserias, sinsabores y luchas, iré sin afeitar, con una camisa Mao y prescindiré de la bata funcionarial. No pasa de ser una boutade de las que tanto me gustan porque ¿para qué nos vamos a engañar? ¡Si hasta la camisa de cuello Mao es en realidad de pijo!
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