domingo, 19 de agosto de 2012

Carta abierta al Almax Forte.


Distinguido Almax Forte:

Ayer, mientras tomaba café en La Meseguera, tuve ocasión de verle en la televisión. Aparecía a cara descubierta junto a otros dignos condenados como el Fortasec y el Mucosán y los gacetilleros no tuvieron la delicadeza de pixelar su imagen. Tampoco usted, por ser aparentemente inerme, pudo disimular su porte con una capucha o una chaqueta que hiciera las veces. De todas formas, hubiese sido un intento vano: tan de sobra me es conocido que lo hubiese adivinado a pesar de cualquier estratagema. Sí, distinguido Almax Forte, durante muchos años ha sido mi compañero inseparable. Como médico, he tenido el honor de recetarle supongo que miles de veces. Su inconfundible silueta azulada venía formando parte de los hatillos de cartones que me presentaban los enfermos, todos los cuales se mostraban solícitamente elogiosos con sus virtudes y lo requerían incluso plañideramente. Como usuario, tenía su caja omnipresente en un armario de la cocina. Era digno de admiración con que rigurosa puntualidad tomaba uno de sus sobres en cuanto me levantaba y otro después del aseo que seguía a la siesta. Tal vez fuera el whisky de la noche o el vino de la comida pero aquel estómago mío se despertaba con una inexorable inquietud, un malestar sordo y, a veces, con la inconfundible garra del ardor que atenazaba desde el epigastrio y se irradiaba retroesternalmente hasta la faringe. Pero -tengo que reconocerlo para su mayor honra- muchos días era solo un ritual, una liturgia tan manida como insustituible en la que había que presionar (malaxar es la palabra exacta y así creo que constaba en las instrucciones) el sobre con los dedos varías veces para que el contenido saliese correctamente. Luego abría el envase, echaba la ansiada suspensión en un vaso, añadía agua y agitaba con una cucharilla para conseguir un magnifico cóctel en proporción 2:3. El premio era tomar a sorbitos la mezcla y sentir la delicia calmante bajar por el esófago, abrir delicadamente el cardias espasmodizado y esparcirse generosamente por las anfractuosidades del estómago.

Pero para todos han cambiado los tiempos. Yo dejé de beber whisky en las madrugadas de las cenas bohemias y, por otra parte, descubrí la gaseosa. Fue un amor a primera vista que hizo que, pérfidamente, lo dejase a usted. Las cosas ocurrieron sencillamente. Una tarde de calor de hace ya varios años, se me ocurrió tomarme un vaso de gaseosa bien fría y me di cuenta de que esta sencilla bebida, que no había vuelto a probar desde niño, tenía los mismos beneficiosos efectos que usted. Aquel líquido burbujeante calmaba el estómago y dejaba una agradable sensación de bienestar. Y, si me permite la vulgaridad, un par de oportunos pero comedidos eructos, zanjaban la dispepsia. Así que ahora, con las claras del día o aun todavía de noche y en pijama, recién levantado, me tomo un buen vaso de gaseosa con su liviana espuma proletaria y allí es gloria. El estómago y el reseco de boca quedan calmos y la mente lúcida.

Sin embargo, no por esta mudanza, voy a renegar de usted. Guardo un muy grato recuerdo de nuestra relación y no comprendo como mentes que ostentan el poder pueden considerarlo un medicamento inane. Usted, por derecho propio, no debería salir del Seguro para seguir siendo dignamente recetado y financiado por las que dicen que son exiguas arcas. Pero no sería sincero si no le dijera que le considero un poco pillín, un bon vivant un tanto casquivano, amigo de la buena mesa y de las noches locas y aun perdularias. Porque su mortal enemiga, la pirosis, es mujer de mundo y merodea por restaurantes y tabernas, por chiringuitos y discotecas y acecha tras la opípara cómida, tras el chorizo embaucador, los cubatas repetidos y el whisky de la perdición. Y ¡cómo no! tras el cigarrillo de la nostalgia y los besos furtivos. No hay que ser muy listo para adivinar que usted ha compartido viaje, en los bolsillos de los caballeros, con el preservativo y la crema lubricante. Y, sin duda, ha ocupado puesto en el bolso de las señoras, haciéndose el encontradizo con fetiches y oscuros objetos del placer. Pero, por supuesto, no le voy a pedir que me cuente las entretelas de un bolso de señora porque sería indigno de mi entrar en un mundo hermético y tan lejano como reservado. Basta con que convenga conmigo en que es amigo del pecado, de la contracultura y de la conculcación de las normas.

Yo reconozco mi culpa: hacía de usted un claro representante del uso irracional del medicamento pero en modo alguno me arrepiento de éso porque somos débiles y la carne es flaca. De ahí que le desee larga vida y que siga ocupando un puesto de honor en los anaqueles de las boticas. Bien mirado, quizás salga usted ganando con su exclusión del petitorio. Aunque haya que pagarlo, ahora será de acceso libre y podrán ir a buscarlo sin requisito legal a los tornos noctámbulos de las farmacias de guardia. Hasta es muy probable que aparezca en la televisión, no como le vi ayer, con el oprobio de la condena, sino gloriosamente publicitado entre oropeles y lentejuelas e incluso con una cancioncilla pegadiza como en su día la tuvo el Calmante Vitaminado.

Y ya solo me queda, distinguido y añorado Almax Forte, pedirle que sepa disculpar mi cambio a la gaseosa. Son cosas de la vida que usted, que tanto se ha compenetrado con la intimidad de las personas, sabrá comprender.

Queda de usted afectísimo seguro servidor que estrecha su mano.

Fdo. Manuel Comesaña Izquierdo.

3 comentarios:

  1. Colega, simplemente, espectacular. Enhorabuena por tan bonita, divertida, curiosa y, como siempre, muy bien escrita y narrada entrada. Un saludo.

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  2. ¡Muchas gracias, Pepe y Armando! Me alegro mucho de que os haya gustado y os agradezco que lo hayáis compartido.
    Un abrazo.

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