domingo, 15 de julio de 2012

Del bus, el tranvía y el azar.



Haciendo otro alto en la denostación del bocadillo, pensé ayer que un sábado de vacaciones es un día doblemente festivo. Me levanté temprano, aligeré el aseo, no me afeité y poco después de las 8 de la mañana salía de casa con buenas intenciones. El objetivo que había planeado era llegar hasta el Centro Comercial “Nueva Condomina” usando mis pies y el transporte público, un combinado de bus y tranvía. Tenia un esbozo de plan que se regía por estos puntos:
  1. Ir andando hasta El Charco
  2. Mirar en la parada a que hora pasaba el próximo bus 6.
  3. Según ésta, tomar café en Willow o proseguir la caminata hasta el Bar Marilín, dos paradas más allá y tomar el café allí.
  4. Tomar el bus 6 en uno u otro sitio hasta la Gran Vía.
  5. Volver a caminar hasta la Plaza Circular.
  6. Coger el tranvía hasta la Nueva Condomina.
  7. Remolonear un poco por el Centro Comercial.
  8. Tomar otro café con su cigarrillo en alguna de las terrazas.
  9. Volver a coger el tranvía de regreso a la Plaza Circular.
  10. Caminar hasta Bershka y tomar el bus 6 que me dejaría en la puerta de casa.
Estas eran las líneas maestras de actuación. Porque una aventura (o, en su caso, la planificación de una batalla) requiere un plan de actuación riguroso. Sin embargo, al salir a la Plaza Cantó, pensé que, sin perder de vista el decálogo anterior, tendría que concederle algo de decisión al azar quien, frecuentemente, juega a nuestro favor. Me ratifiqué en ésto cuando, llegado a la parada de El Charco, veo que falta un minuto para que arribe el bus. Así que ni café en Willow ni en el Bar Marilín. No era cosa de desaprovechar el golpe de suerte. Inmediatamente, aparece el 6 procedente de la iglesia de La Alberca. Me monto, pregunto el importe del billete y pago los 1,35 euros. Como marchamos hacia el norte, el sol del levante entra por la derecha. Dudo entre sentarme en un asiento de este lado, o a la izquierda o permanecer de pie en el centro del pasillo. Tras varias probaturas, me decanto por un asiento detrás del conductor. Así puedo ver a M. que, como buen diabético, va por la carretera de Santa Catalina dando el paseo que le recomienda el médico. Veo también que el Bar Marilín está cerrado no tanto por ser temprano sino porque quizás no abra los fines de semana durante la temporada veraniega y me congratulo de no haber prologado la caminata hasta allí. Y también cerrada está la botica porque falta un cuarto de hora para las nueve. Llegamos a la ciudad y en la parada de Floridablanca, un chico gordo que, sin duda, conoce al conductor, se apalanca en la puerta delantera para contar a voces como el gobierno le ha quitado la paga doble a los funcionarios (ejemplo de los cuales pone a los médicos) y encima ha dicho: “¡qué se jodan los españoles!” La perorata se prolonga, el pasaje escucha impávido y un tanto adormilado, parece que el conductor quiere arrancar pero el chico gordo sigue con los brazos abiertos sujetando las puertas neumáticas. Por fin se despiden, el bus cruza el río por una de las pasarelas y observo que hay un pato nadando mayestático en las aguas sucias y que el surtidor de agua de la sardina monumental está apagado.

Me bajo junto al antiguo Galerías Preciados. ¿Dónde tomar café ahora? Lo mejor será ir hasta la Circular y hacerlo en una terraza donde ya lo tomé con Ana el día que vivimos la tribulación del tranvía. Llego hasta la cafetería Princesa, me siento y no hacen más que traerme el café cuando oigo la campana y veo pasar al tranvía. El azar ha sido feliz pues, hasta el próximo, tengo el tiempo adecuado para la infusión y el cigarrillo. Pago 1,10 euros, me dirijo a la parada, veo en el display luminoso que quedan tres minutos para el próximo convoy y con unos cuantos toques mágicos en una pantalla táctil, obtengo el billete por 1,35 euros. Suena la campana, llega el tranvía y, por si ésto no fuera evidente, lo anuncia de viva voz la megafonía. Y el recorrido ferroviario, observando el exterior y el interior de barras y travesaños amarillos, me lleva hasta la Nueva Condomina adonde llego a las diez en punto, recién abiertas las puertas y ya con calor. En realidad, he ido hasta allí para montarme en el tranvía. Ya no me gustan los Centros Comerciales que encuentro cansinos, recurrentes y manidos, con una torpe decoración que cuelga del techo de traviesas metálicas y que no me dice nada. A pesar de éso, me meto en la FNAC que tampoco me gusta por ese aire cultural y juvenil, tecnológico y librero, que se me antoja desabrido. No siempre fue así, pues antes iba a Madrid solo para visitar “La Vaguada”, cosa moderna. Veo los cómics actuales que tampoco me gustan por ese aspecto repulsivo que suelen tener las figuras. Y así y comprando en el merchandising un par de banalidades, hago tiempo para otro café. Mi intención es tomarlo en una de las terrazas pero hace calor y están vacías por lo que me malicio que tardarán en servirme. Eso sí, de unos hidrantes suspendidos salen periódicamente aspersiones de agua. Dieron mucha metralla con ésto en la Expo de Sevilla, hace ahora exactamente 20 años. Pero ni allí ni aquí se consigue ese supuesto microclima refrescante. Tomo el café dentro, fumo el cigarrillo fuera, voy a los servicios y observo que, en el de caballeros, hay también una de esas mesitas adosadas a la pared y que, una vez basculadas, sirven para cambiar a los bebés. Cosa como que moderna e igualitaria que veo bien aunque no por éso dejo de alegrarme por no tener ahora ningún nene a quien enredarle en los pañales.

Lo último es comprar, por 1,5 euros cada uno, un par de donuts divertidos para Marta. Y ya con la breve bolsa de la compra salgo a la explanada. A unos 200 metros, está la parada con el tranvía esperando. Y de repente, en el calor meridiano, al cruzar el puente sobre una rambla de tórrido secano, se hace un silencio que se antoja sobrecogedor y una cierta sensación de desvalimiento se adueña del viajero que airea la bolsa porque el chocolate de los donuts debe empezar a fundirse. El display dice que falta un minuto para la salida pero prefiero concederme un resuello, sacar el billete tranquilamente y aprovechar la espera para llamar a Ana que anda con G. por los Pirineos y se asombra de que llegue la onda pues caminan, según dice, campo a través. En cuanto viene el tranvía, que se anuncia como con destino a las Universidades, me meto dentro y me siento detrás de dos quinceañeras, largas y delgadas. Me llama la atención de que en estos vagones hay música a diferencia de los que me trajeron. Sin embargo, ahora veo que una especie de revisor se acerca hasta nosotros. Presumiendo que va a pedir el billete, me cercioro de que lo llevo palpándolo en el bolsillo de la camisa. Pero no, se dirige a las quinceañeras y les dice: “Podéis poner la música pero preguntad antes a ver si le molesta a alguien”. Resulta que la música era del móvil de las niñas que lo usaban en plan cani. Cortésmente me vi obligado a precisar que no me molestaba aunque prefería oír los ruidos de la marcha y los retiemblos metálicos de las ruedas.
Camino a la Plaza Circular otra vez. Los coches que circundan al tranvía y no se oyen parecen ir por otro mundo, por otra dimensión paralela. Un efecto similar al que ocurre en el tren y que tanto me gustaba apreciar cuando se podía fumar en la plataforma atisbando el paisaje por el ventanuco. Y por último el azar quiere que pase antes el bus 29 que llega a La Alberca por Patiño. Me decido a tomarlo, después de un hombre que camina muy despacio por sus pies en actitud tremendamente valguizante, y no esperar al 6 a sabiendas que aquel me dejara a más de 10 minutos de casa y tendré que subir la calle algo empinada de El Estanco con el sol ya casi en lo más alto. El chocolate de los donuts llegó desecho y yo sudando. Y se acabó.

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