jueves, 12 de julio de 2012

Denostación del bocadillo ( II ).


Aquellos llamados drugstore, castellanizados como drástor, fueron un gran invento. Lástima que no hayan sobrevivido en España según creo. No, al menos, en su concepto original de centro comercial abierto hasta la madrugada o, incluso, toda la noche. Allí había cines y tiendas y cuando terminaba la película, podías comprar un libro, una camiseta o un gadget inservible. Existen en la ciudad las tiendas 24 horas de conveniencia, a imitación del 7- Eleven. Pero son para ir, comprar algo de supervivencia -por ejemplo, un pack de pilas AA- e irte. No como aquellos drástor donde se convivía y eran lugar de reunión y encuentro durante la acidez de la madrugada.
Recuerdo ahora el que abrió sus puertas en Sevilla, cerca de la Alameda de Hércules, a punto de terminar yo la carrera. No recuerdo su nombre. Se que había varias salas de cine a diferencia de los salones clásicos, grandes y únicos en su entidad. También recuerdo que allí estrenaron “Barry Lindon” y quise ir a verla pero, como no había localidades, me fui a “El Baile de los Malditos” que era una consabida historia de nazis y judíos. Volví varias veces a aquel drugstore siendo ya médico en Calera y recién casado. Era una escapada del pueblo a la civilización y al europeismo. Y allí, una noche, nos encontramos mi mujer y yo con S. Era éste compañero mío de curso, rojo y amigo de politiqueos, spiker de asambleas y repartidor de octavillas ciclostiladas. Aunque comprometido con la lucha, con el paso de años y cursos, me fui aburguesando pero, sin embargo, mantuve siempre la amistad con S. quien, reconozco que sin ser consciente de ello, me hizo una vez una mala faena que aun no le he perdonado. 
No puedo, por caballerosidad, explicar aquí detalles. Baste saber que había ido con Ch. a ver “El Golpe”, luego a cenar a “Los Gallegos”, paradigma de restaurante económico sevillano, para terminar tomando café en el Hotel Macarena donde había un piano bar que entonces se nos antojaba el culmen de la elegancia y sofisticación. Estaba la cosa entre Ch. y yo en su mejor momento cuando, convirtiéndose en la persona más inoportuna del mundo, aparece S. por entre las mesas. Nos ve, se acerca a nosotros, nos saluda y por cortesía le invito a café. Y el amigo, ¡tócate las narices!, acepta, se sienta y nos cuenta los últimos cotilleos de la movida política estudiantil que yo seguí con el interés que puede intuirse. Pasado el fulgor de la estrella fugaz sin que hubiese podido aprovecharlo, nunca supe si a Ch. le importunó tanto o más que a mi la aparición de S. o, por el contrario, se sintió liberada de un moscón fastidioso. Porque estas cosas, con el largo paso de los años, se diluyen en un fondo de saco de nostalgias y añoranzas y solo queda una sonrisa tan triste como comprensiva por la inocencia perdida.

Digo ahora que cuando S. apareció en la madrugada del drugstore, no me fastidió en absoluto. Yo ya estaba con la que entonces y ahora es mi mujer y, despojados ya de necesidades furtivas, nos gustó a los dos oír las andanzas postgraduadas del compañero. No se me ha olvidado que, como el trabajo era escaso y poco de su gusto, nos dijo que se iba a ir de médico a tierra de misión. Yo encontré buena la idea, le animé y le deseé suerte pero, en mi interior, sangrante aun el desaguisado del Hotel Macarena, lo que en realidad quería es que se lo comiese el cocodrilo. Casi 35 años después de ésto, no he vuelto a saber nada de S. así que ignoro si está de médico gris y estatutario en un anodino Centro de Salud o de verdad se lo comió el cocodrilo que, a su vez, se habrá muerto ya y todo es polvo y olvido.
Pero, en realidad y retomando lo que importa, a la madrugada del drugstore no fuimos a impetrar un encuentro con S. cosa que fue un evento sujeto al azar. Lo que de verdad nos llevó allí fue ver una película -eran tiempos en los que el cinematógrafo me gustaba- y luego comernos sendos sandwiches. Ese bocadillo hecho con pan de molde tostado y untado de mantequilla en cuyo interior podía haber cualquier cosa aunque solo fuera la simpleza de una loncha de jamón de york y otra de queso. Un sandwich mixto, para entendernos. Pero éso, hoy tan deleznable, lo veía yo entonces como la maravilla de la civilización y el icono del progreso. Comido sobre un plato, con cuchillo y tenedor que cortaban bocados de tamaño idóneo y bordes rectilíneos, ora triángulos equiláteros, ora perfectos cuadrados, era la evolución lógica del bocadillo que había que comer a dentelladas, dejando en el borde el molde curvo y forense de la arcada dentaria y un cierto babeo de saliva filante. Era posible que, en vez del sandwich, nos comiéramos una hamburguesa. Cierto que aquí era necesario recurrir al ejercicio dental pero aquel pan blando y caliente que formaba un círculo casi perfecto y una cúpula arquitectónicamente calculada, era de bocado accesible, casi cariñoso. La cúpula se plegaba a la presión de los dedos y los incisivos cortaban sin esfuerzo la carne sabiamente picada.
Y todo ello en la hora mágica de la incipiente madrugada, rodeados de gente joven que se nos aparecían cálidas y amigables, sin temor a que el bar cerrase, a que la cocina diera por finalizada su misión, a que la plancha se enfriase, a que apagaran a medias las luces, a que el camarero nos dijese un desabrido “está cerrado”. Luego la noche ciudadana sin temor a encontrarnos a la pareja de la Guardia Civil con tricornio, capote y mosquetón. La Libertad había llegado y aquella Libertad se alimentaba de películas subtituladas, de sandwich y de hamburguesas. Luego comprendí que no y procederemos, ya explícitamente, a denostar al bocadillo porque el pan duro y la dentellada criminal siguen  imperando.

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