Debo reconocer que, al igual que los camareros que protestan de los clientes impertinentes, los bebés que lactan y los niños que comen yogur, los ancianos con bronquios constreñidos y quejumbrosos y las señoras que huelen bien, debo estarle agradecido a la nueva ley antitabaco que entró en vigor el pasado 2 de enero. No es cosa de pensar en Robin Hood ni en Guillermo Tell, en arcos y ballestas. Gracias a ella, a la ley, me deleito cada día con preciosos paisajes. Salvo en las noches de verano, me ha gustado fumar siempre en interiores aduciendo que, al aire libre, parte del humo se desperdiciaba en vez de salirme por las orejas. Me gustaba observar las volutas subiendo tan airosa como caprichosamente hacia las luces halógenas que iluminan el aluminio aséptico, la madera noble o el mármol hurtado a la placa del panteón. Y a través de ellas, a la clientela entretenida en charlas, discusiones o confidencias. Ahora debo de acostumbrarme al cigarrillo en la calle. Será cuestión de encontrarle un nuevo sabor, de aspirarlo por los poros de la piel, por las entradas de la frente, por las manos que van y vienen marcando el ritmo de las caladas pausadas y meditadas. Pero, por lo pronto, ya tengo el gozo de disfrutar de estos preciosos paisajes que sustituyen a la teoría del botellerío, a la exhibición de las tapas, a la estatuilla de San Pantaleón, a las fotos o cuadros con más o menos gusto, a la flecha que guía a los servicios, a la odiosa y odiada televisión con sus monsergas, a la vaharada de la cafetera que calienta la leche, a los grifos escarchados de la cerveza y, allá al fondo, el jamón. Así que me permito mostrar una improvisada galería de fotos.
Parking de La Meseguera, segundo café, segundo cigarrillo. El café y el cigarrillo de los obreros aunque, a veces, me encuentro aquí a gente importante. Bebido y fumado al amanecer de los inviernos o con la fresca del verano. Las furgonetas de los repartidores van y vienen, el pan aún está caliente y yo me preparo para colaborar al esfuerzo común. Y aquí tenemos la suerte de gozar de un magno cenicero, antaño bidón:
Si la consulta ha sido especialmente dura, me premio al terminar con un café anárquico y asíncrono, semiestimulante, semiaperitivo, en Siena. Justo enfrente de la policromía y las ventanas del edifico de viviendas subvencionadas para jóvenes. Hay que pasar revista a cada una de las persianas, a cada uno de los cristales a ver cómo están de levantadas o cómo de corridos. Y pensar en el paro, en la hipoteca y en el desánimo, en la carantoña cariñosa o en el desamor. Por encima de todo, la franja de azul intenso del cielo en una llamada a la esperanza.
Algunos días feriados, acudo a Victoria a comer con mi mujer. Buenos menús a un precio asequible. Totalmente correcto el vino y su servicio, auspiciado por uno de los mejores sommelier de la región.
Luego el postre, el chupito de aguardiente y el cigarrillo en el parquecito, al lado de la canalizada rambla, contemplando los colores de las bocas subterráneas de recogida de basura. Me acuerdo de los gatos callejeros, de aquel Don Gato de los dibujos animados, que usaba corbata y que vivía en un cubo metálico, y del patrullero Matute. ¿Dónde buscaran ahora sus raspas y su ración los gatos callejeros? ¿Los gatos...? ¿Es que no hay seres humanos que también rebuscan en la basura? Quizás los colilleros ahora lo tengan más fácil porque habrá más abundancia de colillas en la calle.
Acogedor rincón de la calle Salzillo, en Santo Ángel, junto a El Charco y junto a Willow. Sitio del café burgués de los domingos por la mañana o del aperitivo familiar y lugar conflictivo para fumar. Enfrente el Colegio Público, el de la música carcelaria de los recreos del que una vez conté. A la espalda, el triste corralito infantil, con algún tobogán y algún columpio. Pero creo que las distancias legales están salvaguardadas. En el rincón, la pared de ladrillo visto, da entrada al gimnasio adonde se va a quemar calorías y a quemar monotonía. Y ¿por qué no prohiben también fumar junto a los gimnasios que son lugares saludables? Pero en fin, creo que el humo nicotínico contrarresta el sudor de los cuerpos aeróbicos y danzantes y el olor a la embrocación final.
Y termino con la grácil curva de la Carretera de Santa Catalina dispuesta a remontar el puente de El Reguerón. Café en el Bar Marilín donde aún te dan un encendedor con propaganda de la casa para que te vayas a la acera a encender el cigarrillo. Enfrente la carpa de la compra venta de coches. Va mal el negocio, parece ser. El sueño de varias generaciones vuelve a ser objeto del deseo. Ahora el sol se levantará poco más y la bruma posiblemente no se quite de las faldas de la Costera Sur. Al final humo, polvo en el viento.
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