domingo, 25 de noviembre de 2012

Los milagros con un coche macarra nada lúbrico.


Hoy, festividad de Santa Catalina de Alejandría, patrona de este blog, vamos a hablar de milagros sucedidos en esta última semana. De milagros y de lubricantes, unidas ambas entidades porque hace al caso y porque bien mirado el paradigma de milagro sería que algo, en absoluto engrasado, funcionara. Ocurrieron con la conjunción mía y de mi coche macarra y en el ámbito geométrico de El Corte Inglés pero estas dos cosas son anécdota y no forman parte categórica del hecho extraordinario. Ya una vez en el gran almacén me teletransporté desde la segunda planta del parking hasta el exterior. Quiero decir que yo tenía aparcado el coche en el segundo sótano y, en buena lógica, tras subir un tramo de rampa, debía de haber aparecido en el primer sótano. Sin embargo, me vi en la calle sin haber atravesado barrera alguna. Pero ésto nunca lo consideré un milagro. Hecho extraordinario, sí, pero debido posiblemente a seres alienígenas vulgares, de los que encontramos en todos los parking, que se habrían dejado escapar algún magnetismo mesmérico que, al azar, fue a parar a mí. Luego no encontré ninguna señal de alerta en el sol, las nubes del cielo o en el vuelo de los pájaros por lo que el suceso lo consideré y lo sigo considerando anodino.

El primer verdadero milagro ocurrió el pasado jueves, día que tuve libre. Aupado en mi coche macarra, me dispongo a salir del parking. Metí el ticket en el lector y éste lo devolvió. Lo volví a meter varias veces en distintas posiciones y el aparato hizo lo mismo. Y, de repente, reparé en que se me había olvidado pasar por caja. Un escalofrío de horror me recorrió el espinazo pero no era cosa en aquel momento transcendente de hacer cábalas sobre la posible vehemencia senil. Miré el ticket inservible y encontré la banda magnética con una negrura ausente de toda esperanza. Mi primera reacción fue intentar dar marcha atrás, aparcar de nuevo y rectificar el yerro. Pero ya varios coches formaban cola a mi zaga y no era posible moverme sin grandes incomodos. En cuestión de segundos, tomé una decisión heroica: llamar por el telefonillo a quien se sirviera responder, contar lo sucedido y que se actuara como el protocolo de emergencias dictase. No hice más que pulsar el botón cuando ¡oh, milagro! la barrera se alzó sola y mayestáticamente, sin concurso de ticket ni banda magnética, para dejar expedito el camino. Gracias a la intervención del santo del día, me había visto libre de la situación vergonzante y de alguna que otra risita irónica. Santo del día al que le debo una vela o tal vez un gallo como Sócrates a Esculapio.

El segundo verdadero milagro ocurrió ayer mismo, durante la actividad sabática. Ya le había comunicado a la humanidad, a través del Facebook, que la cerradura de la puerta del conductor de mi coche macarra había dejado de funcionar. Para abrirlo, tenía que recurrir a ciertos malabarismos hechos a través de la puerta del pasajero. También en esta ocasión, el escenario de los hechos es el parking de El Corte Inglés. Cuando fui a buscar el coche, me encontré a otro vehículo de grandes dimensiones muy pegado a la derecha del mío. Imposible abrir la puerta de este lado lo suficiente como para insinuarme dentro, desactivar el freno de mano y empujar el coche hasta el pasillo con lo que, libre de obstáculos, podría hacer los malabarismos. Tomé también una decisión heroica: buscar a alguien de los que vigilan el parking para que, con ayuda de esa especie de carrillo mueve coches, el mismo que usan para trasladar a los que están mal aparcados, poder sacar el mío del atolladero. Pero, contra toda esperanza y por una intuición celestial, decido meter la llave en la cerradura de la puerta izquierda y ¡oh, milagro! ésta gira suave y con total precisión el cuarto de vuelta correspondiente. Con gran alegría ocupo mi asiento y salgo a la calle como si nada hubiese pasado.

Pero, en este segundo caso milagroso, si me he reprochado el haber sido tan lerdo como para no comprender que el problema de la cerradura era de fácil solución con la ayuda del 3 en 1 o algo similar. Bastaba un lubricante y no haber hecho intervenir al santo del día a quien también le debo una vela. Y como se ve, viene a cuento hacer una digresión para hablar de estas sustancias resbaladizas. Me había preguntado algunas veces si la palabra correcta es lubricante o lubrificante. Es que me parece que antes se decía más la segunda y creía que la primera era cosa de modas modernas. Recurro al D.R.A.E. que me informa de que ambas palabras son sinónimos y correctas. En un rato de desoficio decido buscar en Google para mayor abundancia pero, en las primeras ocurrencias del buscador, me encuentro...¡ay, lo que me encuentro! Nada que ver con el 3 en 1 o con la severa definición que da la docta institución del verbo lubricar: “engrasar piezas metálicas de un mecanismo para disminuir su rozamiento”. No parecen tener esto in mente los buscantes sino como conseguir el indudable milagro de que el amor, especialmente el de emergencia, sea suave y dulce y no chirriante.

No me cabe duda de que en los tiempos que corren que son desde Atapuerca hasta hoy, necesitamos milagros más contundentes que los que he contado. Pero, como es cosa sabida, Dios escribe derecho con renglones torcidos y los santos del día le dan a las velas encendidas otra interpretación distinta de la nuestra. Está por venir el lubricante magno que le permita al mundo ese cuarto de vuelta que, seguramente, es justo lo preciso. Pero yo dejo constancia de lo ocurrido porque parece ser que tendremos que seguir conformándonos con salir del paso y con los sucesores de la vaselina para las estrecheces cotidianas.

P.S. aclaratorio. Lúbrico, ca: "propenso a un vicio y especialmente a la lujuria" (D.R.A.E., 2ª acepción de la palabra)

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