La más academica descripción del bravucón es escueta, tanto como lo es el último terceto y el estrambote del soneto de Cervantes al túmulo de Felipe II. Su bravuconería perdió a la mujer que llevó el pleito ante Sancho Panza, gobernador de la Ínsula Barataria. Un bravucón es, pues, el o la que dice o hace bravatas. Conocida es también la anécdota de Diógenes cuando fue visitado por Alejandro Magno. Estaba este en el esplendor de su gloria, era un semidiós, más que el Obama hoy y mucho más que el Zapatero que así creo que se apellida el que más manda en España. Cuando Alejandro le dijo a Diógenes que le pidiera lo que quisiera, éste contestó escuetamente: "Pues que te quites de delante y no me tapes el sol". Maravillosa respuesta que nos introduce de sopetón en las grandezas de la ascesis y el cinismo. Pero bien mirado, no deja de ser también una bravata, un aquí estoy yo o un castizo "¡pá chulo, yo!" La literatura y las leyendas universales están llenas de tipos envalentonados. Patético quizás sea el envalentonamiento de Aquiles antes de salir a dar su última batalla. Tetis, su madre y diosa, sabe que va a morir y quiere retenerlo. El héroe también lo presiente pero, a pesar de eso o tal vez por eso, viene a decir un "¡dejadme solo!" Amenazas bravuconas son las que se intercambian David y Goliat antes de su singular combate. Las chulerías en su estado puro las declama ¡cómo no! Don Juan Tenorio. Y ¿qué decir del pistolero del Oeste cuando entra desafiante al saloon abriendo decidido las puertas batientes? Pero nada de esto es comparable a nuestro Manolo Escobar cuando en su ínclito "Poromponpero" canta de una vez por todas "el cateto de tu hermano que no me venga con leyes..."
A todos, incluso a Diógenes, nos gusta decir bravatas. Pensé en ésto tomando café en uno de los bares que frecuento. Solo una señora y yo de clientes lo que permitía al camarero tener una distendida conversación con el cocinero que se mantuvo en voz alta y clara para que la humanidad, representada por la señora y yo, pudiera oírla. Comentaban como habían sido capaces de dejar de fumar. O, mejor dicho, bravuconeaban:
- ¿Tú vas a poder conmigo, enano? Antes te corto los huevos.
- Abrí el cajón de la mesilla y allí estaba el último paquete que abrí. ¡Pues ahí te vas a quedar, cabrón!
- Mi hijo me dijo que si tenía cojones de dejarlo un mes, lo dejaba él también y en eso está.
- Yo no lo echo de menos. ¡Qué bien estoy ahora y no cuando me metía ese humo de mierda!
La guinda del pastel fue la actitud perdonavidas:
- Ahora que yo no le voy a decir a nadie que no fume. A mi no me molesta y el que quiera que lo haga.
El refuerzo positivo forma parte de las estrategias para dejar de fumar y, en realidad, me parecen bien estas bravuconadas que, a pesar de su grueso registro, no pasaban de ingenuas. El problema es que la actitud belicosa forma parte del ser humano y el bravucón lo llevamos todos dentro. Claro que es muy distinto hacía quien va dirigida la agresividad y la bravata. El truco consiste en encontrar un autentico supervillano e ir a por él. El mundo funcionaria mejor si siempre hubiera unos "buenos" y unos "malos" porque, como dicen los utópicos, el bien siempre triunfa. Supermán lo tiene muy fácil y los amigos del bar también pero no siempre es así. En la vida cotidiana normalmente el enemigo es un igual que el destino enfrenta a ti y a tus intereses. Y hay quien va pidiendo guerra y la encuentra. Luego a contar la batallita o los planes de batalla, en todo caso la bravata.
Si, en un momento dado, no hay enemigo se inventa: cruzar la autovía, carreras de motillos con el carburador y el variador trucados, saltar de un balcón a otro del hotel. Muertes estúpidas pero es muy difícil resistirse al atractivo de poder contar un logro contra alguien aunque ese alguien sea uno mismo. De todas formas, me siento más cercano al bravucón sencillo, al que no oculta que lo es que al asceta morigerado, los Diógenes de pacotilla, los que fingen que luchan por una causa justa cuando, en realidad, descargan sus malos instintos.
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