domingo, 1 de agosto de 2010

El buzón del Correo Postal ( I )

En toda la carretera de Santa Catalina hay un solo buzón. La he explorado minuciosamente, buscando la forma cilíndrica y amarilla, para encontrarla junto al restaurante "El Alías". Tengo una deuda con este local porque una vez pedí café y me lo quisieron dar de puchero por lo que no he vuelto a ir. Pero de éso ya hace años y, posiblemente, hayan comprado una buena cafetera express que, no nos dejemos llevar por nostalgias inútiles, hace mucho mejor café que el puchero. Así, ahora que he constatado que junto a la puerta de "El Alías" está el buzón, me pasaré por allí, echaré alguna carta y veré que tal anda el tema del café. Es cierto que hace también mucho tiempo que no mando cartas postales, pero, para el caso, puedo hacer una excepción y escribirle a Hacienda a ver como va la crisis.

Los buzones postales me recuerdan indefectiblemente las cartas de amor. En mi juventud, escribí cientos, miles, quizás millones. Escribía a diario para amadas distantes e iba con la carta, bien metida en el sobre, bien cerrada y bien franqueada hasta el buzón. Con un último adiós, la introducía en la hendidura y palpaba bien en la angostura metálica para cerciorarme de que la carta caía al fondo para ir a reunirse con otras que no eran sino morralla en comparación con la que yo acaba de escribir. Me inculcaron de niño este buen hábito de meter la mano y yo comprendí que no era una tontería sin sentido de las personas entonces mayores, sino algo muy necesario para el buen funcionamiento del mundo. Hace ya algunos años, iba  a echar una carta justo en el momento en que llegaban los funcionarios de Correos en su furgoneta amarilla. Me dijeron amablemente que ellos me la recogían directamente en mano. Me quedé un poco perplejo y dubitativo pensando que si la carta no pasaba por el trance ritual de ser echada al buzón no llegaría correctamente a su destino. Pero ya no era una carta de amor. Sería para el banco o para algunas de las instancias oficiales de las que dependo salarialmente. Así que no me importó mucho lo que pasaba con ella y se la di a los hombres de la furgoneta amarilla.

Porque en los buzones pasa algo que yo no sé. Hace tiempo, un paciente cartero me preguntó que si le prescribía una pastilla para la cabeza, otra para los pies y la tercera para los bronquios, cómo sabía cada píldora a donde se tenía que ir. Yo, en buena lógica, le contesté: "Y usted, siendo cartero, ¿me pregunta éso? Vamos a ver, si yo echo en el buzón una carta para Madrid, otra para Valencia y otra para Sevilla ¿cómo sabe cada una a donde se tiene que ir?" Y el paciente cartero me miró muy serio y asintió en silencio. Yo también lo miré a él y tampoco dije nada. Y en aquel momento, ambos supimos que estábamos tratando de los arcanos que rodean a cada profesión y que solo a los iniciados les es dado conocer.

De todas formas, yo si he visto los entresijos de un buzón. Fue de niño y entonces no sabía bien la importancia de lo que ocurría. Un anochecer, mi padre me mandó a la estafeta de correos del pueblo para una intrigante misión. Debía decirle al cartero que, por favor,  me diese una carta que él había depositado un rato antes. Por el camino, iba mohíno porque no podía creer que aquello fuese posible. Después de la hendidura del buzón ¿qué hay? ¿no entramos en un mundo extraño de duendes y estelas azules? Así que llegué a la estafeta que era una casa normal, solo que en la pared estaba aquel recuadro mágico y me recibió el cartero. Yo le dije el recado de mi padre y me pasó a una habitación anodina, con una mesa camilla y unas sillas para sentarse y ver la televisión. Y entonces se dirigió a una portezuela metálica, al otro lado de la pared de la hendidura, la abrió con una llave y yo pude ver, por primera y única vez en la vida, lo que había detrás de un buzón: una especia de arcón empotrado en el muro donde se agolpaban varios sobres, incluso un par de ellos verticales apoyados en un lateral. Buscó, reconoció la carta y me la llevé.

Ahora que escribo ésto, pienso que debí preguntarle a mi padre, siendo yo ya un hombre, por qué aquella carta no debió llegar a su destino. Pero mi padre y el cartero de mi pueblo ya han muerto desgraciadamente. Me tranquilizo pensando que, posiblemente, fuera un pedido de los que entonces se hacían por correo postal y mi padre lo quiso anular o modificar después. O quizás todo fueran imaginaciones mías porque no tengo nada claro que lo del buzón fuera tan sencillo y tan fácil de comprender. Así que me vuelvo por la carretera de Santa Catalina con la misma duda: y desde "El Alias", desde ese armazón metálico y amarillo plantado en el suelo junto a los grandes eucaliptos ¿cómo puede llegar una carta a Madrid? ¿o a Barcelona? ¿o incluso a París?

Post scriptum: ¡Os he pillado! He escrito que en la habitación a la que me pasó el cartero había sillas para ver la televisión y nadie ha dicho nada. Pero, hombres y mujeres de Dios...¡si entonces no había televisión...!

3 comentarios:

  1. En el bar del Pifi, el bar “Costa del Sol” de Garrido (Salamanca), no se podía entrar del hedor a queso. Un tarde de verano, un habitual, el Sumajer, le pidió al Pifi: Pifi, ponme una cerveza caliente. - ¿Una cerveza caliente? No tengo Sumajer, las tengo todas frías-. - Pifi, ponme una cerveza caliente- - Que no tengo, Sumajer, cómo te voy a poner una cerveza caliente si las tengo todas a enfriar-. - Pifi, o me pones una cerveza caliente o no vuelvo al bar. Y el tío después de más de una decena yendo al bar del Pifi todos los días del año cogió la puerta y no volvió.

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  2. Qué historión, Manuel! Un día, en una guardia leí una carta, que al igual que los fármacos que van a distintas partes del cuerpo, iba destinada a distintas personas y sabía ella sola cuál era el camino a recorrer para llegar a cada una. Reconozco que me encantan las cartas de despedida de los suicidas porque soy médico porque me gusta inspeccionar a las personas. Soy un sociólogo de lo biológico. Cuando el paciente está en el purgatorio aún y mi presencia no es necesaria (siempre) para hacer regresar al difunto al reino de la tierra, sin que se entere nadie me pongo en un aparte y leo discretamente la carta de despedida. Un día leí una destinada a Riki, Maruja y Anabel. Nunca sabré si la premortem se arrepentía de haber escrito la carta, como tu padre. Sin embargo, a diferencia de ti, yo sí que pude leerla. Le decía a Maruja que la quería, pero no como se quiere a una amiga, si no como algo más. En un momento, advertí una agenda telefónica entre los enseres personales de la usuaria. Busqué por la M de Maruja y apunté el número. Como a menudo en Medicina perdemos la perspectiva de lo importante, normalmente el personal sanitario tiende a prestar más atención en conservar la vida del suicida (en contra de su voluntad), que su carta de despedida (en contra de su última voluntad). Dichas cartas no suelen pasar de la urgencia. Nunca llegan a la UVI, y menos a las cámaras frigoríficas. Las palabras se las lleva el viento. Llamé al número de Maruja y se puso una niña. Hola, le dije, ¿eres Anabel? Si, ¿tú quién eres? ¿Está Maruja?, pregunté. Mamááááá...... Un hombre tomó la voz cantante: ¿Quién es? Riki, pásame a Maruja anda, dije sin vacilar. ¿Sí? Maruja, Isabel Torrijos estaba enamorada de ti y se ha puesto ciega de orfidales hasta caerse muerta. Sorprendentemente, me colgó, cuando debería haber sido al revés. Algún día, durante el periodo lúcido que proporciona el lorazepam antes de dejarte sin conocimiento, buscaba en la agenda del móvil la M de la misma manera que la busqué en la agenda roja de Isabel y llamaba a Maruja. Nunca me lo cogió. Un día, sonó el teléfono y era ella. No tuve cojones de cogerlo. Me quedé con la misma sensación con la que te quedaste tú con aquella carta de tu padre.

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  3. Muchas gracias, Roberto, por tus comentarios. Éstos me han hecho darme cuenta de que las cartas más terribles son las que no se echan al buzón, ni al furgón postal, ni necesitan sello ni matasellos ni concurso de cartero alguno. Aparecerán en el registro legal del suicida o del muerto en extraño accidente. Quizás estén arrugadas en un bolsillo del pantalón o en la cartera junto con documentos anodinos como la factura de la luz y quizás sea el médico el encargado de entregarla a su destinatario. Otras más sofisticadas, están confiadas a un notario o a un abogado quien la entregará a la persona idónea en el momento idóneo. Pero me malicio que estas cartas, aparentemente transcendentes, no dicen nada que no se sepa, posiblemente las mismas cosas que sus allegados le habían oído decir al muerto muchas veces. Estoy convencido de que si hubieses llegado a hablar con Maruja, la conversación habría sido anodina, trivial, llena de latiguillos, tópicos y frases hechas. Porque la vida es simple y las frases pomposas se escriben en lápidas de mármol que también, una vez que has leído una, las has leído todas. Pero, a pesar de eso, a pesar de ser historias viejas como el mundo, el médico se empeña en seguir oyéndolas buscando siempre la última, la definitiva, la que le lleve al imposible conocimiento pleno de la humana mentalidad.

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