domingo, 12 de septiembre de 2010

El pebetero.

Hace pocos días fue la última comida familiar en "Los Arroces de Segis". Este buen restaurante está al inicio de la carrera de Santa Catalina, no más pasar la primera rotonda que enlazará con la Costera Sur cuyas obras no sabemos si están o no detenidas por mor de los políticos y la crisis. Como su nombre indica a las claras, en "Los Arroces de Segis" se come paella y solo paella, precedida por unos abundantes aperitivos. La puesta en escena es rígida pero amigable. La carta escueta y sin sorpresas. Los aperitivos siempre son los mismos en cantidad sabiamente proporcional al número de comensales y solo hay que elegir entre seis clases de paella. El precio por persona está fijado de antemano por lo que nos evitamos los engorrosos preludios y las enojosas preguntas a fin de comer lo apetecido sin gravar más de la cuente al que ha de pagar. Me llama favorablemente la atención el que en la sencilla carta diga explícitamente que se podrá repetir de los aperitivos si se desea pero sin caer en el desperdicio o en el abuso. Exquisita disposición que, aparentemente, deja la vara de medir en manos del pueblo cuando, en realidad, la sigue esgrimiendo el poder local que se supone que es el que determina en base a criterios nunca escritos en el B.O.E. quien infringe la norma y cae en el abuso o en el desperdicio. Por este diablo que llevamos los humanos dentro, reconozco que me gustaría presenciar una discusión entre camarero y cliente dirimiendo si pedir otra cazuelilla de huevos rotos con chorizo es abuso porque ya se han comido cuatro o es desperdicio porque ha sobrado abundante ensaladilla rusa.

El postre, como era de esperar también es a piñón fijo: fruta del tiempo y flan de la casa. Una copa de aguardiente o de marrasquino como bebía La Parrala y ya se puede uno ir a dormir la siesta. Pero en "Los Arroces de Segis" es costumbre darle a la salida un regalo a las señoras. En este último día que fuimos allí, el regalo fue un pebetero con sus pebetes. Se trataba de un pebetero sencillo y muy conocido, una tabla de madera alargada con una acanaladura en el centro y un extremo curvo para permitir la colocación de la varilla olorosa. Nunca he sido amigo de estos sahumerios esotéricos y brujiles, ni siquiera en mi juventud, cuando empezaban a proliferar y podían asociarse injustamente a chica progre, algo casquivana y no estrecha y tampoco comprendo porque hay quien reniega del humo del tabaco y va siempre envuelto en humos de incienso hindú y vaharadas de patchouli. Y si el pebete encendido se une a música supuestamente relajante, sonidos de la naturaleza y demás mandangas, el desagrado crece exponencialmente. Me malicio que bastantes de estas personas que se autoclasifican como estresadas de lo que en realidad padecen es de vulgar mala leche y que su relajación con yoga, incienso y cantos de pajaritos es el tiempo de planear la venganza y la humillación del contrario.

De todas formas, una madrugada bohemia quise acercarme al mundo de la nigromancia y la adivinación. Estaba en la cocina, con un whisky en "la barra" y oyendo música en la radio. No suele ésta emitir publicidad una vez avanzada la noche pero aquella estación si lo hizo. Y oí un anuncio de un mago o un brujo o lo que fuera que hacia no recuerdo exactamente qué de extraordinario, tal vez descifrar el futuro o curar el mal de amores. Al final, un número de teléfono supongo que de pago y el imperativo ¡¡Llama ahora!! Tuve un impulso repentino, una mórbida curiosidad, que me hizo marcar el número para ver que encontraba al otro lado de la línea. Yo esperaba una música inquietante y un susurro de voz femenina que me trasladara pues a éso, a una habitación llena de humo de incienso hindú y vaharadas de patchouli,  donde se ejecutaría el acto esotérico pero me salió un simple hombre que, sin ningún preámbulo, dijo un vulgar y átono "diga", como si llamas al vecino para preguntarle si en su casa también se ha ido la luz. Le colgué sin miramientos y retomé la música de la radio y el whisky.

Pero hace un par de días, había cocido con su pringá para comer y se me antojo encender el pebetero. Bizarra mezcla aquellos exquisitos garbanzos de Fuentesaúco, aquel tocino y aquel chorizo todos ellos  representantes de la carnalidad con el humo del espiritualismo y la ascesis. La varilla me concedió el tiempo de terminar de usar la cuchara y de mitear la botella de vino viendo avanzar la tenue brasa y caer la ceniza con bastante precisión sobre la acanaladura central. Pero ya me estaba molestando a mi aquel humo de olor impreciso así que cuando me vi libre del incordio, olisqueé la pringá, llené la copa y rematé el  espléndido cocido. Luego el cigarrillo de la siesta que me aproximó al infierno y me despedí para siempre del sahumerio y de su pretendida edificación.

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