domingo, 25 de septiembre de 2011

El tiempo que te concede la clepsidra.

Mes de septiembre, acercándose ya el equinoccio de otoño, una de las llamadas efemérides astronómicas. En estas cosas y, en general, en la situación de los astros, creo con la fe de los libros del saber y con la ciencia que me inculcaron los jesuitas. Lo que yo veo con mis ojos es otra cosa. Estoy en la mañana de domingo en la plaza Belluga y veo que sigue haciendo mucha calor porque este rincón de la Murcia mediterránea parece que no sigue las indicaciones de la posición relativa del Sol y la Tierra. No me preocupa. Lo que me preocupa es que hemos tenido que tomar café en el interior del bar porque, salvo para algún guiri, es impensable hacerlo en la terraza. Pero ahora, vuelta a la explanada, buscando el refugio de la sombra de los naranjos, para fumar el cigarrillo. Justo cuando lo enciendo, los relojes de la Catedral y del Ayuntamiento, en amigable concordato, dan las dos de la tarde. Y, como obedeciendo también a esa señal convenida, el músico callejero aparece en escena, coloca su silletín al resguardo del Palacio Episcopal y, sin ceremonia, comienza a tocar el acordeón.
Conozco a este artista con el conocimiento de lo casual y espontáneo. Es un hombre recio, achaparrado, de facciones curtidas y aceitunadas, totalmente calvo y de mirada risueña, entre clochard y bouquiniste. De hecho, el acordeón lo toca “a la parisina” y lo hace muy bien. Seguramente tiene estudios musicales porque el arte se aprende y no es suficiente la escuela de la vida. Pero ahora se ha ubicado en esta Murcia calurosa y ha prescindido de atril y partitura. Solo el silletín, que le permite tomar prestado el ámbito territorial y errático de su actuación. Lo he visto, en ocasiones, formando parte de un trío, junto a un teclado y un violín, quizás en un ensemble más comercial. Sé también que no ha estado esperando a que den las dos de la tarde para empezar su intervención porque él se dirige al transeúnte y al errabundo y éstos no tienen hora. Así que las campanadas concordadas de los relojes de la Catedral y el Ayuntamiento, el qué yo empiece a fumar el cigarrillo y el acordeonista a hacer sonar su instrumento, mientras el Sol y la Tierra ocupan una determinada posición en el espacio, son meros accidentes de la casualidad.
Pero, en esta ocasión, los astros han sido favorables. Ahora podré oír buena música mientras fumo. Porque la música callejera no puede detenerse ni conservarse. Es imperecedera pero etérea e inmaterial. Solo se te otorga oírla el tiempo que te concede la clepsidra, cuando tu paseo te acerca al músico, preparas la moneda, llegas junto a él y la depositas en el receptáculo que oscila desde la caja de cartón a la funda aterciopelada del instrumento. El artista te da las gracias, tu respondes “¡Salud!” y te alejas mientras la canción va dejándose de oír hasta que desaparece. No puedes apausar tu paso, no puedes detenerte ni siquiera al volver una esquina. El destino te ha regalado una ocasión y un tiempo y no pidas más como no le puedes pedir a la estrella fugaz que no sea fugaz. Y en esa fugacidad puedes vivir y pensar y sentir, recordar y hacer planes, emocionarte, tener miedo, tener pena, enervarte o añoñarte, incluso quizás llorar. Pero no se puede prolongar el encantamiento, no se puede alargar lo predestinado. La música y su magia duraran lo que te haya concedido el destino.
Y no estoy burlando al destino cuando, en esta ocasión, puedo oír al acordeonista mientras fumo. La clepsidra inclemente me otorga el tiempo que tarde el cigarrillo en consumirse. Ni un segundo más. Pero puedo apreciar que la canción que suena es “My way”, un tema catalogado como languioso y aun almibarado. El artista lo interpreta briosamente y un tanto a lo ragtime pero el efecto en mí no pasa de agradable. Dos perros -o quizás sean un perro y una perra- pero, en todo caso, también callejeros, se acercan al músico. Se quedan parados, uno a cada lado del silletín, mueven la cola y contemplan el ir y venir del fuelle del acordeón. Pero pronto comprenden que allí no hay bocado y se van. Otro vagabundo, esta vez humano, pasa arrastrando los bambos de la limosna y empujando una bicicleta con un atrabiliario remolque. Mira fijamente el suelo y la barbilla le tiembla un poco. No hay ningún guiño de complicidad entre los dos hombres, ni la bicicleta refrena sus ruedas ni los acordes cambian su ritmo. Una pareja pasa por entre las sillas de la terraza. El pie de la chica tropieza con una cucharilla que está tirada en el suelo. Se agacha, la falda se le sube a conveniencia del mirón, la recoge servicialmente y la deposita sobre un mesa. Caminan en absoluto mutismo. No se dicen nada ni antes, ni durante, ni después de la acción rescatadora porque, posiblemente, ya no tengan nada que decirse. Y luego las últimas chupadas son para ver distraídamente gente anodina que va y viene por la plaza y a los fieles que entran y salen en la Capilla de la Adoración Perpetua.
Todavía suena “My way” cuando se termina el cigarrillo. Tiro incivilmente la colilla al suelo, pues la providencia municipal no ha dispuesto ceniceros, y la aplasto meticulosamente con la suela del zapato. Hay que irse sin ningún resquicio de concesión a la música callejera. Porque solo se nos es dado la ocasión y el momento. Por eso nunca formo grupo con los culturillas que se paran a oír la orquestina de música clásica que interpreta adagios y hacen que los niños, en plan mundo feliz, se sienten en el suelo. Por eso nunca les compro el CD a aquellos artistas, callejeros sí, pero más mercantilizados y que casi forman parte de la Europa del Euro. Impensable oír esa música en la comodidad del salón burgués, durante la barbacoa pagana o en el coche que nos transporta al trabajo asalariado. Solo está dada para el gozo atemporal pero momentáneo del caminante, del que sabe que el destino es marcha continua sin mirada para atrás aunque siempre queda la esperanza de que, al volver cualquier esquina, puedes encontrar otro músico ambulante. Pero el descanso de la eterna canción no estará vedado por siempre.

1 comentario:

  1. Excelente relato Manuel. Me has transportado, con tu buen verbo, a ese momento "real y cotidiano" que describes tan excelsamente en tu narración. Siempre aprendemos contigo. Un saludo.

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