Lamentablemente, no dispongo de un pie de rey pero sí se que alguna vez, quizás en el Colegio de los Jesuitas, tuve uno en mis manos y deslicé cuidadosamente su nonio para realizar medidas exactas, con precisión de décimas de milímetro. Este instrumente lo tengo asociado por forma y estética a la regla de cálculo. Éstas nunca he llegado a manejarlas pero se las vi, en mis años de estudiante, a otros compinches que habían decidido cursar carreras técnicas. Algunos la usaban en la biblioteca y yo miraba con pasmo como movían sus cursores y realizaban (o, más seguramente, fingían realizar) complejos cálculos trigonométricos o logarítmicos. Nunca vi a una chica con el artilugio porque posiblemente entonces todavía las arquitecturas y las ingenierías las seguían sobre todo hombres. En caso contrario, en el caso que los cielos atajaron, de que se sentara una estudiante enfrente con gafas de intelectual y hubiese sacado la regla de cálculo, habría encontrado el complemento tan irresistiblemente sexi que me llevaría inevitablemente al cortejo persistente y cansino y al consecuente desengaño.
Luego vinieron las calculadoras. La primera la vi en una feria de muestras. Me la dieron a probar y yo sume 2 + 2 y comprobé con espanto que en la pantallita de diodos luminosos apareció un 4 contundente y rotundo. Estas primitivas calculadoras consumían muchas pilas y solo hacían las cuatro operaciones básicas. Pero luego Hewlett Packard las fabricó con capacidad científica y todos dijimos adiós a la regla de cálculo, incluso yo que jamás las utilicé y la chica con gafas de intelectual que nunca se cruzó en mi vida.
Puesto que no dispongo de pie de rey, no he podido medir con precisión de décimas de milímetro la longitud de los cigarrillos cortos que ahora me dispongo a fumar. También habría medido la de los cigarrillos normales que, a los únicos efectos de su ocurrencia en este blog, llamaremos largos. Y, por supuesto, el diámetro o calibre de ambos para confirmar que, al menos en una precisión de décimas de milímetro, son exactamente iguales. Pero, trascendiendo de este problema eminentemente comercial, cabe preguntarse ¿cual debe ser la medida ideal de un cigarrillo? y por ende ¿cuanto debe durar encendido entre nuestros dedos? Un paciente mío intentaba convencer a otro de que le acompañase a Madrid y lo hacía con este razonamiento convincente: “salimos a tal hora, nos paramos en el Juanito de La Roda a comer, al salir te doy un puro y cuando termines el puro, estamos en Madrid”. Ignoro cual ha sido el proceso para fijar el largo de los cigarrillos como los conocemos en la actualidad y si fue fruto de una coincidencia, de una costumbre o de un severo acuerdo entre fabricantes. Pero sí se que su duración deseada es, en cada momento, fruto de las circunstancias.
Y como estas han cambiado para mal, he decidido que, en los momentos de ajetreo cotidiano, fumaré los cortos reservando los largos para el placer distendido y la conversación o la reflexión relajada. De hecho, ya voy por la mitad de la primera cajetilla Marlboro pocket. Cuando encendí el primero con cierta pompa y circunstancia, tuve un sobresalto. Después de siglos de aplicar la llama a unas coordenadas exactas en relación con el macizo maxilofacial, hubo unos segundos de titubeo para encontrar el nuevo punto de ignición, más cerca de la nariz. Calculo que mi cerebro ha dedicado al menos un millón de neuronas del córtex temporal y sus correspondientes sinapsis para fijar la memoria espacial de este punto. Pero no hay problema. Un simple reajuste sináptico, un desparrame de neurotransmisores, ubicará perfectamente el nuevo punto en armoniosa coexistencia con el antiguo. Y si acaso mi cerebro necesitare otro millón de neuronas, puede sacarlas perfectamente de las que hasta ahora ha dedicado a comprender procesos tan abstrusos como la declaración de la renta o, aquí entre los profesionales, como el contrato programa o la cartera de servicios.
Hay otro momento, teóricamente distendido pero en la práctica conflictivo, donde deberé fumar cigarrillos cortos: cuando me acompañe mi mujer al café o al aperitivo. Ella no es fumadora y no es cosa de que aguante, cual pasmarote, mientras el varón se entrega al vicio. A cambio de su paciencia, planeo dedicarle envueltos en el humo, besos y carantoñas. Porque no. No me encuentro ridículo fumando en la puerta del bar o en el rinconcito del Willow. No soy un pasmarote apestado. Y nuestros cuerpos aun son hermosos, lo suficientemente hermosos como para hacer grandiosos el beso y la caricia. Espléndidamente hermosos y no hay humo que pueda con éso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario