domingo, 4 de septiembre de 2011

La inolvidable y verídica historia de la perrunilla.

Supongo que todo el mundo recordará a Gilda por la bofetada que recibió después de su baile, insinuante y descarado. Aquella Rita Hayworth nos contó porqué se produjo el terremoto de San Francisco. Fumaba impixeladamente y tuvo la frescura que propicia el alcohol de descalzarse provocativamente el guante largo que, dicho sea de paso, debe ser muy incómodo de poner y quitar y de ahí le vino el agravio. Sin embargo, aplacadas ya las tempestades del ensueño, yo recuerdo la película por su primera secuencia que se abre con una escena de timba callejera mientras una voz en off dice: “Un dólar es un dólar en todas partes…”  Aunque sé poco de economía internacional y aun de la doméstica, me malicio que este aserto ha variado. Posiblemente un dólar ya no sea un dólar en todas partes. Como tampoco lo es una perrunilla que a éso voy. Pero traigo la noción de la voz en off prologante porque me gustaban, antes de dejar de acudir al cinematógrafo, aquellas películas que empezaban con tal cosa (a veces cambiada por un cartelito) diciendo algo así como : “En algún lugar del Atlántico Norte…”
Porque los hechos que voy a contar también ocurrieron en algún lugar del Atlántico Norte. Me es imposible precisar más aunque sí puedo decir que la acción fue al final de 1.977. Hace pues 34 años, tiempo suficiente para que caduquen las latas de sardinas y prescriban los delitos. Prescrito está el delito pero los tres personajes que intervenimos estamos aun gozosamente vivos y este post podría reabrir heridas porque bien sé que no están cerradas. Así que baste saber que mi madre y yo, por razones que no hacen al caso, fuimos invitados a desayunar a casa de una señora vecina en algún lugar del Atlántico Norte. Había una cierta confianza pero no por eso el ágape dejaba de ser formal. Sentados los tres en la mesa, se sirvió el café y para comer se pusieron perrunillas, dulce este rústico y recio pero sabroso donde los haya sobre todo en aquella época en que mi estómago me permitía comerlas. No puedo especificar tampoco detalles sobre el tipo y forma del rico pues podría permitir a la Policia Científica identificar el lugar de los hechos.
Digo que me prometía un feliz desayuno y tomé con afán la primera perrunilla. Pero al morderla y dar apenas un par de dentadas, la muerte entró en mi cuerpo. Las llamas del infierno hechas manteca de cerdo, infinita y eternamente rancias, arrasaron la lengua, la boca toda para irse luego por los recuévanos de la nariz y aun de los oídos por donde me imagino que saldrían los humos demoníacos. A pesar del trance, mantuve la calma. No aullé como el poseso que era sino que me limité a poner la perrunilla en la fuente y, con toda la cortesía que pude, alegué que estaba un poco rancia. Mi madre y la anfitriona se miraron estupefactas sin poder comprender como un caballero como yo era capaz de tamaña grosería. Y allí fueron mohines de disgusto, palabras de asombro y fingimientos de ignorancia que se resolvieron invitándome a coger otra perrunilla. Y fue peor porque, cuando la mordí, estaba aun más ranciosa si cabe que la primera ¿Qué puede hacer un hombre joven que no quería morir de manera tan insulsa? Pero hasta aquí llegan los recuerdos y se ha borrado de la memoria neuronal si se me trajo otro alimento o, con un abanico de disculpas y unos sorbos al café bebido, di por terminado el funesto desayuno.
Sé y entonces también lo sabía que la manteca de cerdo es ingrediente fundamental de las perrunillas y que esta grasa bizarra puede sufrir el proceso de enranciamiento oxidativo que afecta a los dobles enlaces de los ácidos grasos insaturados con formación de peróxidos e hidro-peróxidos que posteriormente se polimerizan dando origen a aldehídos y cetonas. Y de aquí el mal sabor. Pero los aldehídos y cetonas, en principio, no son sustancias mortalmente venenosas para el ser humano. Quiere decirse que, de haber comido las perrunillas, aparte del mal trago y unos días con el estómago asqueado, no hubiese pasado nada. Sin embargo, aquella decisión transcendental de rechazarlas, la sigo considerando como acertada. Pocas cosas resisten el paso de 34 años sin que cambie la valoración que de ellas hacemos pero hoy puedo cantar, junto con el preso nº 9 , que, “si vuelvo a nacer yo las vuelvo a dejar”.
Cabe también preguntarse que hubiera hecho el hombre maduro que ahora soy si, sin la experiencia previa, me hubieran invitado a perrunillas ranciosas en algún lugar del Atlántico Norte. No sé la respuesta como supongo que nadie sabe como se comportaría en caso de un naufragio. Quizás hubiese fingido una indisposición momentánea o hubiese gritado “¡¡Fuego!! u “¡¡Hombre al agua!!” o, puesto que ya existen los móviles, me hubiera inventado una llamada inexcusable. En todo caso, sé que hubiera salido bien parado y no como el gamberro, garrulo y mal educado que fui, en aquella memorable ocasión, para las dos señoras que compartieron conmigo aldehídos y cetonas. Pero, con una sonrisa malévola, me gusta recordarlo así.

3 comentarios:

  1. A ver quién se atreve ahora a invitarte a merendar.

    Roberto Sánchez

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  2. Tu lo tienes fácil, Rober. Puedes invitarme a bollo maimón. Es de composición sencilla y lo único que puede pasar es que esté duro. Pero éso se soluciona mojándolo en la leche.
    Un abrazo.

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  3. de donde procede la palabra perrunilla (lugar)

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