El Bus 6 está unido de manera indisoluble a la Carretera de Santa Catalina. Cuando la recorre de norte a sur, va hacia La Alberca y cuando lo hace de sur a norte, se dirige a Murcia. Y esta carrera en cada sentido la realiza exactamente 38 veces durante un día laboral si hemos de dar crédito al cuadro horario que aparece en los postes que señalan las paradas que tienen algo de miliario romano aunque de metacrilato en vez de piedra musgosa. Y no es que el bus 6 se limite a recorrer la carretera de Santa Catalina porque también se adentra en la ciudad y recorre su Gran Vía igualmente de sur a norte y de norte a sur. Pero este recorrido entre rascacielos provincianos ya me resulta desconocido. Quizás debiera un día hacer la carrera completa, montarme en el bus 6 desde una parada terminal a la otra aunque solo sea para dar testimonio, en este blog, de lo que ocurra. Pero no me atrevo. Intuyo que el autobús urbano solo debe ser usado para un recorrido con utilidad, para ir de un origen a un destino, teniendo claro en cada momento de donde vienes y a donde vas. Intuyo también que si yo siguiera en el autobús fuera del trayecto habitual me convertiría en un intruso, quizás en un indeseable y que el conductor me obligaría a bajar a la viva fuerza. Es cierto que hace poco estuve en Sevilla y me monté en su moderno metro haciendo un largo recorrido de ida y vuelta sin ninguna utilidad fuera de dar el paseo. Pero es distinto porque los metros son subterráneos.
Por lo tanto, yo lo abordo en la parada de El Charco sabiendo que me he de bajar en la Glorieta de España y pago el importe del trayecto que, a fecha de hoy, son 1,45 euros. Desde ahí, recorro una serie de paradas de nombre Reguerón 2, Reguerón 1, Lavadero, Escuelas, Tanatorio Arco Iris, Royal Place, Yesera, El Alías, Pio XII, Colonia San Mateo, Floridablanca 44, Espinosa, Alameda de Colón, Hernández del Águila y, por fin, Glorieta de España. Todas son puntualmente cantadas por la megafonía e incluso una pantalla electrónica informa por donde va el vehículo sobre un mapa. Los satélites que orbitan la Tierra lo tienen perfectamente geolocalizado para que ningún viajero se pierda o se baje en luga indebido. Las paradas de la carretera de Santa Catalina son humildes y austeras, rústicas y bucólicas. Pegadas a los restos de huerta, a los limoneros, a los cañizales y a las palmeras. El poste funcional y de diseño donde consta el horario y, a lo sumo, un banco de madera, municipal y pintado de verde, son los indicadores de que allí para el bus 6. Pero, desde esta ruralía, los viajeros se adentran en la ciudad provincianamente europea. Mis enfermos lo cojen para ir a los médicos especialistas capitalinos llevando en una bolsa de plásticos los análisis, radiografías y demás pruebas e informes donde constan los males de los que esperan curación.
El bus 6 cruza el río por la Pasarela y, con un violento giro a la izquierda, llega a la Glorieta de España y para enfrente del Ayuntamiento permitiendo que me baje. Luego lo veo marcharse ya sin mi. Se que recorrerá la Gran Vía pero el resto de su recorrido es ignoto. Y así hasta que llegue a la terminal, antípoda de la que hay en La Alberca, junto al Mercado, donde todo el mundo debe bajarse. Las puertas se cerrarán y el vehículo permanecerá parado durante un rato. Los pragmáticos dicen que este tiempo muerto es simplemente para permitir la adecuación al horario o para que el conductor, hombre mortal al fin y al cabo, pueda orinar. Pero yo me malicio que algo más debe ocurrir, que algún ritual debe realizarse. Quizás máquina y ser humano repasen aquellos viajeros presurosos que llegaron demasiado tarde a la parada y no se les abrió la puerta. Perdieron una cita pero nunca se sabe si fue para su bien porque el destino está sujeto a detalles tan azarosos como cinco segundos de retardo y una puerta neumática que no se abre. Pero todo ésto son cosas secretas que solo a los cofrades les es permitido saber.
Así que el bus 6 realiza 38 veces al día su recorrido de una terminal a otra, siempre por el mismo camino, siempre deteniéndose en las mismas paradas. Ocurre muy ocasionalmente que debe emplear un camino alternativo por causas justificadas como puede ser que haya obras. Estos cambios están previstos, constan en la hoja de ruta y el bus y su conductor mentalizados para hacerlos. Pero ¿es imaginable un cambio espontáneo o errático, que el bus y su conductor decidieran un día dejar la rutina de las paradas cantadas por la megafonía y que se metiera, por ejemplo, por el Carril de la Romera? ¿O por el Carril de la Cruz? ¿O que en un arrebato de universalidad y cosmopolitismo no hiciera correctamente la rotonda de El Alías y tomase la autovía de París, para llegar a la Plaza de la Concordia, recorrer los Campos Elíseos y dar la vuelta completa, tocando el claxon, al Arco del Triunfo? ¿Es imaginable que este bus, pedáneo y provinciano, cruce a todo gas el viaducto de Buñol? Ningún nigromante ha profetizado ésto pero, si llegase a ocurrir sería un cataclismo de la misma magnitud que si un planeta se saliera de su órbita.
Pero no ocurrirá porque el autobús 6 y su conductor deben recorrer 38 veces al día su camino de rigor y detenerse siempre en las mismas paradas. Su destinos están unidos indisolublemente a la carretera de Santa Catalina y saben que deben de trasladar a gente normal y anodina a sus trabajos cotidianos, a visitar al médico especialista para el que llevan bien guardada la hoja con la cita, a ver los escaparates de la ciudad o a realizar su rutina de jubilados. Y el paseante lo ve pasar sin nostalgia de las estrellas y solo espera pacientemente que termine agosto y el Bar Marilyn, pasadas las vacaciones, vuelva a abrir.
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