domingo, 3 de febrero de 2013

El termómetro (post experimental)


Tiene esta entrada de hoy una connotación experimental. Los experimentos salen bien o salen mal e intuyo que la inmensa mayoría pertenecen a este segundo grupo. El destino último e inexorable de los que salen mal es la papelera, entendiendo ésta como aquel depósito donde se acumula a la espera de la destrucción final todo aquello que no pudo llegar a buen puerto, lo que sólo quedó en el ingenio, tal vez iluso, tal vez torpe, de quien lo diseñó imaginándoselo como ente vivo y funcionante. Pertenecerían también a este grupo condenado e irredento de la papelera, las cartas de amor que nunca se echaron al buzón, las entradas para el cine que se rompieron en dos porque, a última hora, la chica declinó la invitación, el soneto a Cristo Crucificado o a la amada etérea escrito en una cuartilla que no abandonó jamás la habitación donde se redactó porque los versos eran ramplones y los tercetos chirriaban, la proclama para colocar en la puerta de entrada del edificio que se consideró demasiado conflictiva, las pareados para la despedida de soltera que después se encontraron carentes de gracia a con insulsa picardía. También hay experimentos más contundentes como aquellos misiles que, a falta de un circuito electrónico más imaginativo, carecen, al final de poder de masacre que se le suponía y se les hace explotar, sin pena ni gloria, en medio del mar, como cohete fuera de tiesto de una feria pueblerina.

Me imagino que será también ingente, la cantidad de entradas de blogs que nunca llegan a publicarse y que se borraron de manera irreparable de las memorias de los ordenadores. ¡Que nadie se engañe ni sueñe inútilmente! No hay paraíso ni infierno a donde vayan a parar estas páginas. No hay cementerio de los elefantes donde algún aventurero pueda encontrar este tesoro. Así, cuando voy por la palabra 280 del post, no sé a cierta cierta si éste llegará a publicarse. Porque, repito, lo estoy escribiendo como un experimento. Tengo una idea clara de lo que quiero contar pero aquella parte de mi intelecto, de mi volición, aquella que mantiene el discurso encarrilado y aquella que se encarga de controlar los últimos y finos procesos neuromusculares que consiguen que palabras coherentes aparezcan en una pantalla de proceso de datos, aquellas todas, están transidas y mustias. Me ha estragado la enfermedad durante la última semana y no es cosa aquí de contar miserias ni casos clínicos. Solo echarle la culpa al virus o a cualquier otra miasma de las que se levantan con el invierno y con el frío. Y baste saber que hubo fiebres y dolores, mareos y desaplomos, estornudos sin cuento y mocos sin abasto de pañuelos, estómagos desfarfalados y miembros aniquilados. Tanto sería mi mal, que el humo del cigarrillo atufaba el seso y lo más malo de lo peor, alguna glándula repelía el vino considerándolo indeseable y olvidando concordias y lujurias tan recientes. Y como digo que este post es experimental y de dudoso destino último, me permito expresar aquí que, libre de taninos, tartratos, polifenoles, antocianinas y sulfitos mi caca se ha vuelto de un precioso color y aspecto, marróncito claro de consistencia semipastosa que recuerda a la de un sano y sonriente bebé.

Pero yo no quiero esa caca saludable. Ni quiero tener que ponerme el termómetro aunque, hombre civilizado, comprendo que forma parte de un ritual que dice mucho sobre la evolución de nuestra enfermedad. Y de esto quería hablar, de que los termómetros suelen morir en su viaje inaugural como el Titanic. Tal vez fuere más ilustrativo decir que su cortejo apareatorio es muy breve, brevísimo y el himeneo queda consumado en un primer acto sin prolegómenos. Es cierto también que, a cambio de ésto, pueden tener luego una vida funcionarial extremadamente larga. Es cosa de imaginarse el hogar en paz y buena salud. Nadie está malo y nadie echa de menos el termómetro. Pero un día, ora el abuelito, ora el nietecito, empiezan a decir que se encuntran mal, que tienen mal cuerpo, que les duele la cabeza, que tienen escalofríos. “Debes de tener fiebre. Vamos a ponerte el termómetro”. Pero ¡ay! no aparece el sencillo instrumento. Se rebusca por los cajones en vano, se hace memoria y se recuerda que el último se rompió, o se estropeó o se le dejó a una vecina y nunca más volvió. Así que hay que mandar a una expedición a la botica de guardia para que compre uno nuevo. Ya es un chisme digital, dotado de un sensor en un extremo y de una pantallita en el otro. El enfermo se lo coloca en la axila, se espera un tiempo prudencial y se procede a su lectura: “38,3...¿lo ves? Tienes fiebre”. Así que el pobre termómetro, en su primer uso, ya ha marcado el mal, la enfermedad, la fiebre.

Naturalmente que cabe objetar con cierta razón que el termómetro está hecho para éso, que ése es su fin último y su destino final. Pero pienso que debe haber muchos otros aparatos, innumeros sistemas de medida, que no marquen lo anormal, lo raro, lo peligroso, lo patológico en su primer acto de servicio. Sin salir del ámbito médico, sería raro que un electrocardiógrafo, nos registre, por salir de su caja de embalaje y colocar los electrodos, los signos inequívocos de un infarto. Y ¿a quien en el primer viaje con su coche nuevo a estrenar le saltan el ABS, el BAS, el EDB, el ESP y el TCS?. Y volviendo al termómetro, es de suponer que si éste es de uso casero, estará ya mucho tiempo sin marcar fiebres o hipertermias pero ya con un hálito de precoz consumación, como la mariposa del gusano de seda, fecundada casi por salir del capullo.

Y concluye el experimento que consistía en ver si un ser humano de normales cualidades podría escribir una entrada de blog con la(s) neurona(s) enmustiada(s). Aquí queda y debe publicarse porque, en realidad, las ideas, triviales, geniales, vulgares, gloriosas, tienen vida propia independiente de quien las sacó a la luz.

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