domingo, 7 de abril de 2013

A las 17,19.


Hubo un momento crucial en las comunicaciones por ferrocarril y, sin embargo, no creo que nadie se hiciera eco de aquel hecho, no, al menos, con la transcendencia que tuvo. Me refiero a la circunstancia de que las ventanillas del tren dejaron de poderse subir y bajar para quedar cerradas fijas e inamoviblemente. En un principio, el vagón se aireaba o se enclaustraba según la voluntad de los viajeros y los huecos permitían asomarse, comprar un refresco al vendedor del andén o incluso bajar y subir maletas y bultos para abreviar tiempo o para forzar un by-pass aparente más cómodo. No obstante, recuerdo que un cartel tenía escrita la admonición de “es peligroso asomarse en marcha” pero mi padre, que ya se sabía el camino, sacaba la cabeza fuera y me la hacía sacar a mi cuando el tren iba a tomar una curva cerrada con lo cual podíamos admirar el serpenteo cóncavo del convoy y, al final, la locomotora mayestática y humeante. Mi madre era amiga de hacer subir y bajar la ventanilla, cosa que, si no iba mi padre, solicitaba a otro caballero quizás porque tuviera calor o frío o  tal vez porque el protocolo de la época encontraba elegante esta aparente veleidad. Luego vino el 600 y empezamos a viajar menos en tren por lo que nos olvidamos un poco de sus usos y costumbres. Recién terminada la carrera, tuve que ir urgentemente a Madrid para poderme matricular en las oposiciones de A.P.D. Me acompañó mi madre que aprovechaba para pasar algunos días con unos familiares. Nos instalamos en el vagón que ya no era de departamentos sino todo corrido y al cabo de cierto tiempo de viaje, según su costumbre, me pidió que abriera la ventanilla. Le expliqué, para su sorpresa, que aquellas ventanillas eran modernas, que su cristal estaba herméticamente cerrado y que no se podía bajar ni subir. Mi madre me miró incrédula pero guardó silencio hasta que pasó el revisor y entonces a éste le pidió también que, por favor, bajase la ventanilla. El agente le dio unas explicaciones similares a las mías y siguió su recorrido por el pasillo. Posiblemente, en aquel entonces, mi madre no nos creyó ni al revisor ni a mi pensando que era vagancia por una parte e ignorancia por la mía. Pero, a pesar de éso, el viaje lo tuvimos en paz y llegamos sin discusión a nuestro destino.

Y estoy seguro de que fue por aquella época en la que sus ventanillas quedaron
inamovibles, cuando el tren dejó de salir a las 17,19. O a las 13,12. O a las 9,02. Me intrigaba a mí esta puntualidad tan exacerbada que, además de ser enojosa, no parecía tener utilidad práctica. ¿No era igual que el tren saliese a las 17,20 que a las 17,19? La diferencia no pasaba de un minuto lo cual, a priori, no tenía mayor repercusión que llegar a su destino un minuto después, cosa a todas luces irrelevante. Atribuí la minucia a cuestiones protocolarias, a lo que hoy se llamaría imagen de empresa o a veleidades de buen tono equiparables a las de mi madre por subir y bajar las ventanillas. Pero sin que me lo tuviera que explicar mi suegro Tomás que, como comenté en otra entrada, fue ferroviario de la ruta de Irún, ni ningún guardagujas, ni ningún guardafrenos, un día comprendí. Fueron la misma lógica y la misma intuición que me permitieron una tarde de aburrimiento desarmar y volver a montar, pieza por pieza, un despertador, las que me guiaron en un proceso deductivo tan esclarecedor como sencillo. Deduje que en la época de las 17,19 circulaban muchos más trenes que ahora, trenes más lentos y con más paradas. Además, debían entrecruzarse con otros muchos y esperar en la estación a tener vía libre o a repostar agua. Por tanto, los tiempos muertos eran grandes y ese minuto que mediaba entre las 17,19 y las 17,20 se iba agrandando en progresión geométrica. No quedaba más remedio que hacer filigranas con el tiempo y aprovechar cualquier segundo de resquicio.

Me acuerdo de aquella aparente exactitud del tren cuando de repente, en la pantalla del ordenador, me aparece un paciente citado a las 11,13. Aclaro que mi agenda hay un nombre cada cinco minutos, en una pauta geométrica y cartesiana que luego el devenir azaroso y el fragor de la consulta se encargan de desmoronar para terminar en un batiburrillo de camino enfangado. Pero esta cita de las 11,13 hay que imbricarla en todo ese trajín de enfermos como aquellas locomotoras que exhalaban vapor y carbonilla que se tenían que entrecruzar con el largo tren de mercancias. Y, a veces, hay que pasar dos consultas, acumular es el eufemismo que se emplea porque ya lo del estajanovismo suena cutre. Esto supone conciliar dos agendas, dos listas, haciendo equilibrios con los tiempos y las horas. La solución, ocasionalmente, es citar alternativamente de un cupo y de otro. Y entonces hay que tener cuidado, como lo tenía el jefe de estación de antaño, para que no haya “choque de trenes” y los nombres se deslicen en la pantalla del ordenador con su correcta alternancia como locomotoras y vagones que circulan a la vez y paralelos pero cada uno por su vía.

Y así con “más madera” vamos funcionado, aunque hayamos tenido que volver a la intrigante puntualidad de las 17,19 y a subir y bajar las ventanillas para que entre algo de aire fresco.

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