domingo, 4 de noviembre de 2012

El marco de hierro oxidado.


Pues La Alberca es un buen sitio para vivir. Tiene unas agradables zonas residenciales, los mejores bares y restaurantes del mundo y el Centro de Salud más amigable que imaginarse pueda. En las faldas del monte y a un paso de la gran ciudad, a donde se llega recorriendo el corto espacio, no más de 5 minutos en coche, de la carretera de Santa Catalina, vía El Charco. Pero, si aún siendo así, se hace larga la distancia, se puede parar a descansar y tomar café en el Bar Marilín, justo a medio camino de casa a El Corte Inglés. Éso sí: no hay nada que ver. Me refiero a esa concepción simplona del turisteo que considera que en los destinos deseables hay multitud de monumentos, museos e iglesias que merecen una visita que no tiene más entidad que la propia visita en sí. Porque claro ¿cómo le explico yo a unos amigos que vinieran a visitarme que les voy a llevar a la rambla y, de allí, a que vean el marco de hierro oxidado?


Y, sin embargo, esa pequeña obra de ingeniería, ese cauce de cemento, esos puentes y pérgolas metálicos, esas escaleras de servicio y esas paredes con vocación de graffiti, tienen el encanto de lo cotidiano y pedáneo. Cerca de la rambla, en la tapia que delimita el almacén de materiales de construcción de “El Caracoles”, está el marco de hierro. No sé porque me fijé en él en uno de mis primeros paseos, recién llegado a La Alberca, hace ya 27 años. Siempre supuse, en una intuición momentánea de amor a primera vista, que había servido para exponer aquellos cartelones que publicitaban las películas de cine. Intuyo también que, en sus buenos momentos, gozó de una portezuela de cristal lo que le convertía en una especie de armarito sin más contenido que el papelón que miraban y consideraban los transeúntes de la época. La pedrada alevosa terminaría estrellando el cristal y es posible que éste se repusiera un par de veces. Pero los responsables del marco, convencidos de la inutilidad de sus esfuerzos, lo acabaron dejando sin cristal. Y luego se acabó el cine y sobre su solar se construyó un edificio para viviendas pero, por alguna razón misteriosa, aquel cuadrado de hierro quedó pegado a la tapia para ir oxidándose y ennegreciéndose paulatinamente. Como quiera que este proceso químico ha debido de llegar a una fase de estabilidad, la sencilla escultura metálica quedará ya siempre tal cual, hasta que “El Caracoles” traslade su almacén y tiren  para siempre las paredes que lo delimitan.


Tendría que decir ahora que ese marco de hierro, enclavado entre los graffiti callejeros de ignota significación, me trae la nostalgia del cinematógrafo pero no sería cierto. Tal vez me haga recordar aquellas películas tan divertidas de mi infancia, las policiacas, las de romanos, las del oeste, las de espadeo y las de risa y las de miedo. No hay más palos en la baraja pero tampoco hay nostalgia. Aquello quedó atrás y hoy el cine solo es, como me gusta decir, imágenes animadas proyectadas en una pantalla blanca mediante un aparato luminotécnico. Me aburren películas que no comprendo, explosiones sin magia, naves alienígenas desencantadas, peripecias que no mueven a risa y amantes que no fuman. De hecho, hace muchos años que no voy a este espectáculo sin gracia. Le comentaba todo ésto a una compañera ya trasladada y me dijo que había perdido imaginación. Le contesté que no, que por el contrario ésta se me había agrandado y perfeccionado y que ahora no necesitaba artilugios para disponer de ella. Pero es cierto que aun rechinan entre el cúmulo de cosas que no se cumplieron en su momento, los nombres de algunas películas que no vi, de las que solo me alarmó su fantasía por el título voceado, por la cartelera con imágenes de grueso cartón con las esquinas descascarilladas o por el hoy llamado flyer que se conseguía por un golpe de suerte y se guardaba cual reliquia.

Digo que recuerdo al pregonero y alguacil de mi pueblo, haciendo rudimentaria publicidad con cantilena de postguerra: “Se hace saber, que esta noche, en el Cinema Central, repetición de la gran película, el extraño caso del hombre y la bestia y digo que tuve un sencillo visor en forma de tronco de pirámide en cuya base se encajaba un fotograma que se miraba por el otro extremo. Y de aquel pedacito de celuloide, junto a las perforaciones para el avance, observaba los milímetros de banda sonora sabiendo que allí estaba el disparo, o el ruido de aviones o el tam-tam de la selva e incluso el grito de Tarzán. También era posible que estuviera el susurro de un beso pero entonces estas cosas ni a Franco ni a mí nos interesaban. Podría ahora resarcirme y ver en el cine en casa todas aquellas películas que se quedaron en el deseo pero me aburre la idea. Se que ya están oxidadas, que se han vuelto herrumbrosas, como se ha oxidado el marco de hierro junto a la rambla.

Lo que tal vez debería hacer es preguntarle a M., el que fuera cameraman del salón de cine y luego del de verano y hoy es mi paciente jubilado, si es cierto lo que me figuro que en aquel rectángulo metálico se exhibieron en su época las carteleras. Pero lo más seguro es que tampoco lo haga. Baste con haber dejado constancia de su ocurrencia para todo aquel que quiera verlo y meditarlo sin necesidad de sacar entrada.

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