domingo, 29 de julio de 2012

Denostación del bocadillo ( y III).


El Diccionario de la Real Academia, con obligado rigor normativo, define varias acepciones de la palabra bocadillo que van desde lo prosaico a lo culto, pasando por lo exótico. Pero, para lo que ahora nos interesa, nos quedamos con la primera de ellas: “Panecillo partido longitudinalmente en dos mitades entre las cuales se colocan alimentos variados”. De algo dogmáticamente conceptuado así ¿qué puede esperarse? Pues éso. Simplemente un pan partido con algo comestible dentro. La docta institución no entra, porque no es de su incumbencia, en que el pan pueda estar duro o los calamares fritos de su interior tan correosos que no pueda hincárseles el diente. De estos detalles tristes y cotidianos nos ocupamos personas más humildes y legas que escribimos, en el tiempo del desoficio, entradas de blog. Y esta última trilogía tenia como título y objetivo denostar al bocadillo pero se han ido entrometiendo los recuerdos y el fin último se nos iba escapando. Llegado el momento de enfrentarnos a él, ésto es, de la denostación, dejemos la mente libre de nostalgias y añoranzas para pensar solo en ese pan partido en dos partes con “algo dentro”.
Vaya por delante que creo que un bocadillo, en el momento oportuno, puede salvarnos la vida. Más aún, he llegado a un estado de gracia que me permite sostener que la única cosa que me compensa de guardar más de cinco minutos de cola es esperar hambriento la ración de alimento aun siendo ésta no más que un bocadillo. Se me encoge el corazón cuando veo en los NoDos televisados las largas filas de desgraciados que aguardan pacientemente su turno para el puñado de comida. Sin ir más lejos, aquí, en la carretera de Santa Catalina, está “Jesús Abandonado”, el asilo de los indigentes. Paso por su puerta con frecuencia y me congratulo de saber que a los acogidos se les da una comida digna y aun amable. Cabe pensar que, en tiempos dramáticos, denostar el bocadillo pueda ser una frivolidad de ahíto que goza de una mesa bien abastada. Pero también es cierto que no es de recibo la disculpa del cocinero que, ante tus protestas por la mala calidad del plato presentado, contesta que “cómo se conoce que no estás hambriento, si lo estuvieras, éso que te he puesto te sabría a gloria”. Burda falacia y estratagema que juega con los sentimientos.

Quedémonos, pues, en el término medio de la vida cotidiana en la que, afortunadamente, nos es dado elegir entre un plato con servilleta, cuchillo y tenedor o un bocadillo. Y sentada esta premisa, no comprendo como nadie, en su sano juicio, pueda pedir un bocadillo o un montadito o un pepito. Es posible que yo nunca haya comido un buen bocadillo. Como los helados que no eran cremosos sino que tenían cristales de hielo insípido o las naranjas que siempre estaban secas y estoposas, los tengo asociados a una infancia de mortadela y dulce membrillo. Los comía porque no vislumbraba que hubiese un más allá. Así cuando era un gran día me ofrecían un bocadillo de jamón serrano. Yo abría el panecillo para verlo y creerlo. Y sí, allí dentro estaba aquella carne lujosa y envidiable. Pero, a la hora de la verdad, el jamón se resistía. Para empezar, siempre se pillaba una dura brezna que se metía entre los dientes incordiando sobremanera y haciendo ya imposible disfrutar del bocadillo. Y cuando se pretendia proseguir, la brezna tiraba del resto de la carne por lo que se venía a la boca toda la loncha de jamón. Se entraba así en una dinámica tan grotesca como peliaguda. El panecillo a un palmo de la boca, la loncha entre ambos extremos, se intentaban dar una dentadas definitivas pero era imposible separar un trozo adecuado de jamón. No habia más remedio que echarle mano a la loncha, convertida en burdo tasajo, y tratar de dar tirones para que los incisivos rasgasen y separasen la carne. A veces se conseguía, pero lo normal era tener que meterse la loncha entera en la boca donde, no lo olvidemos, seguía la brezna incordiando. Había que masticarlo todo junto, atosigado, medio asfixiado y sin poder hablar. Y cuando volvías a abrir el panecillo solo había un yermo de pan grasiento y otra rala loncha de esquina por lo que a la postre había que limitarse a comer la miga tocinosa sin pena ni gloria. Y todo ello, sin haberte podido liberar de la brezna.
Aunque con algunas diferencias, el proceso es similar en los bocadillos de calamares. Los calamares fritos tal y como hoy los conocemos, en aros rebozados, es algo relativamente moderno, asociado al 600 y a la carta de ajuste de la televisión. Plato exquisito en su época y hasta digno de ser servido en banquetes de bodas. Pero a alguien se le ocurrió que podían tomarse en bocadillo y, ni corto ni perezoso, introdujo los aros dorados y harinosos, recién salidos de la fritanga, entre las dos mitades del panecillo. Se tomaba éste, se apretaba con los dedos preparándolo para la dentellada que se ejecutaba con decisión y al retirar las manos de la boca, dos argollas de material gomoso y desnudo se te quedaban entre los dientes. Tampoco aquí había podido cumplirse el objetivo de que los incisivos cortasen limpiamente la pequeña ración. El material calamar había salido limpiamente de su rebozo y no quedaba más remedio que masticarlo desprovisto de gracia. Tras sucesivos intentos iban saliendo los demás aros por lo que al final te encontrabas con un bocadillo de sustancia harinosa y arenosa, hueca por dentro y con resabios de sartén aceitosa.

Así podríamos pasar revista a los 1001 bocadillos existentes, a esos ingenios de desmesurado pan, para llegar a la misma conclusión. Es un invento sumamente frustrante e incómodo de comer solo admisible para exploradores en globo aeróstato porque el movimiento de la barquilla no permite usar platos ni cubiertos. Pero puestos a llegar al fondo, al último y más profundo círculo del Infierno del Dante, hay que destacar como lo peor el bocadillo que, ignorando las normas de la Real Academia Española, no se prepara con un panecillo sino con dos rodajas de pan más o menos grandes. Aquí, además de lo ya señalado, hay que dejar constancia de que la corteza exterior, normalmente dura y áspera, se introduce por detrás de los dientes y lacera el paladar anterior dejándolo irritado y dolorido. Y para hacer justicia, también debe mencionarse que el bocadillo de anchoas es el único que se salva de la quema. Solo hay que abrir la latilla, partir el panecillo de pan blando y no muy grande y, sirviéndose de un palillo, ir depositando las anchoas bien empapadas en aceite. Aquí sí, cada bocado parte perfectamente los filetillos y su parte proporcional de pan obteniendo un resultado muy agradable con recuerdos marineros y de las galernas del Cantábrico. Es  idóneo para entrante de las cenas bohemias, donde la soledad te permite pringarte las manos y las comisuras de los labios.
Por mi parte, que venga enhorabuena el plato aunque sea de Duralex, los cubiertos con mango de plástico y el rollo de papel servilletero. Ahora sí como bien el jamón y los calamares fritos a la romana y la tortilla de patatas y la ternera que se escapó del pepito. Y con acritud y sangre fría denosto el bocadillo como mendrugo y cueva de viandas apócrifas.

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