Empecemos por Bond, James Bond. Cuando lo mandan a una arriesgada misión a un lugar exótico y populoso como pueda ser Honk Kong, le dicen éso de que cuando llegue se ponga en contacto con "nuestro hombre allí". Bond, a pesar de ser un tipo duro, tiene dudas. "¿Cómo lo encontraré?", pregunta. Y el jefe, que es aun más duro, le responde lacónicamente: "No se preocupe. Él lo encontrará a usted". Luego resulta que "él", "nuestro hombre" es una atractiva chica que conduce una moto. Y así pasa lo que pasa. Pero éso es otra historia que, por ahora, no nos interesa. Lo que importa es que James Bond sabe que le esperan aventuras sin cuento y un destino azaroso y que, aunque lleve un cierto plan de acción, tendrá que improvisar sobre la marcha. En cambio, la inmensa mayoría de nosotros, cuando vamos de viaje lo tenemos todo bajo control y como aventuras, lo que se dice aventuras lo normal es que no encontremos, lo único que debe preocuparnos es el cuarto de baño del hotel o lugar donde nos alojemos. Porque una cosa es segura: tendremos que seguir haciendo nuestras necesidades fisiológicas. Bond también las tiene pero por lo peculiar de su modo de vida, tendrá que realizarlas donde, cuando y como pueda.
He conocido las casas sin cuarto de baño. El exiguo aseo se hacía en cualquier parte, con un poco de agua en una palangana o en un barreño y las aguas menores y mayores se vertían en el corral y así compartían tierra con las gallinazas. En el pueblo de la niñez, sin agua corriente ni alcantarillado, fue un gran adelanto que en mi casa se instalase un ingenioso artilugio para ducharse. Se trataba de algo así como un bidón metálico, que recuerdo blanco, con la alcachofa en su base. Colgaba del techo y estaba dotado de una polea para poder bajarlo y subirlo. Accionando el mecanismo, se llenaba de agua a la temperatura conveniente, se subía y se fijaba. Luego había que tirar de una cuerda para que saliese el agua y tener bien calculado cuanto duraba ésta para que su falta no te pillara a medias. Por aquellos días, ya tenía edad como para que mi padre me explicara que la palabra water, que a mi entonces me sonaba ignota, se traduce simplemente por agua y que W.C. es el acrónimo de water closet, o sea el simple sifón que impide el reflujo de malos olores. Recuerdo también de alguna correría por el campo con amigos. Bien porque entraba el apremio o bien por simple diversión, se hacía la caca en cuclillas sobre la hermosa tierra de labor y en agradable camaradería, limpiándose luego por el sencillo procedimiento de pasarse una piedra relativamente suave por la zona conveniente. ¿Lavarse las manos? Y éso ¿para qué si no se habían manchado?. Pero de esta experiencia de "buen salvaje", bucólica y ecológica, no tengo buen recuerdo porque me retrotrae al prurito de las lombrices (luego aprendí que se llaman Oxiuros) que inevitablemente venían a parasitar los intestinos.
Digo que en mi pueblo no había red de alcantarillado. Las aguas pluviales y las aguas negras las recogía el albañal, un conducto subterráneo que iba de casa en casa por los patios o corrales. La ley que supongo consuetudinaria porque ignoro si tenía algún respaldo escrito, decía que no se podía impedir el libre discurrir del agua de lluvia pero que no era obligado aceptar las descargas fecales del vecino de arriba. Las frecuentes rencillas terminaban taponando el albañal del colindante superior. Esto me dio ocasión de ejercer de inspector sanitario en mis primeros tiempos de médico, intentando una solución viable junto al Juez de Paz y el Alcalde. De esta España profunda y heroica viene el chiste que tanto me gusta contar por su encanto y valor instructivo para las nuevas generaciones:
Va el del pueblo a Madrid y está allí dos o tres días. Cuando vuelve le preguntan que qué tal le ha ido en la gran ciudad. Y el buen hombre contesta que muy bien, que había muchos coches y que las casas eran muy altas pero que le era muy difícil encontrar un sitio para hacer sus necesidades.
- ¿Cómo qué no? -le responden- en todos los bares hay aseos y los puedes usar si los necesitas.
- Sí, pero en la puerta de todos ponía "Señoras, Caballeros... Señoras, Caballeros"....y para los pobres ¡ná!
La cosa ha cambiado mucho afortunadamente aunque sigue habiendo bolsas de pobreza y ghettos en situación similar a la descrita. Pero ya, en condiciones normales, todas las casas disponen de, al menos, un cuarto de baño. Yo me jacto de tener el mejor del mundo. No hay bañeras de mármol, ni grifos de oro ni obras de arte en las paredes, por supuesto, pero todo lo que tengo que hacer allí, digo todo, lo hago con la más absoluta comodidad. Solo hay un detalle tan decorativo como práctico que incordia un poco: un reloj adelantado un cuarto de hora que me apremia para no entretenerme en exceso y llegar tarde a la consulta. Ahora el fastidio está fuera de casa, en los hoteles, con la mandanga del diseño que, no sé por que, se ha hecho incompatible con la practicidad y la comodidad. Empiezan las molestias con los grandes bordes de aspecto marmóreo que rodean al lavabo. Enseguida se llenan de inmensos charcos de agua, de lavazas de jabón, de cremosos restos de la espuma de afeitar. Por otra parte, impiden acercarse bien al espejo por lo que es difícil afeitarse tanto caballeros como señoras. Complica la situación la luz cenital de foquitos halógenos. Con esto se consigue un divertido "efecto Nosferatu" pero no hay manera de verse bien la cara. La iluminación debe ser frontal y abundante, como la de los clásicos espejos de los camerinos de los artistas. Hay también que dejar constancia de la desaparición del bidé pero, como ésta es pieza esencialmente femenina, ahorremos comentarios basados tal vez en la intuición pero no en el profundo conocimiento.
Pero lo peor, lo hórrido, es que el diseño quiera imperar en la imprescindible taza del water. Objeto tal vez indecorosos pero a todas luces necesario, debe de tener una forma y estar colocado de una manera tal que haga cómoda y ágil la gestión que allí se realiza tanto por hombres como por mujeres, tanto por jóvenes como por viejos. Una altura idónea, suficiente espacio a su alrededor y un fácil acceso al dispensador de papel higiénico, son las premisas que deben regir su puesta en escena. Y todo éso lo obvia el diseño al parecer más preocupado por impactar en mentes simples. En el último hotel que estuve en Madrid, hace pocos días, nuestra taza ocupaba un angosto espacio, no más de un mechinal, arrinconada entre dos marmóreas y frías paredes de panteón y con el soporte del papel higiénico hincándose prácticamente en los costillares. Mucho protesté para mis adentros y me consolaba de mi aflicción pensando si habría cuerpos gloriosos que no se percatasen de lo incómodo de aquel elemento.
Me gustaría saber como son todos los cuartos de baño de la carretera de Santa Catalina pero, por ahora, solo conozco los aseos de la gasolinera, los del Tanatorio Arco Iris y los del Bar Marilín. Espero que sean cómodos, agradables, luminosos, frescos en verano y calientes en invierno. En todo caso, mejores que los del Rey Sol en su Versalles.
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