Hay mañanas lindas y soleadas en las que no acudo a la consulta. Pocas, muy pocas, pero hay algunas. No me refiero a los fines de semana o periodos vacacionales durante los cuales la actividad ciudadana se encuentra a medio gas. Hablo de los días de diario, tan anodinos como un lunes o un jueves. Días de banco, oficina y notaría...y de consulta médica. Las mañanas de estos días son para mi de trabajo y el ir y venir de la ciudad y el mundo me es ajeno, vislumbrado tan solo por las rendijas de la persiana. Por eso, me gustan mucho esos días llamados de “libre disposición” o los que supuestamente me merezco por mi antigüedad en el puesto. Así disfruto de mañanas triviales, de martes sin nada de especial, donde los demás están trabajando y yo no. Tal vez los aproveche para algún papeleo espeso y, si Ana tiene tiempo libre, viajo hasta su instituto de Elche.
Pero, sea como sea, la primera providencia suele ser un café en “Willow” más o menos a la hora en que abre el Colegio Público de Santo Ángel. Coincido con niños mayorcitos que ya van solo corriqueando en pandilla, o con mamás presurosas con el nene, más pequeño, de la mano, o con el abuelito jubilado reclutado tal vez a la fuerza para esta misión. Momentos de algarabía y últimas recomendaciones. Como no tengo prisa, me entretengo a mirar un poco. Niños bien vestidos, bien calzados, con bonitas mochilas en las que guardan libros, cuadernos, rotuladores y la saludable “ración de combate”, aseados, peinados, sanos y contentos. El abuelito tampoco tiene prisa y se queda pegado a la verja contemplando las evoluciones de la chiquillería, viendo a las señoritas y monitoras con sus babis de diseño alegre y oyendo el griterío y, en este Colegio Público de Santo Ángel, también la música de los altoparlantes exteriores que difunden música de cultura de medio pelo como “El Cascanueces” de Tchaikovsky.
¡Qué lindo todo! Hay resaltes sobre el asfalto de la calle para que los coches refrenen la velocidad y, por si ésto fuera poco, un municipal se pone en el paso de peatones, haciendo su baile de posturas, para reforzar la seguridad. A veces, el agente acude en coche y va con gorra de plato. Pero, otras veces, ha llegado en moto por lo que mantiene el casco en la cabeza y así le gusta más a los niños. Luego vendrá el recreo, volverá a sonar la música en los altoparlantes que ahora hacen oír “La Danza de las Flores” y la abuelita que vive cerca, hace un alto en la monda de patatas para admirar lo guapo que esta el nietecito. Y en este idílico ambiente, los niños se comen el bocadillo y el brick de zumo.
Yo, porque me alcanza la edad para ello, conocí la aborrecida escuela de Machado. Bombillas colgando del techo, un mapa de España y una pizarra. Los escolares, una piazarra pequeñita, a veces ya rota por una esquina, en la que se escribía con pizarrín y se borraba con saliva. Tinta que se hacia disolviendo una pastilla que decíamos de "fuchina" en agua y que el maestro repartía en los tinteros de los pupitres. Luego aprendí que la fucsina es un colorante magenta así que ignoro de que eran, en realidad, aquellas pastillas mágicas que volvían el agua negra. Queso y leche de Mr. Marshall. La calle era el patio de recreo y nos acercábamos hasta la calleja, ya fronteriza con el campo o orinar en grupo formando regatos que corrían por la tierra y la embarraban y que nos hacían gritar:
“El río Guadiana...
que cuando se mea la gente, mana...”.
Yo quería tener botas “Katiuskas” para poderme meter en los charcos pero mis padres no me las compraban para que llevase buenas botas de cuero que abrigaban más. Y en vez de un impermeable de plástico barato, llevaba una gabardinita como un Bogart en pequeño. Lo malo es que, un día, se me antojó un bolígrafo. Bien digo...¡¡un bolígrafo!! cuando este artilugio, se empezó a popularizar. Pero mi padre consideró aquello excesivo lujo para un niño que debía seguir con el pizarrín y, en todo caso, el lápiz y el sacapuntas.
Se que hay quien añora aquellos tiempos y los defiende como época de niños libres, imaginativos y emprendedores, pero con pantalones zurcidos y zapatos rotos, de juegos simples pero vividos con entusiasmo aunque muchas veces los juegos supusieran llevar una navaja en el bolsillo para afilar la bilarda, tirarse piedras o matar gatos y pájaros. Yo me quedo con esta escuela, con estos niños bien vestidos, bien calzados, que se distraen con juegos instructivos y que oyen en el recreo, dentro de las protectoras verjas del campo de juego, “La Danza de los Mirlitones”. Y, sin embargo, ¡qué sensación de languidez! ¡que profundo aburrimiento! ¡qué hálito pacato ese municipal del paso de peatones! ¡qué escalofrío de ñoñez ese Cascanueces del patio, tan simple como carcelario! ¡qué fastidio que me bote el coche en los resaltes!. Supongo que deberá ser así pero quizás fuera posible una escuela cómoda, limpia y agradable sin caer en la hiperprotección o en la pusilanimería.
Hace poco venía en coche para casa. Un grupo de niños de unos 3 o 4 años se disponía a cruzar la calle. Iban al cargo de una señorita muy joven. Se insinúo ésta un poco en la calzada, sonrió y alzó tímidamente la mano para que me parase. Así lo hice, encendí las luces de warning e incluso saqué por la ventanilla el brazo extendido y con la mano abierta para advertir a los conductores que pudiesen venir detrás de mi. La señorita alentó a los niños y estos, cogidos a una soga, cruzaron la calle. Al pasar, me dijeron adiós uno tras otros con la manita libre. Yo correspondí y con mayor énfasis a la señorita a la que le dediqué mi mejor sonrisa. Un detalle, una estampa del libro del Mundo Feliz. Pero, cuando la procesión escolar desapareció, solté un bostezo que se transformó en graznido porque, en mi subconsciente de niño malo, lo que me hubiese gustado decirle groseramente a la señorita es: “mueve el culo rápido y quita a esos enanos de ahí. Yo soy un hombre muy ocupado y tengo prisa”
Hay cosas que mejoran sin duda pero el precio es alto. O quizás sea solo cuestión de torpeza y gilipollez humana. Pero, por favor, ¡si se pudiera suprimir ese Cascanueces culturilla de campo de concentración!
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