domingo, 15 de enero de 2012

Cenas bohemias ( I )


Aun era joven o incluso muy joven cuando inicié, en mi pueblo, la andadura de médico. En una primera etapa gocé o quizás sufrí (porque el campo de acción de estos verbos se imbrica en una extensa tierra de nadie) una gloriosa soltería. Porque sí está claro, único, neto y bien delimitado, que fue gloriosa. Y, al amparo de ella, nos convenimos los cinco amigos que cabíamos en el coche para hacer el corto viaje que separa Calera de Monesterio. Enterados, tal vez por afiches de la pared del bar, de que iba a haber un espectáculo de varieté en el pueblo vecino, no dudamos en ir a verlo y oírlo. Era invierno y yo estrené para la ocasión un jersey de cuello vuelto que me coloqué debajo de la chaqueta Éste era entonces el look adecuado, de moda y un tanto antisistema. Al anochecer y ya con las precarias luces encendidas, conduje el traqueteante 2CV por la carreterita estrecha y sinuosa. Pero no reparamos en baches ni en curvas porque el señuelo era lo bastante potente como para dar por bueno aquellos 6 kilómetros. Posiblemente, hiciéramos el viaje en silencio, como atracadores que ya se saben el plan de acción perfectamente, sin más comentario que algún exabrupto o alguna risotada lasciva.
Y nos acomodamos en aquel cine de pueblo y comenzó el espectáculo de cabaret para un público ferviente. Ya no recuerdo los detalles. Las gracias, los chistes, los sketchs, las ocurrencias y las picardías han ido a un olvido del que ya nunca regresarán. Pero ha quedado indemne en la memoria lo que he contado muchas veces, cómo en un interludio en el que desaparecieron las chicas del escenario, ocuparon su lugar un guitarrista y un cantante de flamenco. No lo hacían mal los hombres y el primer cante fue premiado con una ovación. Tal vez envalentonados por ésta, los artistas se dispusieron para otro palo y el de la guitarra, como profesional exquisito, se puso a enredar con cuerdas, trastes y clavijas. Pero el público estaba para otras hermosuras y un chusco levantó la voz y espetó: “¿Ahora te pones a afinar la guitarra? ¿Es que no has tenido tiempo en toda la tarde?”. Quizás, a pesar de éso, hubo más flamenco, o quizás volvieran a salir las chicas. Y doy fe de que eran jóvenes, guapas y esbeltas porque al terminar las vimos de cerca, en la barra del ambigú, mientras tomábamos el vaso de vino acanallado que coronaba la noche. Quiera Dios que la vida no haya sido dura con ellas y que sepan perdonarnos -aun sin el preceptivo propósito de enmienda- que viésemos su cuerpo como espectáculo.
Luego, vuelto con bien a casa, en la soledad de la ya iniciada madrugada, con el regusto del vino y el cigarrillo, con el estómago estragado y los pensamientos deshilachados, posiblemente, ya tampoco me acuerdo, tomé en la cocina una cena bohemia. Porque entonces yo comía de pensión y las cenas eran provisiones de tasajos que me dejaba mi madre en sus visitas del fin de semana, alguna lata de sardinas o, en el mejor de los casos, una rápida fritanga de las llamadas “delicias de merluza” congeladas. Y la pringue de la lata, la carne yerta y el humeo de la sartén ascendiendo fantasmagóricamente hacia la luz gélida del fluorescente, se mezclaban en sinfonía agridulce con el ruido del viento en la chimenea, el maullido del gato -o tal vez de la gata- y el ladrido áspero de algún perro de la calle. Quizás aun oyera pasos trastabilleantes o alguna letanía de borracho pero ya el estómago estaba caliente y las ideas frías por lo que, a renglón seguido, se imponía la cama y el sueño.
Sin duda, fueron los jesuitas quienes me iniciaron en las cenas bohemias. Algo conventuales, sí, pero bohemias. En aquel Preu en el que empezábamos a ser malos, se inventó el concepto de la merienda-cena. Intuyo que sería por las mejoras laborales de los empleados y camareros que evitaban tener que servir la cena de la sopa y el cucharón los sábados y domingos. Así que, con aires de modernidad e incluso del europeísmo del week-end, estos dos días los bachilleres nos autoservíamos un par de bocadillos de fiambre, tomados a la hora incierta de la caída de la tarde. Y aquella refacción monástica ya tenía un algo de bohemio, de desaliño y deshora y sirvió de punta de lanza para introducirme en este batiburrillo culinario que ahora, en la madurez, estoy llevando a su perfección.
Pero antes vinieron las noches perdularias de la juventud, el torrente de los bares donde se comía de lance cuyo paradigma fue “El Chaparral”, muy cerca de la puerta de urgencias del Hospital sevillano donde me formé como médico. Lo seguiremos docentemente repasando.

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