domingo, 18 de septiembre de 2011

Un cierto paralelismo.

Pues de niño, en la magna y hermosísima iglesia de mi pueblo y luego de adolescente y aun de zagalón en el colegio de los jesuitas, oía, cuando correspondía, el pasaje evangélico de la hemorroísa. Lo oía perplejo y meditabundo porque yo no acertaba a adivinar por dónde sangraba aquella pobre mujer. Intuía que aquella emisión provenía de un orificio natural pero, por aquel entonces, éstos se limitaban para mi a la boca, las orejas y las narices y una especie de inteligencia precoz me hacía comprender que la fuente de la hemorragia no estaba en ninguno de ellos. Luego el celebrante, en su homilía, no me aclaraba nada ya que se limitaba a decirme que la curación había sido obra de la fe entusiasta. Y si miraba el Diccionario de la Real Academia, fuente de todo conocimiento, me informaba de que la palabra puede escribirse con tilde o sin ella pero se limitaba a definirla como mujer que padece flujos de sangre. Pero yo, que era mediquino, lo que quería era la historia clínica completa y qué parte de la anatomía humana era la sangrante. Exagerando un poco (porque siempre se exagera un poco) digo que tuve que ser estudiante de medicina y aplicarme al sutil distingo entre metrorragia y menorragia para SABER y decirme a mi mismo: “¡Si está claro! ¡Por ahí sangraba la hemorroísa!”.
Pero andando el tiempo, fui médico y la vida me ha ido desvelando poco a poco sus miserias y sus misterios. Pero este conocimiento se adquiere con el paso de los años, los reveses de la fortuna y, en ocasiones, con golpes de suerte. Hace poco, siendo por tanto un hombre maduro y teniendo ya bien claro lo de la hemorroísa, entré  a hacer pipí en los aseos de un bar de Salamanca. Mientras aliviaba mi necesidad, observé que, junto a la taza del water, había un extraño contenedor, algo inédito en los servicios de caballeros. Y, de repente, se me abrieron las mientes y otra vez SUPE y con la sabiduría me vino la embarazosa noción de que me había equivocado y entrado en el cubículo de las señoras. Tengo que decir en mi descargo que no estaba borracho ni lo hice a propósito con ánimos de voyeur. Lo que ocurrió es que era un bar modernoso y los iconos que simbolizaban el sexo eran tan complejos que no supe dar con el lado correcto.

Ni por todo el oro del mundo me metería yo a sabiendas en un aseo de señoras y a regañadientes lo hago en los unisex. Pero, en este caso, la ignorancia me redime. Fue pues un golpe de suerte y así aprendí lo que aprendí. Por lo tanto, en el “Willow”, si hay necesidad, acudo al servicio de caballeros donde me encuentro con una curiosa máquina dispensadora colgada de la pared. No hay que entrar en detalles escabrosos y dejo a la foto que hable por mi. Pero, por si algún corto de vista no distingue los detalles, añado que allí son preservativos con sabor, anillos potenciadores y una píldora azul afrodisiaca. Lo necesario para el amor de emergencia, el deseo del atardecer, la relación furtiva o para el honrado matrimonio que idee una noche loca. Pienso en manos temblorosas y excitadas contando los euros, girando la palanca y recogiendo el juguete. Y me imagino el jarro de agua fría de la desilusión o del placer efímero y oscuro. O quizás ya nadie compre nada en estas máquinas y están ahí, en la pared, solo para la mirada curiosa, la sonrisita de suficiencia o la pregunta impertinente de los niños. "¿Sabores para qué, papá?"
El “Willow” de El Charco lo regentan una simpática pareja de jóvenes franceses y parece lógico encontrar allí el cachivache de los preservativos. Impensable sería, en cambio, encontrarlo en “La Meseguera” de gerencia más tradicional y conservadora. Y, de hecho, no lo encontramos. Pero también en la pared, junto al rollo de papel para secarse las manos, hay una máquina dispensadora. Ésta ofrece asépticos y saludable cepillitos de dientes ya cargados de dentífrico. Teóricamente son para que la niña mona, el joven guaperas o la abuelita que usa prótesis dental, se cepillen los dientes eliminando las últimas trazas corpóreas de la pata de cabrito o la partícula del grano de arroz, amarilla y grasienta, de la paella. Sin embargo, encuentro un cierto paralelismo entre esta máquina que otorga cepillitos con dentífrico y aquella otra de los anillos potenciadores y la tanga erótico-festiva.
Porque los artilugios dispensadores de los aseos públicos son para usar ad libitum, respondiendo al impulso o a la ocasión que se cree favorecedora. O tal vez al olvido y a la improvisación. Artilugios dispensadores colocados estratégicamente en un lugar discreto, de momentánea soledad, donde en el tiempo que nos concede nuestra ausencia del grupo social, podemos dar rienda suelta a nuestra vehemencia. Aunque solo sea para ese lavado de dientes que nos devolverá -creemos- la sonrisa impoluta y atractiva. Y además, pueden ser objetos complementarios. Después del amor fugaz, impulsado por la esencia etérea de la píldora azul, esa limpieza borra el rastro de los besos que no fueron y de la pasión irredenta que no se ofertó en los labios.
Dejémoslas estar en la pared ofertando oportunistas su mercadería. Porque aquí, en los aseos, donde el caballero es hombre y la señora es mujer, donde se desahoga nuestra humilde carnalidad, también necesitamos el gozo inmaterial y divino de pensar que nuestra aptitud va a ser incuestionable, o nuestra sonrisa arrebatadora. Y todo éso, como dirían nuestros amigos charlatanes de feria, por 1, 2 o 4 euros.

2 comentarios:

  1. Sin ninguna duda Manuel, has conseguido que encontremos ese "real" paralelismo que propones en tu narración. Enhorabuena por esta curiosa entrada.

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  2. Muchas gracias, Pepe, por tu comentario. Pero, aparte del agradecimiento, no se me ocurre nada. Quizás solo recordar que, como decíamos en la escuela, "las líneas paralelas son las que por mucho que se prolonguen, nunca se encuentran"

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