domingo, 19 de febrero de 2012

El quita y pon y la quinta miseria.


El hombre feliz no tenia camisa. Supongo que el apólogo es conocido pero el que lo ignore puede abrir el enlace. La lectura es breve y supuestamente edificante. Un día, también tuve yo la misma impresión del campesino. Era una mañana sabatina de radiante primavera y acababa de desayunar un sencillo café con leche y una magdalena en la terraza del Willow. El cielo inconmensurablemente azul, la temperatura agradabilísima, las flores de mil colores, los niños jugando en los columpios municipales, los viejecitos tomando el sol, los pajaritos revoloteando, el camión de la basura regando la plaza y el médico sin guardia. Ya sabéis, el escenario habitual para estas cosas buenas. Y para estar en el Paraíso, saqué un cigarrillo del paquete. En ésto se me acerca un vagabundo, posiblemente acogido al “Jesús Abandonado” de la carretera de Santa Catalina y me pide uno. Le di varios y le ofrecí fuego pero me dijo que tenía. Así que fue a sentarse en su banco y los dos al mismo tiempo encendimos nuestros cigarrillos y le dimos la primera calada con prosopopeya y nos quedamos mirando el humo en un ensueño de delectación. Y en aquel momento sublime, tuve la impresión de que los dos teníamos todo lo que necesitábamos para ser felices.
Así pues, el hombre feliz no tenía camisa. Yo, que no quiero ser tan feliz como él, me conformaría con un quita y pon. Quizás en este pulcro intercambio, en este tener teniendo poco, en estas necesidades cubiertas sin concesiones a la vanagloria, se encuentre el término medio de la felicidad, la asunción de la pobre condición humana y la respuesta honesta a situaciones críticas. Sin embargo, no parecían entenderlo así los jesuitas en aquel lejano año en el que me marché interno a su colegio. Era la época en la que el estudiante se iba para todo un trimestre durante el cual no saldría extramuros. Sería por éso por lo que mandaron una exhaustiva relación de toda la ropa y ajuar que había que llevar y me asignaron el número 115 con el que deberían estar marcadas cada una de las prendas. Mis atribulados padres no encontraron mejor solución para transportar todo aquel equipamiento que meterlo en un enorme baúl de los abuelos. Rescatado del doblao, fue cuidadosamente empapelado por dentro valiéndose de un engrudo hecho caseramente, lleno a rebosar y transportado no recuerdo como, quizás en el Brito Villarias, hasta Villafranca. Lo malo fue que, cumplido el primer año escolar y aprestándonos ya para volver a casa, el baúl salió de los recovecos de la ropería para instalarse ignominiosamente en la puerta de mi camarilla. Y allí fueron risas y burlas de los compañeros ante lo que consideraban cachivache totalmente fuera del lugar y de los tiempos modernos, risas y burlas que yo sobrellevé con estoicismo y aires de superioridad. Pero no por ello dejé compungidamente  de rogarle a mis padres que se abstuvieran de utilizar el baúl. Pero no hizo falta ninguna insistencia porque ellos también habían aprendido que bastaba un quita y pon.


Bien mirado, el quita y pon nos redime de la hoja de parra de Adán y Eva cuando, tras el pecado, conocieron la concupiscencia, de la miseria de hidalgos empobrecidos que no tienen más que la ropa puesta y, en concreto, de la que -hoy pienso que erróneamente- numeraba mi madre como quinta miseria. No supe en aquel entonces que tipo de abyección era aquel y durante muchos años lo consideré como entelequia. Sin embargo, seguía intrigándome el concepto tanto que, cuando se invento el Google, fue una de las primeras búsquedas que hice después de buscarme a mi mismo y no encontrarme como tantas otras veces en la vida. Ahora he rehecho la búsqueda. Como en la primera, hay pocas ocurrencias que nos lleven a las últimas consecuencias pues una mención virtual que incluya la palabra miseria lleva a temas económicos, a la miseria de los sueldos y otras zarandajas. Pero ahora sé, de una vez para siempre, que los antiguos libros que movían a piedad hablaban de las siete miserias de la alma y de las siete de la carne, cada una de ellas remediadas por una obra de caridad, bien espiritual, bien corporal. Pues resulta que la desnudez es la tercera miseria del cuerpo remediada por la obra de caridad que consiste en vestir al desnudo. Y la quinta miseria no es otra que la bien conocida enfermedad contra la que lucha el visitar a los enfermos, cosa ésta que hacemos mi enfermera y yo aunque no sé si el Día del Juicio nos servirá para equilibrar la balanza pues cobramos un salario, ahora recortado, por hacerlo. De todas formas, el hecho de numerar como quinto algún concepto está muy extendido y viene a ser algo así como el paradigma del absoluto para no agnósticos populares. De ahí, el quinto pino, la quinta angustia, la quinta esencia, la quinta columna y el quinto regimiento.
Hasta aquí todo bien, pero hay problemas logísticos. Pongamos, por ejemplo, que se tiene un quita de camisa y calcetines y un pon de lo mismo, ésto es, dos camisas y dos calcetines. Casi que hemos llegado a la felicidad pero no se puede poner todos los días una lavadora que carga 8 kilos para el quita mientras se usa el pon ni viceversa. Por el agua, electricidad y detergente gastado, sería poco ecológico y sostenible. Ésto sería una buena excusa para ser menos feliz. Claro que se puede contraatacar aduciendo que si eres un descamisado, un sans culotte revolucionario o un pied-noir no necesitas ni lavadora, ni agua, ni luz, ni detergente. Así que voy a ser franco: no me creo que el hombre feliz no tenga camisa. Éso está bien para iluminados y el buenrollismo pero no para personas vulgares sujetos a tentaciones. Abogo, pues, por un armarito coquetón del Ikea, con variadas prendas siquiera sean del Primark. Y por esa mesa grande y ecuménica donde quepamos todos, cada uno con nuestra camisa. Slim fit o regular fit, según gustos y hechuras.

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