domingo, 21 de noviembre de 2010

Dos yerros enmendados.

Sí, puedo decir con satisfacción y cierto orgullo que he enmendado radicalmente dos graves errores, el uno de mi infancia, el otro de mi adolescencia y aun de mi juventud. El primero era de índole gastronómica y consistía en pervertir el orden en el que deben ser comidas las partes que aparecen en el plato. Es normal que, en ocasiones, haya cosas en la comida que nos gusten más que otras. Puede incluso ocurrir el caso extremo: que aborrezcamos una y nos deleitemos con la otra. Imagínese una carne con salsa de tomate. En mi caso concreto, me gusta mucho más la carne que la salsa de tomate. Pues bien, mi error infantil consistía en comerme primero la salsa y luego la carne. Tiene ésto su explicación. Se trataba de pasar primero el mal trago y luego deleitarme, como de un merecido premio, con los trozos de carne. Craso error. No disfrutaba de la salsa, por supuesto, pero cuando llegaba a la carne ya se me había pasado el hambre y tampoco disfrutaba de aquella. Así que la comida ni fú ni fá cuando podría haberme obsequiado con lo que me gustaba y luego remolonear algo con la salsa de tomate cuya ingesta era posible que se me hubiese condonado.

El segundo yerro es estudiantil. Cuando veía las preguntas de un examen, rápidamente las dividía entre las que me sabía perfectamente, las que me sabía regular y aquellas de cuya respuesta prácticamente no tenía ni idea (NPI según el argot de la época). El error consistía en empezar por estas últimas pensando que así les podría dedicar más tiempo para luego, más rápidamente, contestar a las que me sabía bien. Pero ¿qué pasaba? Que el tiempo se iba, se escabullía, contestaba zafiamente a las de la ignorancia y luego no podía "bordar" aquellas de la sabiduría. Hay que hacer hincapié  en que las primeras no eran más importantes para el examinador. Si hubiese invertido el orden, el examen hubiese sido bueno o, en todo caso, aceptable, consiguiendo aprobar alguno de los que suspendí que, en su totalidad y dicho sea de paso, fueron pocos.

Bien corregidos están estos yerros en la madurez. Ahora empiezo a comer por lo que me gusta y lo disfruto. Luego, si procede, me como lo de menor agrado. Ya el Evangelio nos enseña esta sabia práctica. En las Bodas de Caná, Jesucristo transforma milagrosamente el agua en vino pero, por si ésto fuera poco, aun hay más. Este vino milagroso es excelente lo que hace que el maestresala le diga al novio que ha hecho lo contrario de todos: ha guardado el vino bueno para el final en vez de ponerlo al principio. De ésto se deduce también que Jesús de Nazaret entendía de vino y no por su divinidad omnipotente, sino por su humana carnalidad. Por éso se juntaba con publicanos, pecadores, prostitutas y fumadores.

No hago ya exámenes propiamente dichos pero si me enfrento a una tarea, a algo que he de rellenar inexcusablemente, empiezo por lo que me es fácil y luego, si tengo tiempo y ganas, hago lo difícil. Incluso dejo algo por contestar en la inteligencia de que nadie se va a dar cuenta. Debo dejar constancia aquí porque hace al caso, que cuando me llega alguna encuesta de esas que tanto le gustan a los vividores del cuento, he aprendido a sostenerla entre el pulgar y el índice, a mirarla fijamente durante unos segundos, lo justo para que se desenfoque lo escrito y luego soltar un ¡aaahhh! de fastidio y tirar las hojas a la papelera de reciclaje.

Pero, transcendiendo de comidas y exámenes, queda una pregunta fatal por contestar: lo bueno ¿ha de ir seguido inexorablemente de lo malo?, si queremos conseguir el premio ¿debe éste ir precedido por un preceptivo purgatorio? No lo tengo claro pero me temo que la respuesta correcta es SÍ. La única esperanza es que ocurra la "paradoja del huevo frito". Volviendo a los gustos culinarios infantiles, del huevo frito me gustaba más la clara que la yema. Según mi error, me comía primero la yema y luego atacaba la clara. La vida se ha encargado de enseñarme que estaba doblemente equivocado: la yema está mejor que la clara. Así que ahora sigo comiendo el huevo frito empezando por la yema y terminando por la clara pero ahora a gusto. Quiero ir a parar a que tengamos confianza en que el paso del tiempo pueda encargarse de diluir el mal trance que nos amenaza por haber empezado por lo mejor. Quede claro por tanto: lo bueno, lo fácil, lo primero. Los tonterías, las gansadas, los sinsabores de los que dejan el trabajo a los demás, nunca.

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