domingo, 18 de noviembre de 2012

Nociones de economía.


Una vez conocí a un yankee que estuvo en la corte del rey Arturo. Me lo presentó Mark Twain en la mansión de una plantación tabaquera del estado de Virginia. Después de cenar, nos sentamos en el porche y estuvimos hablando hasta el amanecer, bebiendo bourbon y fumando el tabaco local. En realidad, hablamos el yankee y yo porque Twain estaba ya bastante decrépito y se durmió enseguida en la mecedora. No recuerdo los detalles ni cual fue la peripecia que le permitió a mi interlocutor teletransportarse en el tiempo. De aquella larga conversación, me viene ahora a la memoria la anécdota que me contó de cómo se encontró con los vecinos de dos pueblos limítrofes. Los de uno (pueblo A), ganaban un salario de 10 monedas y los del otro (pueblo B), un salario de 20 monedas. Ésto hacía que los de A estuvieran tremendamente quejosos con los de B al considerar que sus propios ingresos eran marcadamente inferiores. El yankee que, en plan quijotesco, quería enderezar entuertos se dedicó a investigar los hechos y comprobó que los precios eran mucho más elevados en B que en A, hasta el punto que los habitantes del primero podían adquirir con sus 20 monedas bastante menos cosas que los de A con sólo 10. Reunió a los vecinos de ambos pueblos y les comunicó francamente que A salía beneficiado con respecto a B. De entrada, parecieron creerle y aceptar sus razonamientos hasta que un preclaro portavoz de A le dijo: “Pero, bueno ¿cómo nos quieres hacer creer que 20 monedas son menos que 10?”. Mi amigó intentó de nuevo que razonaran pero ya todo fue inútil y el dejó el tema por imposible. En este punto de la narración, Twain dio un ronquido y se revolvió en la mecedora, el yankee y yo nos reímos un rato y nos servimos otro chupito de bourbon.

Hicimos una pausa tras la cual le conté a mi vez al yankee que a mi, de niño, me pasó algo parecido. Mi padre me daba, de vez en cuando, alguna perra gorda o tal vez dos. No sé lo que podía comprar con aquello si es que podía comprar algo. Quizás solo fuera la satisfacción de llevar aquellas piezas metálicas y redondas en el bolsillo porque yo ya intuía que eran tremendamente importantes para el funcionamiento del mundo. Luego supe que existía una sola moneda, la de dos reales, que compendiaba en si misma mucho poderío posiblemente por aquel agujero que tenía en el centro. Es posible que viese a algún otro niño obtener algo para mí muy deseado entregando a cambio los dos reales que se me antojaban bonitos, brillantes y pulidos. Así que una tarde  me atreví a pedirle a mi padre que me diese dos reales. Mi padre dijo que sí y se sacó del bolsillo DOS monedas que me entregó. Salí a la calle dispuesto a hacer el trueque pero, a medio camino, abrí la mano y vi que tenía DOS monedas, más grandes que la que buscaba pero de aspecto más pobre y más ennegrecidas. Además, yo no quería DOS monedas, quería UNA moneda de dos reales que era la que tenía el poderío. Así que volví a casa y le dije a mi padre que se había equivocado y mi padre me contestó que no, que me había dado DOS monedas de UN real y que UN real y OTRO real eran DOS reales. La noción económica que yo tenía que comprender era que DOS monedas de un real equivalían a UNA moneda de dos reales y que, por tanto, con DOS monedas de un real se podía comprar lo mismo que con UNA moneda de dos reales. Pero no lo comprendí, le dije al yankee, y fui todo el camino mohíno e inquieto pensando que en el comercio no me iban a dar lo que yo quería porque para éso se necesitaba UNA reluciente moneda de dos reales, con su agujero en el centro. Twain dio otro ronquido y volvió a removerse en la mecedora y el yankee y yo nos volvimos a reír y a servirnos otro chupito de bourbon.

Lo malo es que, muchos años después de aquella conversación, sigo sin comprender las nociones elementales de la economía. Por éso, cuando surge el tema, me evado con lugares comunes. Cuando ya se vio que era inevitable el terrorismo de estado que supuso la introducción del euro, mi enfermos mayores (que son casi todos) estaban preocupados por el cambio. Me preguntaban: “Y a usted, Don Manuel, ¿qué le parece éso del euro?” Y yo, con una sonrisa de ser al menos tan viejo como ellos, les contestaba: “Muy sencillo. Que los ricos van a seguir siendo ricos y los pobres van a seguir siendo pobres”. Luego les recetaba un jarabito para la tos y una pomada para el dolor de rodillas y se iban más tranquilos. 

Y ahora, desaparecidos los dos reales para ser sustituidos por billetes de 500 euros, sigo sin tener claro que este billete sea igual que 50 billetes de 10 euros. Para empezar, de niño fui capaz de tener una moneda agujereada de dos reales pero ahora, en la madurez, no he sido capaz de tener en la mano un billete de 500 euros. Ni siquiera los he visto en la realidad, solo en la televisión, como a Obama o a Michelle Pfeiffer. Leo en las revistas de coches, donde busco ideas para mi cupé macarra, que la versión más económica de un Bugatti Veyron vale 1.629.000 euros. Según me dice la calculadora, ésto significa que, para adquirirlo, hay que entregar a cambio 3.258 billetes de 500 euros. Y ¿da lo mismo entregar 162.900 billetes de 10 euros? Me malicio que no porque, aunque no entendí ni entiendo algunas nociones elementales de economía, estoy convencido de que hay cosas que solo se pueden comprar con billetes de 500 euros...o con una moneda de dos reales. Pero, desafortunadamente, éstas ya no existen.

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