domingo, 3 de junio de 2012

Y...¿Qué tal si hablamos del edelweiss?


Recuerdo perfectamente cuando me contó la historia un jesuita. Yo debía tener no más de doce años, un adolescente melifluo y banal. Fue en una de aquellas aulas preconciliares, con la mesa-cátedra encima de un estrado de madera y el negro pizarrón por fondo. No se si se impartía alguna clase o era uno de los momentos de la aleccionadora reflexión. El caso es que el buen maestrillo acomodó su sotana a la silla, se inclinó hacia adelante como para ganar intimidad y relató que, en las altas montañas alpinas, había una flor de nombre edelweiss que crecía en los picachos y mientras más arriba la encontráramos, más bonita era. Y siguió con la cancamusa de que los enamorados de la zona iban a buscar la flor para llevársela como presente a la mujer de sus sueños. Y que subían alto, alto, más alto para hallar el edelweiss más hermoso y, con él en el regazo, volvían muy contentos hasta la amada quien, en buena lógica, también se ponía muy contenta ante aquella prueba de estremecedor cariño. Y, en este momento de la narración, el jesuita hacía un quiebro y extrapolaba: nosotros también teníamos subir a las alturas del buen comportamiento, de la aplicación y del estudio y allí encontraríamos lo que hoy se llamaría un edelweiss virtual que, aparte de servirnos de íntima recompensa, podríamos llevar ante la Virgen que nos premiaría con su sonrisa.
Bien, recuerdo perfectamente el hecho pero no creo que, en aquel entonces, la romántica historia me motivara a estudiar más. En realidad, aunque zagalón delicuescente, ya apuntaba en mí el perfecto ramplón que he venido a ser con la madurez. Supe de manera cierta que la Virgen estaba lo suficientemente contenta conmigo y que me sonreía todos los días y, en modo alguno, me entraron ganas de echarme una novia de tierras alpinas, ni de tener que demostrar mi amor subiendo escarpadas laderas en busca de una simple flor, arriesgándome a sufrir una de esas fractura de cadera que luego supe clasificar. Es posible que el recuerdo neto de lo narrado se deba precisamente a ésto, a que fue el alborear del sanchopanzismo en que me muevo ahora. El siguiente hito, también intramuros jesuíticos, fue cuando A.B. (de quien ya se ha hecho memoria en este blog) y yo vimos que unos esforzados e idealistas compañeros se disponían a dormir en tiendas de campaña en los jardines del Colegio. El comentario que nos hicimos el uno al otro fue inmediato: “¡Serán tontos! ¡Con lo bien que se está en la cama!”. Así que los dos grupos nos despreciamos mutuamente, cada uno siguió su camino y hubo paz.
Parece ser que el edelweiss, como flor física, está en peligro. Tanto enamorado hubo y tanto turista emotivo, que ha corrido riesgo de desaparecer por lo que ahora está protegida por alguna de esas instancias federales que se dedican a estas cosas. Pero hubo una canción, ínclita como ninguna, que persiste y sobrevive recordándola. Ni que decir tiene que me refiero a la película “Sonrisas y Lágrimas” donde aquella espantosa familia y su institutriz le dedican sus voces atipladas a la flor de las cumbres. Tanto persiste y sobrevive que ahora en Murcia se va a poder ver un musical del mismo título que supongo que seguirá con la metralla con un cierto hálito comarcano de baile de la rosa y niños cantores de Viena. Dígamos, pues, la palabra mágica, el vade retro que nos librará de tamaño tostón: ñoñería.
Porque la ñoñez sigue campando por su fueros y se encuentra bien presente. En forma de cancioncilla romática, de power point reenviado, de frase reflexiva de alguien que no conoces del Facebook, de foto ensoñadora, de cartel propagandístico, de entrada de blog, de cara de carnero degollao que le pone el novio a la novia, de slogan de clan, de libro de autoayuda, de cuentacuentos, de ronda de la Tuna e incluso ¡ay! de orquestina callejera que toca adagios para que los papás sienten a los niños en corro sobre el suelo jugando al mundo feliz. ¡Ay de esas canciones de ayer, hoy y siempre! ¡Ay de esas páginas inmortales de la música clásica! ¡Ay de esas veladas, con piano y tenor que nos recuerda que “por el humo se sabe donde está el fuego” para atacar luego con el Maite, Maitechu mía...”.
Suelo dar un consejo a mis enfermas jóvenes y casaderas. “Mira -les digo- los hombres pendencieros, los hombres celosos, los hombres jugadores y bebedores, los mujeriegos y derrochadores, los vagos y maleantes, son malos. ¡No te cases con ninguno de ellos! Pero -continuo- los hombres que no beben, ni fuman, ni juegan, los que nunca levantan la voz, a los que nunca se les nota enfadados, los que no se ríen a carcajadas, los que nunca te contradicen, los que son siempre simplemente educados y correctos, los que nunca cuentan chistes guarros, los que no miran de refilón a otras mujeres...ésos...¡son peores! ¡Tampoco te cases con ninguno de ellos! Porque la mala leche la tenemos todos y el demonio va dentro de cada uno de nosotros.”. En resumen, lo que quiero inculcarles es que eviten la ñoñez en sus parejas porque el ñoño, a pesar de serlo, o quizás precisamente por serlo, puede ser más malo que el iracundo. Y encima se buscará un abogado y un notario con bigotito para que hagan el trabajo sucio.
La ñoñería va unida de manera indefectible a lo entrañable y el paradigma de lo entrañable son las croquetas de la abuela. ¡Odio las croquetas de la abuela! En realidad, no me gustan las croquetas pero prefiero las prefabricadas del Mercadona en fritanga de aceite reutilizado. Croquetas canallescas, de cenas bohemias y noches perdularias, las croquetas que te prepara, como canta Sabina, “esa amante inoportuna que se llama soledad”.  Y que me dejen llorar de noche por el sol porque, Tagores del mundo, yo soy un ramplón y no necesito ver estrellas.

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