sábado, 15 de octubre de 2011

La caca del elefante.


Pues sigamos hablando de A.B. a quién dejamos en el post anterior enfrentado a como identificarse ante le severa voz que, detrás de la puerta, así se lo exigía. Resumo diciendo que A.B. fue conmilitón mío en el colegio de los jesuitas y luego en la Facultad de Medicina de Sevilla y hago gracia de cuánta aventura hubo y de cuántas veces anduvimos nocherniegos por calles y callejuelas para acabar acostándonos a las claras del día, casi siempre con el regusto del fracaso, regusto que en un principio es amargo pero al que luego te acostumbras. Vayamos a lo serio e importante. Los jesuitas nos explicaron a ambos la diferencia entre verdad lógica y verdad ontológica. El temita se las trae y da para mucha literatura. Desde Platón a Descartes, pasando por San Agustín, tres figuras del pensamiento a quién es obligado citar cuando se escribe de estas cuestiones tan abstrusas. Así que, según mi recuerdo y entendimiento, queda definida -aunque solo sea a los meros efectos de su ocurrencia en este blog- la verdad lógica cómo la adecuación del pensamiento a la realidad y la ontológica cómo la adecuación de la realidad al pensamiento. ¡Qué nadie se me devane los sesos intentando comprender! Y menos si está abstemio en la mañana plácida del fin de semana. Porque estas cosas son para hablarlas en la barra del bar, con un buen compañero de fatigas y siempre y cuando que no haya confidencias de por medio. Sólo la regular sucesión de cañas puede dar la fluidez mental y la necesaria verborrea concomitante como para enfrentarse a semejante drama del conocimiento humano. Y contando con un camarero servicial e inteligente que actúe de moderador sin dejar por éso de llevar la cuenta de las consumiciones. De momento, baste saber que la verdad lógica es la que podemos tener los humanos mortales y la ontológica sólo le es dada a Dios Todopoderoso.
Sin embargo A.B., en un alarde de osadía, se irrogó la potestad de poseer la verdad ontológica, según su propia y verídica declaración, lo cual le permitía tener asertos sin fundamento ninguno para el resto de la humanidad. Por ejemplo, afirmaba como cosa absolutamente cierta, que los pisotones de las cabras son extremadamente dolorosos. A la lógica pregunta de: “¿Te ha pisado a ti alguna?” contestaba con un no rotundo y añadía que tampoco sabía de nadie que hubiese sido pisado por una cabra para contar y ponderar la experiencia. Pero nada de ésto era óbice para que la verdad absoluta de las dolorosas pisadas del montaraz animal se mantuviese. Yo, ente racional, trataba de divagar contemplando que, dado que existen los llamados caminos de cabra, era de suponer que ésta tuviese las pezuñas muy duras de tanto transitar por ellos y que de ahí se podía inferir que sus pisadas a un pie humano fuesen muy traumáticas. Él refutaba como baladí mi razonamiento y volvía a insistir que aquello era cierto y que debía ser creído por ser verdad ontológica.
En otras ocasiones, viniese o no a cuento, A.B. explicaba que la caca de los elefantes huele muy mal. Cómo por instinto y para alejar esa peste evocada, encendíamos a la par y en libertad un cigarrillo aprovechando la misma cerilla. Tras la primera calada, le preguntaba que si la había olido alguna vez y el volvía a contestar con un no tan rotundo como el anterior y proseguía comentando que en ningún libro de Historia Natural iba a encontrar semejante información. Yo volvía a ejercer de abogado del diablo, tratando de hacerle ver que, seguramente, no era un problema de calidad sino de cantidad. Esto es, el elefante debe hacer mucha cantidad de caca y, por tanto, el mal olor se extendía más y era cuantitativamente más intenso. Pero A.B. mantenía su aserto diciendo que, si en la balanza de la Justicia o en la del mercader de Venecia, se pesaban 50 gr. de caca de elefante y la misma cantidad de la de cualquier otro animal, incluido el humano, la primera emitía un olor inconmensurablemente peor que la segunda. “Aunque fuera la mierda de esa niña mona que está ahí” y señalaba a la chica del otro extremo de la barra, añadido éste que, aunque hiciera gráfico lo considerado, tiene un tinte machista execrable pero, dada la edad y las circunstancias, es digno de perdón.
Cabe preguntarse ahora, pasados ya muchos años, porqué A.B. no empleaba su supuesto conocimiento de la verdad ontológica en cosas y asuntos más sustanciosos que saber que la pisada de una cabra es dolorosísima o que la caca del elefante es la que peor huele. En realidad, estos asertos encajarían en el llamado saber popular, que no hay que confundir con frases hechas y lugares comunes. Aunque ellos no lo sepan, pienso que muchas personas con las que me cruzo también están poseídas de la verdad ontológica y que, por tanto, adecuan la realidad a su pensamiento, cosa ésta grave si la citada persona posee algún título de dominio sobre mi o sobre el grupo. Bueno será entonces que reivindiquemos la verdad lógica, que nos enteremos de lo que pasa a nuestro alrededor y adecuemos nuestro pensamiento a esa realidad constatable. Es más triste, por supuesto, y nunca sabremos si la tierra es redonda o si gira alrededor del sol, pero sin duda, viviríamos mejor los unos con los otros.

No hay comentarios:

Publicar un comentario