Me lo contó A. B., amigo y compañero de Facultad, nada más verme por los patios docentes o tal vez en la cafetería o en uno de ésos descanso entre clase y clase que muchas veces se prolongaba más de lo que marcaba el bedel. Había ido a visitar a un tercer conocido a quien llamaremos A. V. al hospedaje donde paraba. Describió el lugar como lóbrego y de poca confianza. No se si exageraba porque A. B. era amigo de exagerar. Quizás su expediente académico no fue tan brillante como merecía su inteligencia porque exageraba también en los exámenes del saber médico, escribiendo que la enfermedad cursa con dolores muy intensos cuando, en realidad, eran solo intensos o que el mal causaba hemorragias copiosísimas aunque eran solo copiosas o que el afectado quedaba tetrapléjico, si bien solo permanecía con hemiplejía.
El caso es que ponderó durante largo tiempo cómo y cuánto de oscuro y miserable eran la calle barriobajera, el portal de acceso y la escalera de subida. Debía de ser grande la necesidad que sentía de ver a A. V. porque, a pesar de todo ello, decidió llamar al timbre de la vivienda. El timbre sonó y una voz de mujer desde dentro preguntó: "¿Quién...?". En este punto de la narración, A. B. bajaba la voz como recurso escénico que hiciese más evidente la zozobra que sintió en aquel momento pues no sabía cómo identificarse. Entonces se limitó a contestar: “¡Yo...!”. Pero la voz de mujer del interior fue inclemente y contraatacó con una pregunta más mortal y sibilina que las que hacía la esfinge de Tebas: “Y...¿quién es Yo?”. No recuerdo ya si decidimos dar el descanso por terminado pero hasta aquí llega la historia. Si A.B. llegó a ver aquella mañana a A.C. en lo que hemos de suponer era lúgubre mechinal y qué asuntos se trataron en aquel encuentro, me es desconocido.
Pero queda para el recuerdo y la actualidad, la transcendencia de la pregunta de la desconfiada maestresa. La frase “Y...¿quién es Yo?” la repito con frecuencia para mis adentros o incluso en un susurro cuando contemplo o intuyo la lucha para afianzar la personalidad. A veces nos sentimos privados de ella o, en todo, caso es tan frágil y huidiza como la de A. B. ante aquella puerta siniestra. Sentir que Yo es alguien es gran deseo humano. Algunos quieren más, quieren ser importantes, o ricos, famosos y poderosos. La mayoría nos conformamos con nuestra propia, aunque sencilla, identidad. Pero no la que nos otorga el D.N.I o el pasaporte o la tarjeta de afiliación al Sistema Público de Salud, sino la de individuos únicos e irrepetibles entre toda la magnitud del Universo y, por tanto, perfectamente reconocibles cuando decimos “soy Yo”.

Así que Yo escribe estas líneas, se toma un café o se bebe una copa de vino. Y ve enfermos a los que trata de curar y pasea por la carretera de Santa Catalina. Y ahora tengo claro que la peliaguda pregunta de la maestresa tiene una sola y contundente respuesta. “Y...¿quién es Yo?” Pues Yo. Y tengo claro también que Unamuno, Jobs y un servidor, somos tocayos. Si se nos pregunta qué quienes somos, basta con que respondamos: ¡Yo...!
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