sábado, 14 de agosto de 2010

Una hoja arrancada de un libro.

¿Debe hablarse en este blog de algo tópico? ¿Debe, en todos los blogs del mundo, en todos los dominicales de los periódicos, en todas las hojas de papel impreso, contarse lo ya sabido, lo ya oído, lo ya repetido? La respuesta es un rotundo si. Porque en el mundo solo hay cuatro historias, las mismas que ya se contaron en las cavernas a la luz de las candelas, la noche del día que había habido una buena presa y se podía comer distendidamente, sin pelearse para quitarle el pedazo de carne al vecino. Hubo buenos narradores como luego hubo buenos escritores que le dieron forma imperecedera a esos cuatro, cinco, a lo sumo seis cuentos. Y no hay más pero es que tampoco necesitamos más porque son los únicos que nuestra mente puede entender. Como las canciones que oímos repetidamente sin cansarnos o las tostadas con café con leche que desayunamos cada mañana. Así que hay que hablar de la vida y de la muerte, del amor y del odio, de la riqueza y de la pobreza, del bien y del mal, de la guerra y de la guerra, del pan y el vino, de la torre Eiffel, de las despedidas largas en las estaciones del tren y de las hojas arrancadas de los libros que alguien se encuentra al azar.

Porque hace unos días, estando en Sevilla, me encontré tirada en el suelo, la hoja de un libro. Pudo ser en cualquier parte pero fue allí, en Sevilla, cerca del edifico de apartamentos de mi madre. Siempre me han llamado la atención los papeles tirados en el suelo no como buen ciudadano que critica a otros más inciviles que no depositan sus papeles sobrantes en la papelera o, mejor aun, en el contenedor de reciclaje. No, porque sostengo como cosa cierta que el destino verdadero y último de algunos papeles es el suelo. Allí, de estudiante, estaban las octavillas ciclostiladas que llamaban a la revolución. Hoy, en su lugar, están otras que informan de bares y restaurantes como la que me encontré ayer en el parking de La Meseguera que recomendaba como maravilloso el restaurante playero Shakira II o hacen ofrecimientos de servicios variopintos. Las suelo recoger y leer y, en ese momento breve, el papelito alcanza la gloria para la que fue creado. Si es extremadamente interesante aquello de lo que informa, me lo guardo pero, lo más normal es que lo vuelva a tirar al suelo unos pasos más adelante porque repito, su sitio es el suelo.

Sin embargo, hay otros papeles que, en puridad, no debían estar en el suelo, como facturas de la luz, recetas del médico, apuntes de estudiante, u hojas arrancadas de un libro. Por eso, cuando la vi, me agaché prestamente a recogerla. Se trataba de una hoja pequeña in octavo y amarillenta y estaba pulcramente separada del resto. No constaba el título del libro pero leí algunas frases por lo que pude deducir que aquel sería de aventuras con bastantes años ya impreso. Guarde la hoja cuidadosamente en mi bolso porque no pude evitar pensar en uno de esos cuatro, cinco, seis cuentos a lo sumo que son los que realmente vale la pena contar y repetir. La clásica hoja de libro o el papel hallado al azar que remite a quien lo encuentra a enormes y misteriosas aventuras, a viajes exóticos, a la búsqueda de grandes tesoros enterrados o de verdades y saberes igualmente enterrados desde hace siglos. En fin la hoja de libro, el papel que cambia por completo la vida de una persona. Pero yo, en aquel momento, no me podía detener  a buscar la frase clave que cambiase mi vida y la arrojase a una espiral de emociones así que la hoja sigue guardada en mi bolso esperando su momento.

Y estas cuatro, cinco, seis historias a lo sumo, nos las sabemos ya de memoria pero vividas, contadas por otros. Y aunque nos gustan que nos las repitan, lo que de verdad no gustaría es vivirlas. Me hablaron mucho de la torre Eiffel mientras la estaban construyendo pero no olvidaré el asombro y el pasmo que sentí cuando la vi por primera vez, iluminada con focos de arcos voltaicos, en la Exposición Universal de 1889, cien años después de que los revolucionarios tomáramos la Bastilla. Y hay que vivir de una vez para siempre el amargor del primer amor y el regusto agridulce del primero de un millón de besos y saborear como primera y única cada copa de vino. También hay que vivir la firma de la escritura de tu primer piso delante de un notario,  pero no es lo mismo. Y luego contarlo y contarlo, contárselo a otros o contártelo a ti mismo. Porque es lo que verdaderamente entendemos como las canciones que no nos cansamos de oír.

Me malicio que el papel arrancado del libro que guardo en mi bolso me remitirá a un laberinto, a una catacumba o a la entrada de una mina abandonada que solo veré cuando el sol ocupe determinada posición. Afortunadamente, estoy convencido de que, sea lo que sea, solo deberé caminar hasta la carretera de Santa Catalina para encontrarlo porque aquí están todas las verdades y saberes que el hombre empezó a recopilar la noche de aquel día que había habido una buena presa.

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