domingo, 18 de marzo de 2012

La Venta la Virgen.


Era un moro buhonero y debió de arribar a España en la primera patera. Los caminos aventureros y buscavidas del mar y la tierra le llevaron hasta la Venta la Virgen donde ofrecía su mercadería de baratijas en la explanada de carretera, cerca de la puerta del restaurante. Yo llegué al mismo lugar por sendas menos riesgosas que las suyas pero también con su poco de dejadez en manos del destino. Él sin papeles, yo a golpe de Boletín Oficial del Estado y sus prolijas resoluciones de concurso de traslados. Supongo que ni el moro ni yo sabíamos a ciencia cierta lo que nos íbamos a encontrar.
Tomada, pues, posesión como marca la ley del que creo recordar que era el Distrito 19 de Murcia, fui a parar a Los Martínez del Puerto, localidad de grata memoria. Antes había estado poco más de un mes en Sucina, tiempo suficiente para cogerle el gusto a la mojama, a las habas y a las almendras fritas. Luego la ley consuetudinaria, la misma que llevó al moro hasta su posición sobre el asfalto, me dijo que tenía que ir una vez por semana a pasar una curiosa consulta a la Venta la Virgen. Así lo hice y todos los jueves llegaba poco antes del mediodía hasta aquella escuela rural que seguía funcionado como unitaria con doce niños. Yo subía hasta la planta alta, a lo que en su día fue vivienda del maestro. Precariamente, estaba habilitada una habitación para consultorio, con una mesa de resabios escolares como escritorio y tal vez una camilla de exploración, no recuerdo bien este detalle. Luego el fonendo y el aparato de la tensión. Y no había más. 

Un día el moro dejó su mostrador de peripecias al cuidado de un amigo y subió hasta aquella habitación milagrera. Tras unos saludos y una presentación preliminar (quizás fuera la primera vez que yo veía a un moro como enfermo y éste a un médico infiel) y luego de encomendarnos, él a Alá, yo al Dios de los cristianos, me consultó sobre alguna banalidad, tal vez una tos, tal vez un dolor de rodilla. La providencia estatal del Seguro no cubría, como ahora, a aquel enfermo de ultramar pero estaba, para los menesterosos y los pobres de solemnidad, la Beneficencia del Hospital y de la Casa de Socorro y yo era el brazo de aquella institución en los secarrales de la Venta la Virgen. El caso es que los dos salimos bien parados, quizás el enfermo con un jarabe que le anoté en un papel por lo que, tras una nueva invocación a Alá, sacó de su bolsillo de buhonero una baratija, un collarcito o una ajorca tan moruna como los pinchitos, que me entregó dándome las gracias con una sonrisa de dientes de plomo. Por cortesía, acepté el regalo y nos despedimos. Debió de irle bien el jarabe o la píldora porque, el jueves siguiente, volvió a subir a la consulta para comentarme otra banalidad, consulta a la que siguió, como la vez anterior, la entrega de alguna quincallería. Y así nos hicimos amigos de circunstancias, él me visitaba todas las semanas, yo actuaba como médico y recibía el oropel de su agradecimiento. Algo idílico aparentemente, en una vuelta a la sociedad primitiva de la supervivencia, el apoyo mutuo y el trueque.
Sí, el recuerdo de mi paso por la Venta la Virgen tiene algo de idílico, de médico ambulante, de precariedad salvada por la sencillez de los deseos y la simpleza de aquella medicina tan rural, en la planta alta de la escuela donde doce niños aprendían la desembocadura de los ríos de boca de un también benemérito maestro. Y allí sigue el enclave de avituallamiento, la Venta propiamente dicha con su hotel de carretera anexo, la gasolinera y el grupo de casas renovado con nuevas edificaciones y dúplex. La construcción hace años de la autovía de Cartagena, parece como si hubiese desplazado todo el conjunto 500 metros hacía el oeste y ahora hay que desviarse para llegar. Me queda cerca de casa y lo hago de vez en cuando, accediendo a una rotonda de palmeras que nos dice bien a las claras que estamos en el desierto. Tomo café en la Venta y recorro las callecitas del mundo perdido, paso por la escuela rediviva y llego hasta la iglesia y el cementerio ya camino de Corvera. Campo y urbe se unen en unas insólitas aceras que bordean la tierra áspera pero fecunda. Y sobre la acera un banco municipal que no sé si alguien usara. Quizás quede algún anciano de los que yo visitaba o alguna pareja de enamorados, nacidos después de mi paso por allí e indiferentes al anacronismo del entorno.


Y sin embargo, a pesar de aquella desnudez del Edén, no recuerdo más historia que la del moro buhonero y ésta en una versión resumida y acortada. Yo era un médico joven, posiblemente simpático y agradable, que dejaba la ciudad para ir allí una vez a la semana, que auscultaba pechos, veía rodillas inflamadas y tomaba la tensión, que hacía recetas del Seguro y volantes para el especialista pero nada más. Nadie me contó miserias, ni alegrías ni tristezas, ni recuerdos ni ilusiones, ni proyectos ni fracasos, ni amores ni desamores. Hace ya muchos años que cambié la Venta la Virgen por la carretera de Santa Catalina. Estoy en un Centro de Salud moderno y funcional, formando parte de una Equipo bastante numeroso, con su Coordinador, sus Programas, sus Protocolos y ese ente de dudosa comprensión llamado Cartera de Servicios. Hay una amplio mostrador de recepción a la entrada, muchas consultas con puertas pintadas de rojo y en la mía, que es la número 16, un letrerito pone mi nombre. Arrojado del Paraíso, podría pensarse pero creo que no. Ahora acumulo historias posiblemente sin más mérito que el de ser más viejo y, aparentemente, más digno de crédito y no echo de menos la consulta bucólica de la Venta la Virgen. Pero de vez en cuando me gusta ir a ordenar estas historias al banco municipal sobre la bizarra acera que le pone puertas al campo.

3 comentarios:

  1. Angel Fermoselle Gil28 de abril de 2012, 9:32

    Hola Manuel, tu historia me evoca recuerdos similares. Mi consulta en el centro de salud también es la nº 16. Sincronicidades.

    Un cordial saludo

    ResponderEliminar
  2. Gracias, Ángel y Maky. Con Maky ya lo he tomado pero queda pendiente un café en tu Elx. Voy allí con cierta frecuencia porque mi hija mayor es profesora de griego en el "Tirant lo Blanc". Así veremos esa "otra consulta 16"

    ResponderEliminar