domingo, 22 de enero de 2012

Cenas bohemias ( II )


En el claustro alto de la antigua Universidad de Salamanca, existen unas filacterias esgrafiadas en la pared donde, al parecer, pueden o podían leerse los grandes males que amenazan a los estudiantes de vida disoluta. Ya en la magna escalera de subida, la sirena alada que se mira lascivamente en el espejo, inicia las advertencias pero eso es una historia distinta y significativamente menor a la que ahora nos ocupa. No sé si, entre las admoniciones de las filacterias, había alguna referencia a las malas cenas o, a lo que es con mucho peor, quedarse sin cena. Cuando ahora, desde la meseta de la madurez, contemplo mi vida estudiantil tengo que convenir conmigo mismo en que fue una etapa marcada fundamentalmente por el estudio tanto de los gruesos libros como de apuntes zarrapastrosos y la asistencia algo deshilvanada a las clases. Pero ello no fue óbice para que, sin llegar ni con mucho a la disolución, la bohemia y algunos retazos de malvivir se mezclaran en buena armonía con la circunspección académica.
Recuerdo ahora aquella noche de un 7 de diciembre, vigilia pues de la Inmaculada, que se celebra gratamente en Sevilla con un batiburrillo de religiosidad virginal y paganismo pecador. Supongo que habría cumplido mi ración de estudio y andaba nocherniego y solitario al encuentro de que lo que la ventura me deparase. Y fue así como me encontré con A. B., el mismo que sostenía que la caca de los elefantes huele muy mal, que iba acompañado de cuatro o cinco chicas, desconocidas para mi, después de asistir a devotos rezos. Aun hoy ignoro como lo consiguió pues siempre fui de la opinión y así se lo manifesté francamente de que era incapaz de “ligar” sin mi concurso. Debía de ser sobre la medianoche pero, después de las presentaciones y unos tientos preliminares, nos dijimos mutuamente que todos estábamos sin cenar y A. B. propuso ir a mi piso de estudiante a comer lo que en él hubiera. Nos montamos como pudimos en aquel 4L de mi amigo para llegar más allá de la Macarena y el Hospital. Nunca olvidaré la cara que puso Jimy mi compañero de vivienda. Era una chico regordete, pecoso, sonriente y bonachón a quién, al comenzar el curso, había recogido del campus por donde andaba estrambóticamente con una maleta, ofreciéndole una habitación libre. Se pasaba la mayor parte de la noche estudiando y fumando en la mesa camilla del lúgubre salón bajo la luz del flexo y no hizo excepción aquel 7 de diciembre. Recuerdo, digo, aquella penumbra, aquel humo que flotaba cercano al techo, aquella cara imbuida en el severo texto del libro, aquel abrirse la puerta esperándome solo a mi, para dar paso a cuatro o cinco chicas tan sonrientes como desmayadas. Allí fue el espantado asombro que pronto se trucó en amplia felicidad prometida y el olvido del estudio.
Pero estaba la cena pendiente y me dispuse a freír todas nuestras provisiones de huevos y “delicias de merluza” congeladas. Aquella sin duda fue una memorable cena bohemia tomada, cómo marcan los cánones, al inicio de la madrugada, con los fogones del butano llenos de gusarapos pringosos, con la sartén y su aceite requemados y la mente y la conversación llena de sueños y fantasías. Requemados estuvieran quizás también los ánimos al terminar la última “delicia” pero ¡ay! las chicas manifestaron una inesperada urgencia por volver a sus casas por lo que A.B. no tuvo más remedio que repartirlas prontamente con su 4L por donde quiera que viviesen. Y nos quedamos solos Jimy y yo, desabridos y acartonados, él sin ganas de estudiar, yo sin sueño y los dos sin huevos que freír y sin “delicias de merluza” en el frigorífico lo que presagiaba un mes de restricciones culinarias. Así que, cabizbajos y mohínos, nos acostamos cada uno en su cama respectivamente sin hacer. Y, como dice el estrambote del soneto famoso, “ellas fuéronse y no hubo nada”.
Tampoco hubo nada aquella tarde en que nos reunimos para cenar sardinas. Aunque estudiantes de cursos inferiores, se habían unido a nuestro grupo varios sudamericanos que vivían en la calle Enladrillada, detalle que, no sé por qué, se me ha quedado perfectamente grabado. Nos gustaba ir allí porque ellos ponían su música y bailaban espectacularmente ante nuestro asombro de patosos. En esta ocasión, la cena fue más temprana pero es innegable la bohemia de la sardinada, preparada por las voluntariosas chicas que, no sé cómo, consiguieron asarlas en aquella precaria cocina con muchas llamitas del gas obstruidas. Tengo en la cabeza una foto, nebulosa y descolorida, en las que se nos ve en corro quitándole la piel escamosa y comiendo con los dedos las sardinas. Luego nos lavamos las manos y nos llamó la atención que los sudamericanos se cepillaran también los dientes, cosa que los locales no hicimos. Así que los besos del amor de emergencia, si es que alguno hubo, (¡Virgencita de los Peligros! Y...¿cómo es posible que se olviden estas cosas?) tuvieron un saborete marinero y salobre. Y la bohemia llevó luego a la música y al baile pero yo, transido sin duda por el mucho estudio, me quedé dormido en una silla. Y en una entrevela, me encontré de pronto en la obnubilación del que no sabe donde está, trasladado sin duda a algún infierno de luz roja y danzantes endemoniadamente buenos. Recuperada la calma y la posición geodésica, recorrí la calle Enladrillada para regresar, con el regusto aun de las sardinas, a mi cama que, aquella noche casualmente, también estaba sin hacer.
Y quizás durante mi sueño si hubo besos de labios húmedos o caricias de manos temblorosas y yo me lo perdí. Por eso las cenas bohemias tienen un mucho de restitución que nos hacemos de la ocasión que se fue o del tiempo tan largamente perdido. Tomadas en silencio y en concentración, en estoica frialdad, las latas de sardinas o las "finas lonchas" del Mercadona nos compensan de aquellos avatares de los que yo vive cientos, miles, tal vez millones. Baste, por ahora, este par de retazos porque ya hemos llegado casi a la plenitud, a la cena bohemia altruista y filantrópica, donde los malos pensamientos han sido sustituidos por la placidez del que cree que va en el buen camino para encontrarse a si mismo.

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